Mariana Sirimarco

Narrar el oficio


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      El desarrollo de la criminología, el interés popular por el crimen, los procesos de reforma y profesionalización policial, pero sobre todo la reivindicación pedagógica, han moldeado así el origen cuasi decimonónico de estos museos, trazando todavía hoy el curso de aquello que es seleccionado y exhibido.

      Por supuesto, esto debe entenderse en un sentido flexible. Algunos de estos museos son, para la escena local, de reciente factura. El Museo Histórico de Gendarmería Nacional, por ejemplo, es creado en 1975. El Museo Histórico Central de la Prefectura Naval Argentina, en 1985. Estas cortas trayectorias no obstan, sin embargo, para que su diseño y su espíritu sigan modelos de museos policiales tradicionales y decididamente más añejos. Sin ir más lejos, el Museo Policial de la Policía de la Provincia de Buenos Aires nace en 1923. Y el Museo de la Policía Federal Argentina todavía antes, en 1899. La fecha es motivo institucional de orgullo: se trata del primer museo policial en América Latina (el segundo a nivel internacional, luego del de Scotland Yard en Londres).

      Los museos de las fuerzas de seguridad son singulares también en otro sentido. Se trata, para decirlo rápidamente, de espacios de algún modo híbridos. Formalmente abiertos al público general, por un lado. Como todo museo. Por otro, de apertura celosa, como toda fuerza de seguridad. Ingresar a ellos implica, en la amplia mayoría de los casos, ser convidados a cierta antesala, o ser amablemente escoltados a inscribirse –antes o después– en el libro de visitas. Caminarlos al propio aire está muchas veces vedado: el recorrido no puede prescindir del oficio de un guía, que opera además a título personalizado. Porque los museos de las fuerzas de seguridad –y este es un rasgo añadido– son sitios raramente visitados. Burbujas ajenas al ruido y a la muchedumbre, sus salas se cierran sobre sí mismas, obstinadamente vacías. No solo de público foráneo a estas fuerzas, sino también de personal propio. De hecho, no es raro el caso de quienes atraviesan su carrera profesional sin haberlos visitado nunca (también para ellos un comedor con empapelado beige).

      Una tercera singularidad puede señalarse sobre estos museos. Tras sus vitrinas y sus anaqueles, tras aquello ofrecido a la vista, se esconde el acervo histórico. Si no en todos, al menos en la gran mayoría. La coexistencia no es paradójica: museo y archivo han sido tradicionalmente estructuras concomitantes, diferentes pero complementarias en su naturaleza. De un lado lo visible, los objetos ya dispuestos y seleccionados para encarnar narraciones oficiales, para servir de ejemplaridad pedagógica. Del otro, la maquinaria ciega, la masa de datos más o menos informe, la promesa de lo disponible bajo la fantasía de lo aún oculto (Carrillo, 2010).

      Los museos de las fuerzas de seguridad albergan, tras bambalinas, los archivos institucionales. Por fuera de la vista queda el grueso del iceberg. No solo el largo acopio de elementos en depósito, esperando su turno para formar parte de lo visible; también esa marea de material informativo –revistas, libros, fotos, documentación administrativa, escritos originales– que fatigó, durante años, estanterías y ficheros de oficinas y dependencias. La convivencia de ambas instancias es, en estos casos, subrayable, en tanto refuerza la ilusión aséptica de lo histórico. El archivo tras el museo establece así la ficción de una continuidad sin rispideces. Lo que se exhibe en uno se presenta como síntesis digerida del otro, con todo el caudal de referencias que respaldan lo real del objeto. El archivo es una presencia invisible pero gravitante: está ahí para certificar la verdad institucional de cada elemento y cada dato. El museo se vuelve así su contracara confirmatoria, la puesta en escena de un pasado de una sola vía. Y el objeto –concebido como un resto directo de ese pasado, como su manifestación objetiva– se vuelve una instancia donde lo procesual y lo crítico aparece bloqueado (Rufer, 2018).

