él mismo lo advertía perfectamente, y dedicó tenaces esfuerzos a la búsqueda de términos de convivencia que en la práctica hicieran justicia a la vez a los objetivos de aquella arcaica disciplina y a los de esas nuevas ciencias, pero eso no impedía que ese axioma en sí inobjetable no ofreciera una orientación tan precisa como él imaginaba a quienes intentaban aprender bajo su guía el oficio de historiador.
Todavía menos podía hacerlo desde que Fernand Braudel tomó a su cargo administrar la herencia de los Annales, porque Braudel nunca reconoció en los hechos que entre los de aquella y los de estas hubiese diferencias que necesitaran ser conciliadas, convencido como estaba de que la incesante fantasmagoría que despliega ante nuestros ojos la histoire événementielle sólo adquiere sentido (o quizá revela su total sinsentido) cuando el historiador la deja atrás para penetrar en capas más profundas de realidad, en las que puede por fin descubrir cómo funciona el mundo. La consecuencia fue que quienes hicimos nuestro aprendizaje de historiadores en esa escuela tuvimos que descubrir en qué consistía lo que ese axioma tenía de válido a través de nuestros primeros esfuerzos por aplicarlo en nuestro trabajo como tales, en mi caso en el estudio de la Valencia cristiano-morisca, y desde entonces trato de practicar mi oficio como en ese momento aprendí a hacerlo.
No tardé en acostumbrarme a la idea de que el proyecto cuyo fruto debía ser La era criolla me iba a llevar mucho más tiempo que el que Orfila me había concedido para concluirlo. Pero me resultó más fácil hacerlo porque en esos años en que bajo su gestión la editorial mexicana entró en una etapa de vertiginosa expansión, en que mientras daba aun mayor impulso al proyecto de actualización cultural, que la había definido desde su origen, le sumaba otro no menos ambicioso de exploración sistemática de la temática y la problemática hispanoamericana, el mismo Orfila desplegaba ante ese proyecto decididamente menor una curiosidad tan discreta que podía interpretarse como un gesto de mera cortesía (todavía en 1964, cuando en mi primera visita a México le comuniqué que el proyecto originario se había metamorfoseado en el que iba a dar fruto en Revolución y guerra, me manifestó con la misma cortesía su inmediato beneplácito y su disposición a darle un lugar en la colección “Tierra Firme”).
Ese era, por otra parte, el estilo de trabajo que me imponía la situación en que me encontraba, que me impedía consagrar en exclusiva períodos considerables de tiempo al trabajo con las fuentes. Pero me lo imponía con aún mayor fuerza la naturaleza del tema que había decidido abordar, que a diferencia del valenciano, centrado en un único proceso –sin duda complejo y multifacético, si bien avanzaba casi en vaso cerrado–, abordaba el entrelazarse de múltiples procesos desde la crisis final de un multisecular sistema imperial y su impacto tanto sobre el equilibrio étnico, económico y militar entre las regiones que había dominado –de Quito a Buenos Aires– como sobre el cambiante clima de ideas e ideologías que acompañó el tránsito de la autoridad de la monarquía católica a la de una veintena de estados sucesores, hasta el avance del nuevo orden económico y mercantil en el espacio atlántico en medio de una cada vez más acelerada modernización de las técnicas de transporte y comunicaciones de larga distancia, y todavía otros más. Se imponía entonces un trabajo preparatorio, que antes de armar la narrativa que debía dar cuenta del cambio que esos procesos así entrelazados habían introducido en el territorio en que iba a surgir la República Argentina exploraba cada uno de ellos por separado.
Así encaré esa tarea, y a partir de 1961 un par de publicaciones –en ese año un opúsculo que ofrecía un retrato todavía muy ortodoxamente braudeliano de El Río de la Plata al comenzar el siglo XIX, incluido en la serie de estudios monográficos publicados por el Centro de Estudios de Historia Social que Romero dirigía en la Universidad de Buenos Aires, y en el siguiente el libro Tradición política española e ideología revolucionaria de Mayo, que Eudeba incluyó en su colección “Biblioteca de América”– ofrecieron los primeros frutos de lo que estaba haciendo en ese sentido. Sin duda era este un modo de abordaje que multiplicaba las tentaciones de apartarme de la ruta en algún recodo del camino, y mientras la primera de esas publicaciones pudo ser integrada con apenas algunos retoques en el texto de Revolución y guerra, en el libro que publicó Eudeba mi exploración del tema avanzó mucho más allá de lo que hubiera sido estrictamente necesario en el marco del proyecto que no había renunciado a llevar a término.
