Allegra Álos

Fuego amigo, amor enemigo (Ganadora VIII Premio Internacional HQÑ)


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de los dos, si una familiar figura envuelta en un abrigo enorme no hubiera entrado en tromba en el patio.

      –Lucía. –Amalia llevaba puesta la capucha ribeteada de piel y manoteaba furiosamente para apartarla–. Lucía, cariño, ¿dónde puñetas dejas el móvil? Llevo llamándote un buen rato. –Se paró en seco al ver a Larraz allí plantado, pero no reculó. Debíamos de componer un bonito conjunto: idiotas bajo la tormenta–. ¿Quién es este?

      Amalia se situó junto a mí con aire protector, dispuesta a saltar sobre el desconocido a una señal mía. Como si fuera posible que, ni siquiera entre las dos, pudiéramos hacer algo en el supuesto de que aquel hombre constituyera una amenaza física real, pero siempre me había gustado la confianza de Amalia.

      –El señor ya se iba –dije tratando de no traslucir la tensión que me tenía paralizada–. Y sabe perfectamente cómo llegar a la carretera.

      Amalia nos miró alternativamente a uno y a otro con una sonrisa traviesa en los labios, como si fuera portadora de un secreto muy divertido que dudara en compartir con nosotros.

      –Pues a mí me parece que no se va, a menos que haya venido volando –dijo al fin, socarrona–. Precisamente por eso he venido, cariño. Para avisarte de que las carreteras están cortadas desde ya por riesgo de alud, y que nos quedamos aislados. Alberto viene de camino desde comandancia, pero no dejarán circular más vehículos. Las temperaturas bajarán tanto esta noche que se congelará la nieve y será imposible circular.

      –Ay, Dios –musité incrédula sin prever todavía el alcance de sus palabras.

      –Y no sabemos por cuánto tiempo estaremos aislados –continuó Amalia–, porque no hay previsión de que la nieve pare en los próximos días. Así que necesitarás tener el teléfono cargado y velas a mano por si nos quedamos sin electricidad. Ya te iré contando.

      –¿Y Alberto va a poder dejar la comandancia?

      Amalia se sonrojó. Alberto era el responsable de aquel cuartel de montaña, y de hecho había conocido a Amalia cuando le ascendieron. Había querido reunirse con los alcaldes de los pueblos que iban a quedar bajo su jurisdicción para conocer de primera mano las necesidades de los habitantes de la montaña, un medio en el que tenía experiencia por sus años como rescatador, pero cuya forma de vida le era ajena. Y allí, sentada muy tiesa en la mesa de reuniones de su despacho junto con otros cinco señores de edad respetable, estaba Amalia con su vestido de los domingos y un cuaderno de anillas en el que había hecho varias listas de quejas, sugerencias y proyectos varios. Fue amor a primera vista. Al menos a primera vista de él, que se tuvo que trabajar mucho el orgullo herido y el resquemor de mi amiga hacia cualquier cosa que se moviera dentro de unos pantalones.

      –Sí… –titubeó Amalia–. De hecho es aquí donde debe estar. Tiene una segunda muy competente con la que estará continuamente comunicado.

      Miré a Larraz, que seguía imperturbable nuestra conversación, como si la noticia de Amalia no fuera con él. Aunque sí que iba.

      –Así que –continuó Amalia– el Geyperman se queda. La cuestión es dónde.

      Capítulo V

      Ciclogénesis

      Desperté sobresaltada, pero no al estilo de las películas. Me limité a abrir los ojos como platos respirando agitadamente mientras pugnaba por librarme de los restos de la pesadilla, reacia todavía a abandonar el cálido abrazo de las mantas. En mi cerebro no dejaba de oír aquel disparo.

      En el fondo sabía que tras la muerte de Jairo las cosas no harían sino precipitarse hacia el desastre. Lo mejor hubiera sido contar todo lo que había pasado desde el principio porque ahora sí que no podía correr a la policía pidiendo clemencia y alegando defensa propia o ajena: nadie iba a considerarme una heroína y nadie podría atestiguar lo contrario. Justo ahora que Solí me había ofrecido un puesto que podría reconducirme hacia la autoestima perdida, me veía envuelta en un homicidio. Una voz insidiosa me susurró que precisamente otro homicidio era el que me había conseguido el puesto. Bufé de impotencia y me zafé de las mantas, pero antes de poner los pies en el suelo unos ruidos en la casa me espabilaron de golpe como si me hubieran pinchado con alfileres.

