y mortal me enajenaba de alegría.
Admirados lo examinaron los muchachos de la vecindad, y ello les evidenció mi superioridad intelectual, que desde entonces prevaleció en las expediciones organizadas para ir a robar fruta o descubrir tesoros enterrados en los despoblados que estaban más allá del arroyo Maldonado en la parroquia de San José de Flores.
El día que ensayamos el cañón fue famoso. Entre un macizo de cina-cina que había en un enorme potrero en la calle Avellaneda antes de llegar a San Eduardo, hicimos el experimento. Un círculo de muchachos me rodeaba mientras yo, ficticiamente enardecido, cargaba la culebrina por la boca. Luego, para comprobar sus virtudes balísticas, dirigimos la puntería al depósito de zinc que sobre la muralla de una carpintería próxima la abastecía de agua.
Emocionado acerqué un fósforo a la mecha; una llamita oscura cabrilleteó bajo el sol y de pronto un estampido terrible nos envolvió en una nauseabunda neblina de humo blanco. Por un instante permanecimos alelados de maravilla: nos parecía que en aquel momento habíamos descubierto un nuevo continente, o que por magia nos encontrábamos convertidos en dueños de la tierra.
De pronto alguien gritó:
—¡Rajemos! ¡La cana!
No hubo tiempo material para hacer una retirada honrosa. Dos vigilantes a todo correr se acercaban, dudamos... y súbitamente a grandes saltos huimos, abandonando la “bombarda” al enemigo.
Enrique terminó por decir:
—Che, si usted necesita datos científicos para sus cosas, yo tengo en casa una colección de revistas que se llaman Alrededor del Mundo y se las puedo prestar.
Desde ese día hasta la noche del gran peligro, nuestra amistad fue comparable a la de Orestes y Pílades.
¡Qué nuevo mundo pintoresco descubrí en la casa de la familia Irzubeta!
¡Gente memorable! Tres varones y dos hembras, y la casa regida por la madre, una señora de color de sal con pimienta, de ojillos de pescado y larga nariz inquisidora, y la abuela encorvada, sorda y negruzca como un árbol tostado por el fuego.
A excepción de un ausente, que era el oficial de policía, en aquella covacha taciturna todos holgaban con vagancia dulce, con ocios que se paseaban de las novelas de Dumas al reconfortante sueño de las siestas y al amable chismorreo del atardecer.
Las inquietudes sobrevenían al comenzar el mes. Se trataba entonces de disuadir a los acreedores, de engatusar a los “gallegos de mierda”, de calmar el coraje de la gente plebeya que sin tacto alguno vociferaba a la puerta cancel reclamando el pago de las mercaderías, ingenuamente dadas a crédito.
El propietario de la covacha era un alsaciano gordo, llamado Grenuillet. Reumático, setentón y neurasténico, terminó por acostumbrarse a la irregularidad de los Irzubeta, que le pagaban los alquileres de vez en cuando. En otros tiempos había tratado inútilmente de desalojarlos de la propiedad, pero los Irzubeta eran parientes de jueces rancios y otras gentes de la misma calaña del partido conservador, por cuya razón se sabían inamovibles.
El alsaciano acabó por resignarse a la espera de un nuevo régimen político y la florida desvergüenza de aquellos bigardones llegaba al extremo de enviar a Enrique a solicitar del propietario tarjetas de favor para entrar en el casino, donde el hombre tenía un hijo que desempeñaba el cargo de portero.
¡Ah! Y qué sabrosísimos comentarios, qué cristianas reflexiones se podían escuchar de las comadres que en conciliábulo en la carnicería del barrio, comentaban piadosamente la existencia de sus vecinos.
Decía la madre de una niña feísima, refiréndose a uno de los jóvenes Irzubeta que en un arranque de rijosidad habíale mostrado sus partes pudendas a la doncella:
—Vea, señora, que yo no lo agarre, porque va a ser peor que si le pisara un tren.
Decía la madre de Hipólito, mujer gorda, de rostro blanquísimo, y siempre embarazada, tomando de un brazo al carnicero:
—Le aconsejo, don Segundo, que no les fíe ni en broma. A nosotros nos tienen metido un clavo que no le digo nada.
