Lorrie Moore

¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?


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      ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?

      LORRIE MOORE

       Mi infancia no tuvo narrativa; todo era apenas una combinación de aire y falta de aire: esperar que la vida empezara, que el cuerpo creciera, que la mente se volviera temeraria. No había historias ni ideas, no todavía, no realmente.

      Berie y Daniel están de viaje en París. Son un matrimonio anquilosado, comparten una serie de instrucciones implícitas que intentan evitar peleas, o al menos mitigarlas. En una cena, entre bocados de seso y copas de vino, mucho vino, Berie intenta recordar, como si existiera una suerte de reflejo proustiano, su adolescencia en Horsehearts, la casa invadida por exóticas visitas, la estricta convivencia con sus padres y su querido hermano Claude, su trabajo como cajera en el parque de diversiones Storyland y, sobre todo, su amistad con la encantadora Silsby Chaussée.

      Con un sagaz sentido del humor, Lorrie Moore construye una historia conmovedora que se detiene en el momento exacto en que una niña se convierte en mujer, ese tiempo en el que todo es una posibilidad y la amistad dura para siempre.

       El clima de melancolía que evoca Moore con tanta naturalidad sería insoportable si la escritura no fuera tan inspiradora. En mi opinión, hoy es la mejor escritora estadounidense de su generación.

      NICK HORNBY, The Sunday Times

      ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?

      LORRIE MOORE

      Traducción de Inés Garland

Eterna Cadencia Editora

      Índice

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        Dedicatoria

        Epígrafe

        ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?

        Sobre la autora

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        Créditos

      Para MFB

      ¡Qué vulgar!, igual que una rana, el verano entero gritando tu nombre.

      EMILY DICKINSON

      Agradezco que esta laguna haya sido creada profunda y pura para un símbolo.

      HENRY DAVID THOREAU, Walden

      Bien corrido, Tisbe.

      WILLIAM SHAKESPEARE, Sueño de una noche de verano

      Por su atención y su apoyo me gustaría agradecer a la Fundación Guggenheim, a la Academia Americana de las Artes y las Letras, a la Universidad Brandeis, al Consejo de las Artes de Wisconsin y a la Universidad de Wisconsin.

      Por su trabajo y su aprobación, mi más profunda gratitud a Nancy Mladenoff.

      En París comemos sesos todas las noches. A mi marido le gusta esa mousse etérea y con olor a pescado. Son como frutos de mar, piensa, encerrados y apretados en el cráneo, como criaturas con caparazón que saltaron para liberarse de las oscuras cuevas del océano, y fueron asesinadas por la luz; se volvieron húmedas y pegajosas de tanto refugiarse para proteger su vulnerabilidad, de tantas noches de ensoñaciones. Yo, por mi parte, estoy comiendo para recordar.

      –El césped del vecino siempre es más verde –dice Daniel, mi marido, con el dedo levantado, como si el pensamiento le hubiera venido de los cervelles–. Recuerda a la bestia que comes. Y ella se acordará de ti.

      Estoy esperando algo proustiano, toda esa infancia olvidada. Los aplasto contra el techo de mi boca, los derrito, espero que algo se dispare en mi mente, por empatía o química con alguna estampida de proteínas. La tempestad en la taza, el tifón en la trucha; hay vino, y bebemos mucho.

      Nos sentamos al lado de personas que nos muestran fotos de sus hijos guardadas en las billeteras.

      –Sont-ils si mignons! –digo. Mi marido arma comentarios en su propio dialecto. Nosotros, nuestros, no tenemos pequeños. No sabe francés. Pero estudió español alguna vez, y ahora, con una fortaleza triste, le habla de nuestra falta de hijos a la pareja de al lado.

      –Pero –agrega, pensando con cariño en nuestro gato– tenemos un grande gato en casa.

      –Gâteau quiere decir “torta” –susurro–. Les acabas de decir que tenemos una torta grande en casa.

      No sé por qué siempre saca conversación con los vecinos de mesa. Pero lo hace, piensa que es amable y educado en lugar de torpe e irritante, que es lo que pienso yo.

      Después vamos siempre a la misma chocolatier a comprar trufas al whisky. En las trufas sí se siente la tormenta atrapada, una tormenta tibia bajo la lengua.

      –¿En qué aggrandizement estamos? –pregunta mi marido.

      –¿En qué “aggrandizement”? –digo–. No sé, pero creo que estamos en uno de los grandotes.

      Mi marido pronuncia tirez como si fuera español, père como si fuera pier. La forma cariñosa en que lo imito pasa por alto las maneras en que siento su falta de amor por mí. Pero estamos arreglándonos bastante bien. Nos tocamos la manga el uno al otro. Nos decimos: “¡Mira eso!”, tratamos de que nuestras miradas se fundan, nuestras mentes se vuelvan una. Estamos en París, con su mazapán perfecto y su luz, su vaho a cloaca y su Estado policial. Con mi cadera dolorida y sus arcos vencidos (“orgullo vencido”, les dice Daniel) caminamos por los quais, nos paramos en todos los puentes bajo la llovizna, y miramos este lugar precioso, mientras secretamente nos imaginamos casados con otras personas –¡aquí, en la ciudad de la luz!– y a veces no, a veces simplemente nos preguntamos, en silencio o en voz alta, en qué se convertirá el mundo.

      * * *

      Cuando era niña, traté con ahínco de dividir mi voz. Quería hacer acordes, astillarme la garganta en armonías floridas como un prado, así era como lo entendía. Me parecía que era algo que uno tenía que poder hacer. Sentía que con concentración y un potente empujón de aire, podría ser capaz de poblarme, de desatar una multitud en la caja de mi voz, de dar a luz, de liberar todos los estados de ánimo y los matices, todos los habitantes preciosos y místicos de las expresiones de mi mente. En las tardes me iba sola más allá del jardín y de los arbustos de grosellas, más allá de los cebollines con sus coronas violetas y de los delgados espárragos, más allá de los girasoles doblados de un golpe por los ciervos o por una helada fuera de estación, más allá del césped de la hondonada hasta la pradera bien lejos detrás de nuestra casa. O me iba por el camino hasta el terreno vacío cerca de la Reserva Naval, donde en invierno se vaciaba el camión quitanieve y donde en verano a veces los varones jugaban a la pelota. Yo miraba por encima de las flores silvestres, del pantano de humus y hojas, del musgo de primavera que