años como un hermano mayor. Tal vez por esto, en los momentos difíciles, Torrebianca se acordaba siempre de su amigo.
¡Intrépido y simpático Robledo!… Las pasiones amorosas no le hacían perder su plácida serenidad de hombre equilibrado. Sus dos aficiones predominantes en el período de la juventud habían sido la buena mesa y la guitarra.
De voluntad fácil para el enamoramiento, Torrebianca andaba siempre en relaciones con una liejesa, y Robledo, por acompañarle, se prestaba á fingirse enamorado de alguna amiga de la muchacha. En realidad, durante sus partidas de campo con mujeres, el español se preocupaba más de los preparativos culinarios que de satisfacer el sentimentalismo más ó menos frágil de la compañera que le había deparado la casualidad.
Torrebianca había llegado á ver á través de esta alegría ruidosa y materialista cierto romanticismo que Robledo pretendía ocultar como algo vergonzoso. Tal vez había dejado en su país los recuerdos de un amor desgraciado. Muchas noches, el florentino, tendido en la cama de su alojamiento, escuchaba á Robledo, que hacía gemir dulcemente su guitarra, entonando entre dientes canciones amorosas del lejano país.
Terminados los estudios, se habían dicho adiós con la esperanza de encontrarse al año siguiente; pero no se vieron más. Torrebianca permaneció en Europa, y Robledo llevaba muchos años vagando por la América del Sur, siempre como ingeniero, pero plegándose á las más extraordinarias transformaciones, como si reviviesen en él, por ser español, las inquietudes aventureras de los antiguos conquistadores.
De tarde en tarde escribía alguna carta, hablando del pasado más que del presente; pero á pesar de esta discreción, Torrebianca tenía la vaga idea de que su amigo había llegado á ser general en una pequeña República de la América del Centro.
Su última carta era de dos años antes. Trabajaba entonces en la República Argentina, hastiado ya de aventuras en países de continuo sacudimiento revolucionario. Se limitaba á ser ingeniero, y servía unas veces al gobierno y otras á empresas particulares, construyendo canales y ferrocarriles. El orgullo de dirigir los avances de la civilización á través del desierto le hacía soportar alegremente las privaciones de esta existencia dura.
Guardaba Torrebianca entre sus papeles un retrato enviado por Robledo, en el que aparecía á caballo, cubierta la cabeza con un casco blanco y el cuerpo con un poncho. Varios mestizos colocaban piquetes con banderolas en una llanura de aspecto salvaje, que por primera vez iba á sentir las huellas de la civilización material.
Cuando recibió este retrato, debía tener Robledo treinta y siete años: la misma edad que él. Ahora estaba cerca de los cuarenta; pero su aspecto, á juzgar por la fotografía, era mejor que el de Torrebianca. La vida de aventuras en lejanos países no le había envejecido. Parecía más corpulento aún que en su juventud; pero su rostro mostraba la alegría serena de un perfecto equilibrio físico.
Torrebianca, de estatura mediana, más bien bajo que alto, y enjuto de carnes, guardaba una agilidad nerviosa gracias á sus aficiones deportivas, y especialmente al manejo de las armas, que había sido siempre la más predominante de sus aficiones; pero su rostro delataba una vejez prematura. Abundaban en él las arrugas; los ojos tenían en su vértice un fruncimiento de cansancio; los aladares de su cabeza eran blancos, contrastándose con el vértice, que continuaba siendo negro. Las comisuras de la boca caían desalentadas bajo el bigote recortado, con una mueca que parecía revelar el debilitamiento de la voluntad.
Esta diferencia física entre él y Robledo le hacía considerar á su camarada como un protector, capaz de seguir guiándole lo mismo que en su juventud.
Al surgir en su memoria esta mañana la imagen del español, pensó, como siempre: «¡Si le tuviese aquí!… Sabría infundirme su energía de hombre verdaderamente fuerte.»
