nuestro corazón; o, de otro modo, cuánto más blandengue parece nuestro mundo, más se globaliza la indiferencia y sufre sus consecuencias. Decía él que «si un médico pincha a alguien en el pie lo hace para ver si tiene sensibilidad, si no se ha esclerotizado». Lo mismo que para la salud del cuerpo vale para el espíritu, y para la Iglesia en cuanto Cuerpo Místico: ¿Cómo revitalizar miembros anquilosados por falta de la verdadera misericordia? Conocer y dar a conocer, recibir y transmitir esta “entrañable misericordia de nuestro Dios” (Lc 1,78), ciertamente, le tenía hechizado.
Misericordia, dice Rivera, «es una manera de amar, la propia de un corazón (cor) que carga con o se hace cargo de la miseria (miser) de aquel a quien ama». Como Dios ama a todos, carga con la miseria de todos y cada uno; y, por tanto, se inclina, se vuelca, con firmeza viril y entrañas maternas, sobre toda miseria. «¡Y se complace en ello!» Dios no tiene que hacer una especie de esfuerzo para cargarse de nuestras miserias, o para perdonar. Nosotros, en cambio, solemos decir: “¡cómo me lo vuelvas a hacer, te vas a enterar!”, mientras que Cristo lo que nos dice es: “vete y no peque más” (Jn 8,11); es decir, derrocha misericordia complaciéndose en ello.
San Bernardo decía que “causa diligendi Deum, Deus est; modo, sine modo diligere”5 (la causa de amar a Dios, Dios mismo es; el modo, sin medida). Por eso, no hay manera de dominar o domesticar a Dios, ya que es semper maior; y por eso, siempre nuevo y sorprendente. El pueblo de Israel tendía a hacerse una imagen de Dios, un dios domesticable, llegó a fabricar –con la generosidad de todos– un becerro de oro, pero Moisés lo hizo polvo y se lo hizo tragar al pueblo disuelto en agua (cf. Éx 32,20). De alguna manera, fue ya un primer cáliz, el de beberse la idolatría, porque en sus moldes no cabe el Dios vivo y verdadero, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Porque deformaba la verdad de la misericordia de Dios.
Don José vive en la misericordia de Dios, vive realmente de ella, y la recibe en actitud contemplativa. Sí, sin contemplación no hay participación. Como de la misericordia va a tratar en muchas charlas de Cuaresma, el nexo misericordia-oración, así como misericordia-ayuno/limosna, lo va a encontrar servido en la Liturgia, desde donde afrontará la predicación, el trato personal propio de la actividad pastoral.
Una imagen tomada del Nuevo Testamento, en concreto del Benedictus, nos ayuda a entenderlo mejor: “por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el Sol que nace de lo alto” (Lc 1,78). Contemplar el sol es ya dejarse iluminar y tostar por él; contemplar a Dios es dejarse comunicar su amor. ¿Cómo si no entender lo que nos dice Cristo: “Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos (…) Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,44-45.48)? Nosotros, si pudiéramos controlar el sol, seleccionaríamos a quiénes darles calor y a quiénes no. Por el pecado original tendemos a estrechar el amor (a este sí, a estos no…): «¿cómo voy a querer a esta gente, con lo que me han hecho? Estoy justificado porque llevo razón, es que…». Es que no les miro aún desde Dios. Pues la razón de la razón es el amor, sin medida. El logos y el ágape. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no dejan de darse, devolverse y recibirse el uno al otro eternamente. Ése es el abismo de generosidad. Don José no lo deja de contemplar, vive ahí. Lo dice muchas veces: «vivo en la generación eterna del Verbo», de donde arrancan todas las virtudes. Es más, la virtud que no arranca de aquí no puede pretender esta universalidad e intensidad sin excepciones, propias de Dios. Porque le faltaría fuerza. Depende de la fuerza del principio, que es la generación eterna del Verbo. Si quieres alcanzar tu fin has de vivir conforme a tu principio.
