montón de banastas donde estaba durmiendo la siesta, todo lleno de plumas, y llegándose a mí me echó la zarpa, quiero decir, que me dio la manaza y yo se la tomé, y me convidó a unas copas, y acepté y bebimos. No tardamos Villalonga y yo en hacernos amigos de los amigos de aquella gente... No te rías... Te aseguro que Villalonga me arrastraba a aquella vida, porque se encaprichó por otra chica del barrio, como yo por la sobrina de Segunda.
—¿Y cuál era más guapa?
—¡La mía!—replicó prontamente el Delfín, dejando entrever la fuerza de su amor propio—, la mía... un animalito muy mono, una salvaje que no sabía leer ni escribir. Figúrate, ¡qué educación! ¡Pobre pueblo!, y luego hablamos de sus pasiones brutales, cuando nosotros tenemos la culpa... Estas cosas hay que verlas de cerca... Sí, hija mía, hay que poner la mano sobre el corazón del pueblo, que es sano... sí, pero a veces sus latidos no son latidos, sino patadas... ¡Aquella infeliz chica...! Como te digo, un animal; pero buen corazón, buen corazón... ¡pobre nena!
Al oír esta expresión de cariño, dicha por el Delfín tan espontáneamente, Jacinta arrugó el ceño. Ella había heredado la aplicación de la palabreja, que ya le disgustaba por ser como desecho de una pasión anterior, un vestido o alhaja ensuciados por el uso; y expresó su disgusto dándole al pícaro de Juanito una bofetada, que para ser de mujer y en broma resonó bastante.
«¿Ves?, ya estás enfadada. Y sin motivo. Te cuento las cosas como pasaron... Basta ya, basta de cuentos».
—No, no. No me enfado. Sigue, o te pego otra.
—No me da la gana... Si lo que yo quiero es borrar un pasado que considero infamante; si no quiero tener ni memoria de él... Es un episodio que tiene sus lados ridículos y sus lados vergonzosos. Los pocos años disculpan ciertas demencias, cuando de ellas se saca el honor puro y el corazón sano. ¿Para qué me obligas a repetir lo que quiero olvidar, si sólo con recordarlo paréceme que no merezco este bien que hoy poseo, tú, niña mía?
—Estás perdonado—dijo la esposa, arreglándose el cabello que Santa Cruz le había descompuesto al acentuar de un modo material aquellas expresiones tan sabias como apasionadas—. No soy impertinente, no exijo imposibles. Bien conozco que los hombres la han de correr antes de casarse. Te prevengo que seré muy celosa si me das motivo para serlo; pero celos retrospectivos no tendré nunca.
Esto sería todo lo razonable y discreto que se quiera suponer; pero la curiosidad no disminuía, antes bien aumentaba. Revivió con fuerza en Zaragoza, después que los esposos oyeron misa en el Pilar y visitaron la Seo.
«Si me quisieras contar algo más de aquello...» indicó Jacinta, cuando vagaban por las solitarias y románticas calles que se extienden detrás de la catedral.
Santa Cruz puso mala cara. «¡Pero qué tontín! Si lo quiero saber para reírme, nada más que para reírme. ¿Qué creías tú, que me iba a enfadar?... ¡Ay, qué bobito!... No, es que me hacen gracia tus calaveradas. Tienen un chic. Anoche pensé en ellas, y aun soñé un poquitito con la del huevo crudo y la tía y el mamarracho del tío. No, si no me enojaba; me reía, créelo, me divertía viéndote entre esa aristocracia, hecho un caballero, una persona decente, vamos, con el pelito sobre la oreja. Ahora te voy a anticipar la continuación de la historia. Pues señor... le hiciste el amor por lo fino, y ella lo admitió por lo basto. La sacaste de la casa de su tía y os fuisteis los dos a otro nido, en la Concepción Jerónima».
Juanito miró fijamente a su mujer, y después se echó a reír. Aquello no era adivinación de Jacinta. Algo había oído sin duda, por lo menos el nombre de la calle. Pensando que convenía seguir el tono festivo, dijo así:
«Tú sabías el nombre de la calle; no vengas echándotelas de zahorí... Es que Estupiñá me espiaba y le llevaba cuentos a mamá».
—Sigue con tu conquista. Pues señor...