      Luego recordé a mi forzoso invitado y todavía me enfadé más. ¿Sería posible que estuviera trajinando en una casa desconocida como si tal cosa? Era el colmo de la desfachatez. Amalia y yo habíamos discutido largo y tendido sobre el lugar más adecuado donde alojar a Larraz mientras este nos contemplaba en silencio sentado en mi sofá. Al final yo había perdido y Amalia se había largado dejándome a solas con él. Resoplé. En lugar de relajarme y prepararme para mi nueva vida, tendría que pasarme los próximos días midiendo mis palabras y poniendo cara de póker cada vez que el inspector más insistente, impertérrito y pertinaz de todo el cuerpo de policía sacara el aciago tema del asalto a Swiss&Co. Me propuse ser prudente hasta la extenuación, más que una santa y mártir en la arena del circo romano, dispuesta a morir entre las fauces de un león agarrada a mi versión como si fuera mi nueva fe. “Ya”, me dijo la vocecita de mi cabeza que siempre estaba dando por saco, “como si alguien pudiera permanecer inmóvil mientras un león le babea encima. Mejor harías en correr, coger un avión y desaparecer en algún país sin extradición por si acaso”. Pero de momento no podía ni salir de aquel pueblo.

      Me vestí con renuencia para enfrentarme a Larraz. Tener un invitado en casa me obligaba, a mi pesar, a guardar un poco las formas, aunque lo que en realidad me apeteciera fuera quedarme en pijama en el sofá, arrebujada en la horrible manta de ganchillo, y contemplar la filigranas del fuego con la mente en blanco, durmiendo a intervalos mientras el viento ululaba más allá de las ventanas y el mundo exterior y sus miserias se quedaban cada vez más lejos en mi memoria.

      En el salón la estufa de hierro estaba bien cargada de troncos, y derramaba su agradable calor por toda la estancia. Me llegó el olor a café recién hecho, pero más dulce y aromático, con un tinte exótico que no pude identificar. Larraz estaba en la cocina. Una vieja cafetera de hierro borboteaba al fuego mientras el líquido hirviendo subía desprendiendo aquel aroma intenso que me estaba provocando la salivación de un enorme cretáceo.

      Contemplé al inspector mientras rebuscaba en los anaqueles de madera, ignorante de mi presencia adusta en el quicio de la puerta del salón, Larraz se movía por mi cocina como si fuera suya, aunque en realidad, pensé, para ser justa cabría decir que no era la cocina de ninguno de nosotros. La leve cojera que había apreciado la tarde anterior cuando al final le hice pasar a mi salón no parecía mermar su agilidad. Llevaba un grueso jersey de cuello alto en color crema y unos vaqueros que marcaban su retaguardia como un guiño travieso. Amalia había prometido que se encargaría de proveerle de ropa de repuesto y de todo lo que necesitase por cortesía de Alberto. Recorrí con una punzada de nostalgia las piernas largas, la espalda contundente y las formas que se presumían bajo la ropa

      –Buenos días.

      Larraz se volvió con la suavidad elegante de un gato desperezándose sobre un almohadón y yo sentí que la saliva se me hacía una bola en la garganta al pensar que, solo a lo mejor, el inspector había sido plenamente consciente de mi presencia y de la forma en que había repasado las partes invisibles de su cuerpo con mi imaginación.

      –Buenos días –contesté tratando de que no se me notara la turbación en la voz.

      –Buscaba el azúcar. No sé cómo te gusta el café –dijo con una media sonrisa al tiempo que llenaba dos tazas de loza blanca con un líquido humeante y oscuro.

      Me adentré en la cocina, que de pronto se me antojó demasiado pequeña pese a que no lo era.

      –No tomo azúcar con el café, pero creo recordar que hay un tarro en ese armario de ahí.

      –En ese caso los dos sin azúcar.

      Me acercó una taza y ambos nos sentamos en la mesa de la cocina. El inspector apretó la mandíbula al hacerlo y vi cómo su mano derecha se dirigía instintivamente a la pierna derecha. El frío no debía de sentarle nada