de mi voz hacia el horizonte y parte hacia el cielo. Debe haberme dolido. Quería aullar y volar y romperme en pedazos.
El resultado era mucha tos, jadeos y una afonía que a Mrs. LeBlanc, nuestra mujer de la limpieza, le preocupaba escuchar en la voz de una niña. “¿Se resfrió, Miss Berie Carr?”, solía preguntarme cuando yo volvía demasiado temprano a comer. Decía mi nombre así, haciéndolo sonar irlandés, aunque no lo era. “Nah”, decía yo con brusquedad. Ella era alegre, pero también pesimista y olía a cebolla; no me gustaba que me respirara cerca; no quería que me inspeccionara como una enfermera. Apenas podíamos costear una mujer de la limpieza, pero mi madre estaba muchas veces sola para conversar, aun en nuestra casa abarrotada de gente, y le gustaba sentarse con Mrs. LeBlanc en la cocina a fumar y tomar té. Aunque yo no hubiera visto todavía a Mrs. LeBlanc, aunque hubiera logrado esquivarla con éxito, sabía si ella había estado allí: la casa estaba llena de humo y seguía desordenada salvo por las revistas apiladas en montones nuevos y prolijos; mi madre tarareaba; el cheque en la mesada no estaba más.
Después de un año, cuando los acordes que yo quería conseguir me fallaban sistemáticamente, y lo único que podía lograr era un zumbido ronco y grave para acompañar mi nota principal (¿dónde estaba el coro de ángeles, el jazz seductor?), finalmente paré. Empecé en cambio a pedirles deseos a las telas de araña y a las piedras de cinco cantos. Pedía una mudez eterna e intrigante. Sería la Misteriosa Chica Muda, la Elfa Enigmática. La voz humana ya no me interesaba. La voz humana era demasiado anodina. Era importante, me parecía, hacer algo sofisticado. Solo que no sabía qué.
Aunque a decir verdad ninguna voz fue anodina en nuestra casa. Si bien me llevó prácticamente toda la vida, hasta el verano de mis quince años, darme cuenta de eso. Había sofisticaciones: años del acento francocanadiense de mi madre filtrándose solo en las canciones de cuna más desesperadas. O la cadencia falsamente patricia que se le colaba en la voz cuando quería hacerse la fina con sus temibles suegros; su voz se convertía en una voz entrenada, tratando de relocalizarse social y geográficamente. O años del colegio alemán de mi padre disparados a través de la mesa del comedor, mientras mi madre trataba con temor de aprenderlo así, para poder hablar con él durante la cena sobre asuntos privados sin que los niños entendieran. “Was ist, los, schcäzchen?”. “Ich weiss nicht”.
A veces teníamos estudiantes de otros países viviendo con nosotros durante algunas semanas, durmiendo en alguno de los sofás cama en el salón, en el sótano o en el estudio. A veces había maestras de Kenia, Argentina o Tanzania, países con nombres que sonaban a nombres de niñas preciosas. Había planificadores urbanos de Sudamérica, refugiados africanos. “Mis padres estaban tratando de escandalizar a los vecinos”, diría yo años más tarde en situaciones sociales en las que se suponía que había que hablar de la propia crianza y ser entretenida al mismo tiempo.
Todo en nuestra casa cuando era joven se sentía envuelto de extrañeza, de códigos, de estados de ánimo. Las personas venían y se quedaban, después se iban.
Uno de los muchos resultados de esto para mí fue un toscano en la oreja para los idiomas. Mi mente trabajaba con rigidez, reagrupaba e improvisaba sonidos. Por un tiempo pensé que Sandra Dee no era solo una actriz sino uno de los días de la semana en francés. Cantaba “Frère Jaques” con la asombrosa frase “son él y la Tina”. Saber que la lengua extranjera era muchas veces un código marital tenso, zona prohibida para los kinder, puro viento y gorjeos prohibidos, propiedad de los invitados, me volvió taciturna y ligeramente sorda, resentida de una manera que era inexplicable para mí en esa época; me desconectaba. Jugaba con mi comida –el pan de carne con demasiado cereal, la sopa Habitant y la morcilla, los palitos de pescado despellejados– o comía demasiado. Me atiborraba la boca y me agarraba el estómago, masticando. Desde el principio y durante mucho tiempo después cuando oía algo no inglés –el igbo del Sr. Gambari, la Sra. Carmen-Perez cantando una canción en español– mi mente se cerraba por cortesía. Mis maestras en la escuela –francés, alemán, latín– me requerían, pero yo no podía oír lo que decían. Nunca supe qué pasaba; movían la boca y los sonidos me llegaban mezclados y aterradores.
