Emilio Salgari

El Capitán Tormenta


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cabeza con un turbante blanco y verde. Al cinto se veían sobresalir las culatas de dos enormes pistolas casi cuadradas, al igual que las utilizadas por los moros de Marruecos, y la empuñadura de un yatagán.

      —¿Qué sucede? —inquirió el Capitán Tormenta.

      —El vizconde Le Hussiere se halla con vida —contestó El-Kadur—. Me he informado por uno de los capitanes del visir.

      —¿No te habrá mentido? —dijo con voz temblorosa el joven Capitán.

      —No, señora.

      —¡No me llames "señora"! Ya te lo he advertido. ¿Y a qué lugar lo llevaron? ¿Te has enterado, El-Kadur?

      El árabe hizo un gesto de desolación.

      —No, señor. Todavía no he podido enterarme. Pero confío en saberlo pronto. Acabo de entablar amistad con un jefe, que si bien es musulmán, bebe el vino de Chipre en barril, no importándole nada el Corán ni el Profeta, y espero arrancarle la verdad cualquier día. ¡Te lo juro, señor!

      El Capitán Tormenta, o, para ser más exactos, la Capitana, se dejó caer sobre la cureña de un cañón, tomándose la cabeza entre las manos.

      Dos lágrimas resbalaron por su bello semblante, que en aquel momento estaba muy pálido.

      El árabe, un poco apartado y envuelto en su capa, aguardaba muy emocionado. Su rostro, duro y fiero, manifestaba una indecible angustia.

      —¡Si yo pudiese, señora, digo señor, a cambio de mi sangre, proporcionarte la tranquilidad y la alegría!

      —¡Ya conozco tu fidelidad, El-Kadur! —replicó el Capitán Tormenta.

      —¡Hasta la muerte, señora, seré tu más fiel esclavo!

      —¡Esclavo no; amigo!

      Los ojos del árabe despidieron un destello, tornándose casi fosforescentes.

      —He renegado para siempre de mi antigua religión —dijo luego de una corta pausa—, y no olvido que el duque de Éboli, tu padre, me libró, cuando yo era niño, del poder de mi despiadado amo, que todo el día me golpeaba bestialmente. ¿Qué he de hacer ahora?

      El Capitán Tormenta no respondió. Semejaba estar recordando ideas que suscitaban en él penosas remembranzas, a juzgar por la expresión de su semblante.

      —¡Mejor hubiera sido no haber visto nunca Venecia, la joya del Adriático, y no haber dejado las azules aguas del golfo de Nápoles! —exclamó por último, hablando consigo mismo—. ¡Mi corazón no sufriría ahora de una manera tan brutal! ¡Ah, que noche tan maravillosa junto al Gran Canal! ¡Él estaba allí, junto a mí, tan apuesto como el dios de la guerra, sentado en la proa de la góndola, diciendo bellas frases que me hacían el efecto de un canto celestial! Y eso que estaba enterado de que había sido destinado para combatir aquí y, no obstante, sonreía; sonreía mirándose en mis ojos. ¿Qué pensarán hacer de él esos monstruos? ¿Lo asesinarán poco a poco para tornar su castigo más cruel? ¡Infortunado Le Hussiere!

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      —¡Cómo lo amas! —exclamó El-Kadur, que había estado escuchando al Capitán sin apartar los ojos de él.

      —¡Sí, lo amo! —exclamó la joven duquesa, con vehemencia—. ¡Lo amo igual que aman las mujeres de tu país!

      —Tal vez con mayor pasión, señora —repuso el árabe, reprimiendo un suspiro—. Otra mujer no hubiera hecho lo que haces tú. No hubiera abandonado el magnífico palacio de Nápoles, no se habría disfrazado de hombre, contratando a su costa una compañía de soldados. Y no habría venido a este lugar a encerrarse en una ciudad sitiada por cien mil turcos, para afrontar la muerte.

      —¿Acaso podría estar tranquila en mi palacio sabiendo que él se encontraba aquí y en un peligro tan grande?