Si nos deja boquiabiertos ver cómo una madre quiere a su bebé, ¿cómo nos dejaría ver cómo el Padre está eternamente amando a su Hijo, dándose a Él, y el Hijo al Padre, en el Espíritu Santo? ¡Un abismo de generosidad! Nuestras reacciones carnales suelen ser: «es que no puedo perdonar», «setenta veces siete, me parece injusto», «es muy difícil, es imposible», etc. Claro, sin la Trinidad es imposible. Así es Dios con nosotros. Y cuánta falta nos hace contemplarlo. Cómo admiraba lo que había experimentado Santa Teresa de Jesús: “Con regalos castigabais mis delitos”6. Solo por participación en la misericordia del Padre somos capacitados para esta irradiación perfecta del amor: universal en cuanto a la extensión, extrema en cuanto a la intensidad. Ahí nos jugamos nuestro ser y vivir como hijos de Dios. Aunque sea un poco largo, merece la pena que leamos este texto de sus diarios:
“La fórmula de la absolución actual: Dios todopoderoso…: acción del Padre: todopoderoso, creador, misericordioso: su amor se vuelca sobre los inferiores, en cuanto creaturas, en cuanto pecadores. Con todo el interés –el amor– que se ha manifestado en la entrega de su Hijo al mundo. Y a mí me alcanza de lleno ese amor por hijo concreto, personal, individual, y por apóstol, por hombre, de cuya correspondencia, de cuya fidelidad a la gracia depende, de hecho, la salvación y santificación de muchísimos otros. Innegable la alteza a que me llama. No pone deseos que no quiera satisfacer. (…) Buena experiencia tengo acumulada de que el soplo del Espíritu arrebata de mi horizonte cualquier nube de deseos y pensamientos, sin esfuerzo ni dolor por mi parte, siempre que quiere hacerlo. Confianza. Porque lo que me ofrece este Padre omnipotente es su vida, su propia vida divina como perdón, es decir, como don reiterado. Los pecados pretéritos han ido construyendo en mí un vacío de energías, que debería haber recibido al acoger sucesivamente durante años y años las comunicaciones vitales ofrecidas; y han ido levantando hábitos, maneras naturales pecaminosas, que obstaculizan el ejercicio de la vida, que de todas maneras poseo. Pues bien, el perdón del Padre creador, omnipotente, consiste en crear ahora la gracia antes brindada y no admitida. Y a la par, en destruir esas edificaciones de apegos, levantadas trabajosamente por mí en tantos años. Cuanto más dispuesto acuda al confesionario, más pronto realizará el Padre su amorosa tarea. Notar que este perdón, por venir de Dios, «rico en misericordia», es decir, infinitamente misericordioso, se abate sobre «todos mis pecados», que no hay rincón de mi espíritu, de mi cuerpo, donde pueda quedar construcción alguna perniciosa; que no hay vacío que no alcance su obra plenificadora. Sí, muy enfermo, pero ante un médico omnisciente y todopoderoso.
Y la intervención de Cristo, del Esposo. Notar en mí mismo esta facilidad no ya para perdonar, sino para no pensar que perdono si alguien me ha dañado en algo. Notar mi estupefacción cuando ciertas personas me han pedido perdón algunas veces. Pues en realidad, yo no me siento ni siquiera devolviendo, puesto que mi amor ha quedado ofrecido, ellas no lo han acogido, ciertamente, pero yo no lo he retirado de su contorno. Permanece junto a ellas, como ofrenda que las penetrará en cuanto levanten la actitud obstructora… Y Él, el que me ama hasta la muerte, ¿cómo habría retirado su amor de mí?”7.
Que Dios “ve porque ama y ama a pesar de lo que ve”8, es una realidad sublime, fuente de verdadera vitalidad para el ser humano; y esto, a don José le venía al pelo. Cuanto peor fueran las circunstancias, como no deja de contemplar la intención y poder de la Trinidad, más ama, a pesar de lo que ve. Por tanto, no se trata de ser misericordiosos como a nosotros nos gusta, o como al mundo le gusta, o como al destinatario le gusta, sino como la fuente de misericordia es; y entonces, de lo que se trata es de arrimarse. ¡Arrímate! ¡Júntate a la fuente!, que te irá llenando, te contagiará. ¡Ponte bajo el sol! No cuesta tanto. ¿Cómo va a ser tan complicado esto de ser cristiano? ¡Es un gozo recibir! El gozo de dejarte envolver, inundar y transformar por la misericordia de Dios. Quienes así lo han vivido nos muestran que el sujeto agente de la santidad es la misericordia: «Si llego a santo, ¡qué ejemplo de la misericordia de Dios!».
Esta misericordia divina, y no una caricatura de ella, contemplada así, nutre la esperanza. De hecho, el que ora crece en esperanza, ve toda situación como realmente superable, “contra toda esperanza” (Rm 4,18); y “quien ora no pierde nunca la esperanza”9. Sin esperanza uno dice «¿para qué voy a rezar?». Es la única condición para recibir las maravillas de Dios:
“Las maravillas divinas no solamente no se desvanecen, sino que se multiplican. Mas la condición única, real, es la esperanza. La contemplación incesante, (…) nos arrebata hacia el Salvador que las realiza, y nutre la esperanza, (…) Pero apenas las contemplamos… Las empresas suyas… (…) La esperanza es ya maravilla en sí misma. (…) Cada persona es apenas lo bastante para