Sin embargo, a esa altura ya me protegía del peligro de un descarrilamiento total una intuición acerca de lo que hace al que podríamos llamar camino argentino al estado-nación, tan distinto del de los otros estados sucesores; esa intuición, demasiado vaga para permitirme trazar una imagen suficientemente precisa de ese camino, me animó a continuar indagando en el tema, a lo que me estimulaba también la prédica de la corriente revisionista, que aunque no sugería respuesta alguna razonable tenía el indudable mérito de recordar machaconamente a los historiadores argentinos cuáles eran los problemas que hubieran debido interesarles.
Todavía me iba a llevar años descubrir que, para abordar ese enigma, debía reconocer el reemplazo del foco externo de desarrollo que desde la conquista española las regiones del Litoral e Interior que iban a ser argentinas habían encontrado en el altiplano minero por uno ultramarino, que vino a ubicar el centro de gravedad de la futura nación en las tierras bajas hasta entonces sólo parcialmente colonizadas, como, para decirlo con un giro entonces en boga, determinante en último término de ese vasto proceso. En 1960, cuando una de las becas del incipiente Conicet en el campo de las ciencias sociales y humanas me permitió pasar más de medio año en Londres y un mes adicional en París explorando el tema “Inglaterra en la sociedad y la economía argentinas (1780-1914)”, aunque la consulta de la serie documental del Foreign Office me persuadió de que tanto la imagen de la diplomacia británica propuesta por Charles Dickens en la descripción del Circumlocution Office por él incluida en Little Dorrit como en el siglo siguiente la implícita en el retrato del envoy extraordinary trazado por Evelyn Waugh en Black Mischief son menos calumniosas de lo que sugieren sus gruesos rasgos caricaturescos, y que los éxitos de sus diplomáticos debieron mucho menos a la diabólica astucia que los revisionistas gustaban de atribuirles que a las excelentes cartas que por más de un siglo tuvieron en sus manos, el decepcionante descubrimiento de la pobreza informativa que era consecuencia de esa insanable pereza intelectual (que hacía, por ejemplo, que con deplorable frecuencia los agentes consulares en Buenos Aires dieran por cumplidas sus obligaciones enviando copias de las noticias mensuales sobre entradas y salidas de barcos publicadas en español por La Gaceta Mercantil y en inglés por el British Packet) se vio más que compensado por la riqueza de otras fuentes que me permitieron, a más de alcanzar para mí mismo una imagen precisa de las variables modalidades de la inserción comercial y financiera primero de las Provincias Unidas y luego de la República Argentina en la nueva economía atlántica, exhaustivamente hasta 1880 y más episódicamente hasta el estallido de la primera Gran Guerra, examinar desde ángulos antes impensados algunas de las repercusiones directas e indirectas que las vicisitudes atravesadas por ese vínculo alcanzaron en las tierras del Plata.
Mientras tanto, y sin que necesitara para ello abordar programáticamente esa tarea, el paso del tiempo me dio crecientes oportunidades de integrarme en la cofradía de historiadores hispanoamericanos que encuadraban sus indagaciones sobre temas específicos en un marco que abarcaba el entero subcontinente, entre los cuales en la promoción a la que pertenezco y todavía en la siguiente no eran pocos los que como yo habían hecho su aprendizaje en la École bajo la imperiosa guía de Braudel. Tendrían que pasar todavía varias décadas para que los problemas vinculados con la formación de los estados-naciones surgidos del derrumbe de los imperios ibéricos dejaran de dominar la temática de esa cofradía. Por entonces, en medio de las más acerbas críticas al enfoque con que ese tema había venido siendo explorado a partir de la fundación de las historiografías nacionales de los estados sucesores, la nueva problemática introducida por el breve auge de la economía del desarrollo vino a confirmar la primacía de ese marco nacional al fundarla sobre nuevas bases; pero la visión más precisa del más vasto marco hispanoamericano en que esos procesos paralelos habían avanzado había introducido ya en el estudio de esa temática una dimensión comparativa que contribuyó en mucho a enriquecer la imagen de lo que hacía la peculiaridad de cada uno de ellos, y que desde luego dejó una fuerte marca en la narrativa desplegada en