Bruno Padín Portela

La traición en la historia de España


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mejor e vale más»[6]. García abandona el castillo del abad Don Juan y se pone a las órdenes de Almanzor, a la vez que se convierte al islam y adopta el nuevo nombre de Zulema.

      Vemos claramente que el destino del hijo de Zeus era destronarlo, y es por ello que ni siquiera llega a nacer. Aunque quizá el caso más conocido sea el de Edipo. Layo, su padre, había recibido del oráculo de Apolo la advertencia de que no debía procrear porque eso sería ir contra la voluntad de los dioses. Layo ignoró el consejo y estando ebrio se unió a su esposa Yocasta, concibiendo a Edipo. Por temor al augurio del oráculo Layo decidió agujerearle los pies con anillos de oro y arrojarlo al monte Citerón. Después, Edipo mató a su padre y desposó a su madre.

      El verdadero problema no es que Layo hubiese abandonado a su hijo, sino haberlo generado contra el consejo del oráculo. En el caso de García sucede lo mismo y la explicación de que se convierta al islam e intente después matar a quien lo acogió debemos buscarla antes de que naciese. Si seguimos este esquema García no tendría culpa alguna, porque era un ser que no contaba con la bendición del Señor; estaba condenado de antemano. La estructura no es totalmente análoga, pero sí comparte ciertos rasgos. García no yace con su madre, aunque es cierto que su concepción en situaciones nada deseables provoca en él la intención de matar no a su padre, sino al que lo adopta y consideraba como tal, es decir, el abad.

      El caso de Judas es interesante porque su protagonismo en época medieval no se limita exclusivamente al origen incestuoso dado por Jacobo de la Vorágine, sino que su figura también es relevante en tanto que modelo arquetípico de traidor, al haber entregado a Jesús a cambio de treinta monedas de plata. Si revisamos lo que los Evangelios dicen sobre el incesto, veremos que son taxativos. En el Levítico se puede leer: «La desnudez de tu hermana, hija de tu padre o hija de tu madre, nacida en casa o nacida fuera, su desnudez no descubrirás» (Lv 18:9). Y dos capítulos más adelante, «que cualquiera que tome a su hermana, hija de su padre o hija de su madre, y vea su desnudez, y ella vea la suya, es cosa execrable, por tanto, serán excomulgados de entre los hijos de su pueblo; descubrió la desnudez de su hermana; su pecado llevará» (Lv 20:17).

      La dureza con la que debían ser castigados los incestuosos es evidente, aunque encontramos excepciones en algún padre de la Iglesia, como san Agustín. En su De civitate Dei recoge que los hombres, en los orígenes, tuvieron que tomar forzosamente por esposas a sus hermanas porque no cabía otra alternativa, al descender de Adán y Eva: «Y esto, cuanto más antiguamente se hizo a exigencias de la necesidad, tanto más condenable se trocó después con el veto de la religión» (De civ. Dei. XV, 16, 1). Dejó de suceder, de acuerdo con san Agustín, cuando los seres humanos fueron más numerosos y pudieron tomar por mujeres a personas que no fuesen hermanas. Entonces, quien siguiera cometiendo incesto, sería culpable de un crimen horrendo.