—Cuestión de pocos días. En el pueblo, hija mía, los procedimientos son breves. Ya ves cómo se matan. Pues lo mismo es el amor. Un día le dije: «Si quieres probarme que me quieres, huye de tu casa conmigo». Yo pensé que me iba a decir que no.
—Pensaste mal... sobre todo si en su casa había... leña.
—La respuesta fue coger el mantón, y decirme vamos. No podía salir por la Cava. Salimos por la zapatería que se llama Al ramo de azucenas. Lo que te digo; el pueblo es así, sumamente ejecutivo y enemigo de trámites.
Jacinta miraba al suelo más que a su marido.
—Y a renglón seguido la consabida palabrita de casamiento—dijo mirándole de lleno y observándole indeciso en la respuesta.
Aunque Jacinta no conocía personalmente a ninguna víctima de las palabras de casamiento, tenía una clara idea de estos pactos diabólicos por lo que de ellos había visto en los dramas, en las piezas cortas y aun en las óperas, presentados como recurso teatral, unas veces para hacer llorar al público y otras para hacerle reír. Volvió a mirar a su marido, y notando en él una como sonrisilla de hombre de mundo, le dio un pellizco acompañado de estos conceptos, un tanto airados:
«Sí, la palabra de casamiento con reserva mental de no cumplirla, una burla, una estafa, una villanía. ¡Qué hombres!... Luego dicen... ¿Y esa tonta no te sacó los ojos cuando se vio chasqueada?... Si hubiera sido yo...».
—Si hubieras sido tú, tampoco me habrías sacado los ojos.
—Que sí... pillo... granujita. Vaya, no quiero saber más, no me cuentes más.
—¿Para qué preguntas tú? Si te digo que no la quería, te enfadas conmigo y tomas partido por ella... ¿Y si te dijera que la quería, que al poco tiempo de sacarla de su casa, se me ocurría la simpleza de cumplir la palabra de casamiento que le di?
—¡Ah, tuno!—exclamó Jacinta con ira cómica, aunque no enteramente cómica—. Agradece que estamos en la calle, que si no, ahora mismo te daba un par de repelones y de cada manotada me traía un mechón de pelo... Con que casarte... ¡y me lo dices a mí!... ¡a mí!
La carcajada lanzada por Santa Cruz retumbó en la cavidad de la plazoleta silenciosa y desierta con ecos tan extraños, que los dos esposos se admiraron de oírla. Formaban la rinconada aquella vetustos caserones de ladrillo modelado a estilo mudéjar, en las puertas gigantones o salvajes de piedra con la maza al hombro, en las cornisas aleros de tallada madera, todo de un color de polvo uniforme y tristísimo. No se veían ni señales de alma viviente por ninguna parte. Tras las rejas enmohecidas no aparecía ningún resquicio de maderas entornadas por el cual se pudiera filtrar una mirada humana.
«Esto es tan solitario, hija mía—dijo el marido, quitándose el sombrero y riendo—, que puedes armarme el gran escándalo sin que se entere nadie».
Juanito corría. Jacinta fue tras él con la sombrilla levantada. «Que no me coges». —«A que sí».—«Que te mato...». Y corrieron ambos por el desigual pavimento lleno de yerba, él riendo a carcajadas, ella coloradita y con los ojos húmedos. Por fin, ¡pum!, le dio un sombrillazo, y cuando Juanito se rascaba, ambos se detuvieron jadeantes, sofocados por la risa.
«Por aquí» dijo Santa Cruz señalando un arco que era la única salida.
Y cuando pasaban por aquel túnel, al extremo del cual se veía otra plazoleta tan solitaria y misteriosa como la anterior, los amantes, sin decirse una palabra, se abrazaron y estuvieron estrechamente unidos, besuqueándose por espacio de un buen minuto y diciéndose al oído las palabras más tiernas.
«Ya ves, esto es sabrosísimo. Quién diría que en medio de la calle podía uno...».
—Si alguien nos viera... —murmuró Jacinta ruborizada, porque en verdad, aquel rincón de Zaragoza podía ser todo lo solitario que se quisiese, pero no era una alcoba.
—Mejor... si nos ven, mejor... Que se aguanten el gorro.
Y vuelta a los abracitos y a los vocablos de miel.
—Por