José Rivera Ramírez

La urgencia de ser santos


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con vosotros hasta la consumación de los siglos” y estaré como el que os envía. “Cristo vive en mí” y “el que permanece en mí y yo en él ese da mucho fruto”. Es una permanencia de Cristo y Cristo actuando. Aunque yo estoy pensando en vosotros como ministros, esto se da en cualquier bautizado, con matices diversos. Esta continuidad, como recuerdo siempre, se refiere a cada momento, de manera que siempre la actividad gratuita de Cristo es preveniente; antes de que nosotros podamos hacer algo, Cristo nos mueve a que lo hagamos. Esto en todo.

      Cristo llama continuamente

      Y es continua en el sentido de que no se acaba nunca. El deseo de Cristo no se acaba nunca porque en el cielo prosigue, aunque allí ya no hay problema, ya no hay peligro de que no nos dejemos mover. Pero quiere decir también que, en la tierra, esté uno en la situación que esté, Cristo le sigue llamando; de manera que, [por ejemplo] nos llaman a dar la unción (ya la van a dar al mismo tiempo que el bautismo, porque el bautismo cada vez lo atrasan más y la unción la empiezan a dar antes, de manera que llegaremos a que a los quince años se dé todo junto y luego ya no hay nada que hacer...); por el momento, si nos llaman a dar la santa unción a un enfermo –porque a veces se da a los enfermos todavía– y está el hombre realmente apartado, objetivamente hablando, en peligro de irse inmediatamente a la gehenna, y además de prisa..., no tenemos que acudir [sólo] a ver si lo salvamos; tenemos que acudir para que Dios le perdone, para que Cristo, de alguna manera, le dé la plenitud de la santidad a la que le había llamado, porque Cristo sigue llamando. De modo que, la llamada de Cristo, mientras estamos en condición terrena, o en condición de purgatorio o en condición celestial, es continua, eterna; únicamente si la rechazamos hasta el último momento de nuestra existencia en condición terrena, y nos vamos al infierno, se interrumpe.

      Contemplar el amor de Cristo en esta llamada

      Aquí lo que me parece que hay que meditar un poco, en primer lugar, contemplarlo, porque creerlo ya lo creemos, es lo que significa el amor de Cristo, del Padre y del Espíritu Santo, que quieren mantenernos en esta intimidad, a nuestra manera, es decir, progresiva. La Virgen es llena de gracia, pero una plenitud de gracia que va progresando; en nosotros también va progresando; la diferencia, aparte de otros aspectos muy importantes, es que en la Virgen no tiene el carácter de perdón, porque en la Virgen era progresiva ya en esta condición terrena pero no era falible, mientras que nosotros somos progresivos y falibles y fallamos. Ciertamente, esta continuidad de la llamada de Cristo, progresiva, tiene el aspecto de que nos hace progresar perdonándonos las desatenciones anteriores. Pero tiene que ser de tal forma que estos fallos queden inmediatamente, o bastante por lo menos, enjugados por la acción gratuita del perdón de Jesucristo. Contemplar, pues, este amor de Cristo, ver si nos lo creemos, para nosotros y para los demás.

      La atención a Cristo que se nos comunica

      Nosotros podemos fallar –examinémonos– por falta de atención a Cristo. No es una atención continuamente refleja y angustiosa, porque esto no sería atender a Cristo; el que se angustia –dejando las angustias patológicas que no son culpables, claro– pensando en cómo sé lo que dice Cristo, es que no sabe todavía quién le está hablando; Cristo se expresa muy bien; nosotros mismos ya sabemos expresarnos, cuando queremos una cosa ya sabemos decirla. Por muy como niños que nos hagamos... Jorge tiene año y medio y no sabe hablar pero lo que quiere ya se lo expresa... Jesucristo se expresa perfectamente, por tanto, no hay que estar nervioso a ver qué dice. Hay que atender; en los salmos decimos, muchas veces, que estamos así como los ojos de los esclavos están fijos en el señor, pero estamos fijos en el Señor que precisamente me ama con esta intimidad.