Quedó meditabundo, y algunos minutos después levantó la cabeza, dándose cuenta de que su ayuda de cámara había entrado en la habitación.
Se esforzó por ocultar su inquietud al enterarse de que un señor deseaba verle y no había querido dar su nombre. Era tal vez algún acreedor de su esposa, que se valía de este medio para llegar hasta él.
—Parece extranjero—siguió diciendo el criado—, y afirma que es de la familia del señor marqués.
Tuvo un presentimiento Torrebianca que le hizo sonreir inmediatamente por considerarlo disparatado. ¿No sería este desconocido su camarada Robledo, que se presentaba con una oportunidad inverosímil, como esos personajes de las comedias que aparecen en el momento preciso?… Pero era absurdo que Robledo, habitante del otro lado del planeta, estuviese pronto á dejarse ver como un actor que aguarda entre bastidores. No. La vida no ofrece casualidades de tal especie. Esto sólo se ve en el teatro y en los libros.
Indicó con un gesto enérgico su voluntad de no recibir al desconocido; pero en el mismo instante se levantó el cortinaje de la puerta, entrando alguien con un aplomo que escandalizó al ayuda de cámara.
Era el intruso, que, cansado de esperar en la antesala, se había metido audazmente en la pieza más próxima.
Se indignó el marqués ante tal irrupción; y como era de carácter fácilmente agresivo, avanzó hacia él con aire amenazador. Pero el hombre, que reía de su propio atrevimiento, al ver á Torrebianca levantó los brazos, gritando:
—Apuesto á que no me conoces… ¿Quién soy?
Le miró fijamente el marqués y no pudo reconocerlo. Después sus ojos fueron expresando paulatinamente la duda y una nueva convicción.
Tenía la tez obscurecida por la doble causticidad del sol y del frío. Llevaba unos bigotes cortos, y Robledo aparecía con barba en todos sus retratos… Pero de pronto encontró en los ojos de este hombre algo que le pertenecía, por haberlo visto mucho en su juventud. Además, su alta estatura… su sonrisa… su cuerpo vigoroso…
—¡Robledo!—dijo al fin.
Y los dos amigos se abrazaron.
Desapareció el criado, considerando inoportuna su presencia, y poco después se vieron sentados y fumando.
Cruzaban miradas afectuosas é interrumpían sus palabras para estrecharse las manos ó acariciarse las rodillas con vigorosas palmadas.
La curiosidad del marqués, después de tantos años de ausencia, fué más viva que la del recién llegado.
—¿Vienes por mucho tiempo á París?—preguntó á Robledo.
—Por unos meses nada más.
Después de forzar durante diez años el misterio de los desiertos americanos, lanzando á través de su virginidad, tan antigua como el planeta, líneas férreas, caminos y canales, necesitaba «darse un baño de civilización».
—Vengo—añadió—para ver si los restoranes de París siguen mereciendo su antigua fama, y si los vinos de esta tierra no han decaído. Sólo aquí puede comerse el Brie fresco, y yo tengo hambre de este queso hace muchos años.
El marqués rió. ¡Hacer un viaje de tres mil leguas de mar para comer y beber en París!… Siempre el mismo Robledo. Luego le preguntó con interés:
—¿Eres rico?…
—Siempre pobre—contestó el ingeniero—. Pero como estoy solo en el mundo y no tengo mujer, que es el más caro de los lujos, podré hacer la misma vida de un gran millonario yanqui durante algunos meses. Cuento con los ahorros de varios años de trabajo allá en el desierto, donde apenas hay gastos.
Miró Robledo en torno de él, apreciando con gestos admirativos el lujoso amueblado de la habitación.
—Tú sí que eres rico, por lo que veo.
La contestación del marqués fué una sonrisa enigmática. Luego, estas palabras parecieron despertar su tristeza.
—Háblame de tu vida—continuó Robledo—. Tú has recibido noticias mías; yo, en cambio, he sabido muy poco de ti.