—Pierda cuidado, pierda cuidado —rezongaba austeramente el hombre membrudo, esgrimiendo su enorme cuchilla en torno de un bofe.
¡Ah!, y eran muy joviales los Irzubeta. Dígalo si no, el panadero que tuvo la audacia de indignarse por la morosidad de sus acreedores.
Reñía el tal a la puerta con una de las niñas, cuando quiso su mala suerte que lo escuchara el oficial inspector, casualmente de visita en la casa.
Éste, acostumbrado a dirigir toda cuestión a puntapiés, irritado por la insolencia que representaba el hecho de que el panadero quisiera cobrar lo que se le debía, expulsólo a puñetazos de la puerta. Esto no dejó de ser una saludable lección de crianza y muchos prefirieron no cobrar. En fin, la vida encarada por aquella familia era más jocosa que un sainete bufo.
Las doncellas, mayores de veintiséis años, y sin novio, se deleitaban en Chateaubriand, languidecían en Lamartine y Cherbuliez. Esto les hacía abrigar la convicción de que formaban parte de una “élite” intelectual, y por tal motivo designaban a la gente pobre con el adjetivo de chusma.
Chusma llamaban al almacenero que pretendía cobrar sus habichuelas, chusma a la tendera a quien habían sonsacado unos metros de puntillas, chusma al carnicero que bramaba de coraje cuando por entre los postigos, a regañadientes, se le gritaba que “el mes que viene sin falta se le pagaría”.
Los tres hermanos, cabelludos y flacos, prez de vagos, durante el día tomaban abundantes baños de sol y al oscurecer se trajeaban con el fin de ir a granjear amoríos entre las perdularias del arrabal.
Las dos ancianas beatas y gruñidoras reñían a cada momento por bagatelas, o sentadas en la sala vetusta con las hijas espiaban tras los visillos, entretejían chismes; y como descendían de un oficial que militara en el ejército de Napoleón I, muchas veces en la penumbra que idealizaba sus semblantes exangües, las escuché soñando en mitos imperialistas, evocando añejos resplandores de nobleza, en tanto que en la solitaria acera el farolero con su pértiga coronada de una llama violeta, encendía el farol verde del gas.
Como no disfrutaban de medios para mantener criada y como ninguna sirvienta tampoco hubiera podido soportar los bríos faunescos de los tres golfos cabelludos y los malos humores de las quisquillosas doncellas y los caprichos de las brujas dentudas, Enrique era el correveidile necesario para el buen funcionamiento de aquella coja máquina económica, y tan acostumbrado estaba a pedir a crédito, que su descaro en ese sentido era inaudito y ejemplar. En su elogio puede decirse que un bronce era más susceptible de vergüenza que su fino rostro.
Las dilatadas horas libres, Irzubeta las entretenía dibujando, habilidad para la que no carecía de ingenio y delicadeza, lo que no deja de ser un buen argumento para comprobar que siempre han existido pelafustanes con aptitudes estéticas. Como yo no tenía nada que hacer, estaba frecuentemente en su casa, cosa que no agradaba a las dignas ancianas, de quienes no se me daba un ardite.
De esta unión con Enrique, de las prolongadas conversaciones acerca de bandidos y latrocinios, nos nació una singular predisposición para ejecutar barrabasadas, y un deseo infinito de inmortalizarnos con el nombre de delincuentes.
Decíame Enrique con motivo de una expulsión de “apaches” emigrados de Francia a Buenos Aires, y que Soiza Reilly había reporteado, acompañando el artículo de elocuentes fotografías:
—El presidente de la república tiene cuatro “apaches” que le cuidan las espaldas.
Yo me reía.
—Dejate de macanear.
—Cierto, te digo, y son así —y abría los brazos como un crucificado para darme una idea de la capacidad torácica de los facinerosos de marras.
No recuerdo por medio de qué sutilezas y sinrazones llegamos a convencernos de que robar era acción meritoria y bella; pero sí sé que de mutuo acuerdo, resolvimos organizar un club de ladrones, del que por