      Esta atención, naturalmente, sabe también –cada vez con más espontaneidad, con más certeza– cuáles son los signos por los que actúa Jesucristo: es la Palabra, la liturgia, que [nos] dice bastante, al cabo de cada día, a nosotros; es la obediencia; la liturgia, tomando la Palabra de Dios con toda la confianza, tomándola en serio; con la actitud de que no vamos, de golpe, a entenderlo todo, pero que no nos pase como a los apóstoles que lo oían y no lo entendían tantas veces; nosotros hemos recibido ya el Espíritu Santo; por lo menos unas equivocaciones tan gordas como las que tenían los apóstoles, que les habla de la levadura de los fariseos y se ponen a decir que no tienen pan... sandeces por el estilo, esas no debemos tenerlas nosotros ya que hemos recibido al Espíritu Santo, y ellos todavía no lo habían recibido. Pero incluso las faltas de entendimiento, démonos cuenta de que, generalmente hablando, en nuestro caso –el de nuestros feligreses o personas seglares puede no ser culpable–, algo de culpabilidad tiene que haber ya.

      Me pregunta uno, al salir de clase:

      –“Y un cura que dice “yo tengo derecho natural a casarme, es así que el Papa no me permite casarme, luego yo tengo derecho natural –que es anterior– a desobedecer al Papa; por tanto, como tampoco el gobierno español me deja casarme (porque no había matrimonio civil todavía en aquel momento) pues entonces me junto y ya está...”

      –Le digo que hay dos cosas: una, que haya sido muy infiel a la gracia de Dios; para que Dios permita esa falta de inteligencia, hace falta haber rechazado mucho la gracia o, [dos], que esté como una “cabra”...

      Cuando vemos que nos hemos equivocado de una manera ya tan gruesa o parecida, démonos cuenta de que estamos como unas cabras o que estamos en una actitud de infidelidad a la gracia de Dios.

      Démonos cuenta de muchas incertidumbres que tenemos; si humildemente reconocemos: “aquí o estoy yo especialmente atontado o es que ciertamente no atiendo lo suficiente a la palabra de Dios”, esta humildad me está disponiendo a recibir lo que me falta sencillamente. Pero lo trágico es que nos vamos embotando en una no inteligencia de la Palabra de Dios; que nos vamos embotando no cabe duda, no hay más que oír a la gente hablar, y “la gente” estoy pensando, sobre todo en curas, y si queréis en obispos –y no pasa nada porque queráis–, pues están haciendo interpretaciones del evangelio que son verdaderamente de una falta de inteligencia tremenda. Es imposible que Cristo no les quiera iluminar.

      Es evidente que una persona que está acostumbrada –vosotros en esta época no lo habéis conocido, pero yo sí– cuando, por ejemplo, se rezaba el breviario sin fallar ni un solo día... En una tanda de ejercicios un sacerdote se convierte –hay gente que se convierte–, se convierte porque vivía en pecado y el hombre, después de acusar una vida de sacrilegios a todas horas, entre otras muchas cosas dice que ha dejado de rezar el breviario tres veces en cinco años... ¡actualmente eso es para canonizarlo...! Todavía en aquella época era una tercera parte más largo que ahora... Pero, ¿cómo se rezaría? ¿Qué actitud ante la Palabra de Dios puede tener una persona que la reza todos los días y ningún día le da por convertirse? Quiere decir que lo está rezando con un embotamiento impresionante, que no se entera de nada de lo que le dice nuestro Señor. Esto es perfectamente posible.

      Y sin llegar a eso de vivir en pecado mortal, puede vivir en gracia de Dios, pero en gracia de Dios [de tal manera] que uno piensa: éste está en gracia de Dios porque aquí hay un misterio y Dios sabrá, pero el que objetivamente está viviendo con tal situación de pecado de omisión... la frase de san Juan: “el que teniendo bienes de este mundo y ve a su hermano padecer necesidad y le cierra las entrañas, ¿cómo diremos que la caridad de Dios habita en él?” .... Y si la caridad de Dios no habita en él es que está en pecado mortal. Este es nuestro lenguaje. Desde luego, así hay un montón de gente y comulgan todos los días