hacia atrás, y se perdía en su cuello. En realidad nada había pasado, una sonrisa dibujada apenas y el zumbido intermitente de las cigarras.
El mundo había vuelto a brillar y frente a Eva el parabrisas quebrado le permitía ver la camioneta contra la que habían chocado, su ventanilla ahora vacía de la mujer con cabello de monja y filipina. Cerró los ojos pero recordó la descripción materna: su padre la había tomado de la mano antes de que los camilleros se la llevaran y Eva abrió los párpados pensando que podía haberse equivocado al rechazar la atención médica. Buscó el paquete con los panes y lo encontró, doblado e inútil junto a su bolsa manchada de sangre. Estiró el cuello para tratar de distinguirlo entre la gente.
—¡A! —lo llamó con aquella frente blanca y abultada —¡A!
Pero nada se movió sobre la superficie de la calle blanda.
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