      Un temblor recorrió el cuerpo del árabe.

      —Señora —preguntó—, ¿qué debo hacer? Tengo que aprovechar la oscuridad para regresar al campamento.

      —Debes estar siempre atento, para informarte de a qué lugar lo han llevado —repuso la duquesa—. Donde se encuentre, allí iremos a salvarle.

      —Mañana por la noche estaré aquí de nuevo.

      —¡Si todavía estoy con vida! —contestó la joven.

      —¿Qué dices? —exclamó el árabe, con acento amedrentado.

      —Me he comprometido a una aventura que pudiera concluir de mala manera. ¿Quién es ese turco que cada día viene a retar a los capitanes cristianos?

      —Muley-el-Kadel, hijo del bajá de Damasco. ¿Por qué razón me preguntas eso, señora?

      —Porque mañana me enfrentaré a él.

      —¡Tú! —exclamó el árabe, consternado—. ¡Tú, señora! ¡Esta noche iré a matarlo a su tienda, para que no acuda mañana a desafiar de nuevo a los capitanes de Famagusta!

      —¡Oh! ¡No te inquietes, El-Kadur! Mi padre era el mejor espadachín de Nápoles e hizo de mí una gran esgrimista, que puede enfrentarse a los más famosos capitanes del gran Turco.

      —¿Quién te ha incitado a retar a Muley-el-Kadel?

      —El Capitán Laczinski.

      —¿Ese polaco, que parece sentir hacia ti un secreto odio? A la vista de un hijo del desierto no hay nada oculto, y yo he advertido en él a un enemigo tuyo.

      —Sí, en efecto lo es.

      El-Kadur lanzó una maldición, en tanto que su rostro adquiría una salvaje expresión.

      —¿Dónde se encuentra ahora ese hombre? —inquirió con sorda voz.

      —¿Qué pretendes hacer, El-Kadur? —dijo suavemente.

      El árabe, con rápido ademán, desenvainó el yatagán e hizo brillar la acerada hoja a la luz de la antorcha.

      —¡Este acero probará esta noche sangre polaca! —dijo—. ¡Ese hombre no verá amanecer el nuevo día! ¡Así no se llevará a cabo el desafío!

      —¡No harás tal cosa! —repuso la Capitana, con acento firme—. ¡Se aseguraría que el Capitán Tormenta sentía temor e hizo asesinar al polaco! ¡No, El-Kadur, no harás semejante cosa!

      —¿Y he de permitir que mi señora se enfrente en una lucha a muerte contra el turco? ¿Seré capaz de verla caer muerta bajo los golpes de su cimitarra?

      —El Capitán Tormenta ha de demostrar que no siente temor a los turcos —replicó la joven—. Es necesario que sea así, para disipar en todos la sospecha de lo que soy en realidad.

      —¡Lo mataré, señora! —exclamó el árabe.

      —¡Te lo ordeno! ¡Obedece! —contestó la duquesa.

      El árabe inclinó la cabeza sobre el pecho y dos lágrimas le resbalaron por las mejillas.

      —¡Es cierto! —dijo—. Soy un esclavo y debo acatar las órdenes.

      El Capitán Tormenta le puso una mano en el hombro y con su más suave acento le respondió:

      —¡Esclavo no; eres mi amigo!

      —¡Gracias, señora! —repuso El-Kadur—. Haré lo que tú ordenes. Pero te juro que si resultas herida por el turco, le saltaré la tapa de los sesos. ¡Permite, por lo menos, que tu leal servidor te vengue si te ocurre alguna desgracia irremediable! ¿Para que quiero la vida sin ti?

      —Haz lo que te parezca mas oportuno, mi buen El-Kadur. Márchate antes de que amanezca. Si no te apresuras no podrás regresar al campamento turco.

      —Cumplo tus órdenes, señora. Yo me enteraré enseguida a qué lugar han llevado al señor Le Hussiere, te lo aseguro.