      Pero los museos de las fuerzas de seguridad no son solo espacios de singularidades. Interrogar sus relatos supone desafíos comunes a todo museo. Entre ellos, el de trabajar con materialidades. Es decir, el de proponerse pensar a través de las cosas. La exhibición de objetos es un elemento central a toda definición de museo. Y aun cuando estos objetos se presenten como “elocuentes” –capaces de comunicar su propia significación visualmente, en cualquier marco contextual que el museo les asigne–, se trata en realidad de instancias elusivas (Sherman, 1995; Heumann Gurian, 2001).

      ¿Qué elementos se seleccionan, en los espacios que nos ocupan, para comportar un relato significativo? ¿Cómo se construye un objeto museístico? O, para precisar la pregunta: ¿qué características particulares adquiere esta construcción en el contexto de los museos de fuerzas de seguridad? Sabemos que toda operación museística es, en primer lugar, un ejercicio de construcción de lo real, donde lo exhibido se presenta como lo auténtico, lo original, lo genuino. Puede hacerlo desde ligazones más o menos acostumbradas; un mazo de naipes ajados de jugadores fulleros, por ejemplo. O desde apelaciones más creativas, que fuerzan al visitante a ejercicios distintos de confianza (el museo de Gendarmería exhibe, por ejemplo, una urna de madera con “tierra extraída de la Quebrada de la Horqueta”, donde falleció Güemes).

      Desde ya, este tipo de construcción no se da sin contradicción. Mientras muchos de los objetos que se exponen son convincentemente presentados como “verdaderos”, otros clausuran, con su sola presencia, toda demanda de autenticidad. No hay ejemplo más patente de esto que los maniquíes. Ni más patente ni más extendido. No hay museo de seguridad que no los tenga. Uno portando el pantalón camuflado de la policía rural. Otro luciendo el traje sastre caqui de una antigua mujer de Prefectura. Un tercero vestido como guerrillero. Otro más con el saco azul y entramado de las Gendas (las Damas de Acción Social de la Gendarmería). Estos muñecos veristas atraviesan transversalmente cada uno de esos espacios, exaltando uniformes e investiduras. Se intenta que exhiban las variaciones de lo real, que ilustren lo que de épocas y zonas es representativo: el tejido particular de tal traje de verano, los colores inéditos que distinguieron tal período, los aditamentos diversos de los uniformes del mundo. Lo que logran, sin embargo, es exhibir la naturaleza construida de tal representatividad.

      En ello reside su instrumentalidad: en permitir creer que enfatizan lo variado y distintivo, cuando lo que logran –a través de sus rasgos estandarizados y sus posturas corporales estáticas, que resisten la variación, la unicidad y la individualidad– es un ejercicio generalizador (Root, 1996; Varutti, 2011). Desde esta perspectiva, no es para nada casual que los maniquíes sean objetos museísticos tan preciados. Eugenio Donato (1979) ha dicho que un museo existe solo en cuanto puede borrar la heterogeneidad de los objetos que expone. Que lo que lo vuelve viable, en primer lugar, es la posibilidad de homogeneizar la diversidad de sus artefactos. Ticio Escobar (2010) lo ha dicho de otro modo: un museo es, por definición, un dispositivo paradójico, orientado a descontextualizar y recontextualizar los objetos. Es decir, un aparato que logra crear, a través de voces fracturadas, una narrativa común. Los maniquíes cumplen un papel clave en la construcción de esa abstracción generalizadora.

      La operación es, en todo museo, ilusoria. Nos lleva a asumir a todo insumo como un elemento detenido. Pero ningún objeto –ningún museo– es estático, sino una entidad dinámica y mutable, capaz tanto de añadirse como de descartarse, de ser preservado o de ser destruido (Alberti, 2005). Objetos y espacios se mueven y se reacomodan, al vaivén de necesidades edilicias o de nuevos ordenamientos temáticos. En los museos de las fuerzas de seguridad, sin embargo, esta operación ilusoria adquiere tintes particulares, cargados como están,