rel="nofollow" href="#litres_trial_promo">Capítulo Siete
Si te ha gustado este libro…
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Capítulo Uno
–Por fin nos encontramos, señora Ford –Flynn Donovan clavó sus ojos oscuros en unos fantásticos, cautivadores ojos azules. Y, en ese instante, la deseó. Con una pasión tan absurda como inesperada.
La mujer pareció alarmada, pero después, enseguida, recuperó su aparente tranquilidad.
–Siento molestarlo…
¿Molestarlo? Danielle Ford irradiaba un atractivo sexual que lo tenía agarrado por… el cuello.
–Señor Donovan, me envió usted una carta exigiendo el pago de un préstamo que, según dice, mi marido y yo…
De repente, Flynn se puso furioso con ella por ser tan hermosa por fuera y tan deshonesta por dentro. Conocía bien a ese tipo de mujer. Robert Ford le había dicho que su esposa era una fantástica actriz y que, con su aspecto «inocente», podía sacarle a un hombre todo lo que tuviera.
Él no era tan tonto como para creer todas las cosas que decía Robert Ford, pero una mujer que había estado casada con ese tramposo tenía que ser una tramposa también.
–Se refiere a su difunto marido, supongo.
–Mi difunto marido, sí –asintió ella–. Sobre esa carta… dice que le debo doscientos mil dólares, pero no sé a qué se refiere.
–Venga, señora Ford. Lo que ha pensado es que podría convencerme para no pagar la deuda que tiene contraída con mi empresa.
Danielle Ford parpadeó, confusa.
–Pero es que yo no sé nada de esa deuda. Tiene que ser un error.
¿Y él tenía que creer eso?
–No se haga la tonta.
Sus mejillas se cubrieron de rubor, dándole un aspecto inocente. O culpable. Aunque una persona solo podía sentirse culpable si tenía conciencia. Y dudaba de que aquella mujer la tuviera.
–Le aseguro que no me estoy haciendo la tonta, señor Donovan.
–Su marido nos aseguró también que nos pagaría el dinero que le prestamos –Flynn empujó unos papeles hacia ella–. ¿No es esta su firma, al lado de la firma de su marido?
Ella dio un paso adelante para mirar el papel y se puso pálida.
–Parece mi firma, pero…
«Ah, ahora va a decir que ella no lo ha firmado». Robert tenía razón sobre su mujer. No iba a admitir nada, ni siquiera teniendo enfrente la prueba de su culpabilidad.
–Es su firma, señora Ford. Y me debe doscientos mil dólares.
–Pero yo no tengo ese dinero.
Flynn lo sabía. Después de una exhaustiva investigación había descubierto que tenía exactamente cinco mil dólares en una cuenta allí, en Darwin. El resto eran cuentas vacías repartidas por toda Australia. Y empezaba a sentir pena por el pobre hombre que se había casado con ella.
Claro que era preciosa.
Y ese cuerpo…
Flynn admiró el sencillo vestido rosa con chaqueta a juego y las torneadas piernas.
Bonitas.
Muy bonitas.
Estaría muy seductora en una bañera llena de espuma, con una rodilla levantada, el agua cubriéndole justo a la altura del pecho. La imagen lo excitó sobremanera. Sí, necesitaba una mujer, pensó.
Aquella mujer.
–Entonces quizá podamos llegar a un compromiso –dijo, echándose hacia atrás en el sillón.
–Quizá podría pagarle poco a poco. Tardaré algún tiempo, pero…
–No es suficiente –la interrumpió él. Solo había una manera de pagarle.
–¿Entonces?
–Tendrá que ofrecerme algo mejor.
–No le entiendo…
–Es usted una mujer bellísima, señora Ford.
Ella levantó los ojos un momento y Flynn vio el latido de una venita en su cuello.
–Soy viuda desde hace dos meses, señor Donovan. ¿Es que no tiene usted vergüenza?
–Aparentemente, no –contestó él.
–Pero debe decirme cómo puedo pagarle. Ahora mismo no tengo dinero.
Ah, sí. Dinero. Eso era lo único que le importaba.
–Lo siento, pero no voy a darle un céntimo hasta que me haya pagado el total de la deuda.
–¿Darme dinero? Yo no quería decir…
–Sí quería decir.
Ella