Más adelante, cuando fui una adulta, alguien en una cena me hizo escuchar una grabación de monjes asiáticos que podían en efecto dividir sus voces, crear un sonido roto, coral, que era como ser uno mismo pero también tantos otros. Era un coro de lo quebrado, de lamentaciones. No era lindo, pero me recordó, en ese preciso momento en esa comida deprimente –todos opinando sobre Marx, Freud, hockey, Hockney, el robo a los liberales, radicales con flebitis, ¿tendría Gorbachov su propio Hollywood Square pronto?–, me recordó el sonido que yo podría haber conseguido si mis esfuerzos hubieran sido exitosos. Me recordó cómo los niños siempre piensan en grande; cómo el mundo los confronta y los moldea para mantenerlos a salvo.
Sin duda “a salvo” es lo que estoy yo ahora; o lo que se supone que estoy. La seguridad está en mí, me sostiene derecha, como una columna vertebral. Mi sangre no viaja por caminos nuevos, sabe simplemente su camino, se demora, se adormece y se encariña. Aunque hay momentos, incluso recientes, en la pequeña ciudad donde vivimos, en los que he dejado a mi marido para salir a caminar al anochecer, la luna suspendida boca abajo como un pájaro estridente y presumido, como algún error absurdo –qué vida de oficinas y tareas aburridas podría tener una luna inundando el cielo y las calles, sin parecer absurda–, y en mis caminatas, hacia las esquinas silenciosas, los olores fríos a humus, las copas de los árboles saludando en un viento, he sentido una antigua naturaleza salvaje. Ebria y fantasmal. No es sexual, no realmente. Tiene más que ver con la aventura y la huida, como las ganas de un niño de escaparse, que toma envión y se frustra al mismo tiempo, un deseo que se enrosca en mí como un tornillo, una sombra atada a los pies que se dispara hacia lo demás, aunque, finalmente, siempre se ha quedado a un costado, como si esa otra vida fuera imposible y lo supiera, como un buen perro, buen perro, buen perro. Siempre se ha quedado.
El verano de mis quince años trabajé en un lugar que se llamaba Storyland con mi amiga Silsby Chaussée, de ella se trata todo esto. Storyland era un parque de diversiones a dieciséis kilómetros de nuestro pequeño pueblo Horsehearts, a cuatro kilómetros del lago. Su temática eran los personajes de los libros de cuentos, y había instalaciones y pequeñas representaciones de canciones de cuna –Hickory Dickory Dock o Little Miss Muffet– y de cuentos de hadas. Blancanieves. Hansel y Gretel. Había atracciones y toboganes. Estaba La Vieja que Vivía en un Zapato, que era una enorme bota violeta que podías trepar hasta la punta, para deslizarte por una lengua de aluminio hasta un cajón de arena. Estaban Los Tres Cabritos: un puente en arco de madera de secuoya, un gran duende de yeso y tres cabras vivas que podías alimentar con galletas de centeno que se compraban en una máquina expendedora. Estaba la sección del Safari por la Selva, con sus puentes colgantes y sus cocodrilos falsos. Estaba el Pueblo de la Frontera, con su pueblo fantasma falso y los varones del colegio secundario local disfrazados de cowboys. Finalmente, estaba el Sendero de los Recuerdos, un paseo cubierto entre la salida y la tienda de regalos, alineado con faroles a gas y maniquíes vestidos de gala –con polisones y galeras apolillados– apoyados precariamente en carruajes antiguos. A veces en los días de lluvia Sils y yo almorzábamos en el Sendero de los Recuerdos, en uno de los bancos de plaza a lo largo del paseo. Quedábamos conspicuas y fuera de lugar –un poco mimos, un poco vándalos–, pero la mayoría de los turistas sonreían y nos ignoraban. Cantábamos a la par del sonido metálico del hilo musical, sin importarnos qué era –generalmente “After the Ball” o “Beautiful Dreamer”–, pero a veces era el tema de Storyland:
Storyland, Storyland,
donde ni terror ni tristeza hallarás
donde tus sueños cumplirás.
Los libros y las canciones de cuna cobran vida, ya verás.
Storyland, Storyland:
trae a toda tu familia-a-a
(y no te olvides de la abuela-a-a).
Siempre hacíamos muecas en la coda de la abuela –waaa-waaa-waaa– que flotaba en el aire en una especie de séptimo acorde disminuido, como la banda sonora cómica de un dibujo animado. Cantábamos con las bocas