Benito Pérez Galdós

Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas


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le cortó la cabeza segándole el pescuezo, y como si aún no fuera bastante sevicia, la acribilló con cruelísimas e inhumanas cosquillas, acompañando sus golpes de estas feroces palabras: «¡Qué guasoncita se me ha vuelto mi nena!... Voy yo a enseñar a mi payasa a dar bromitas, y le voy a dar una solfa buena para que no le queden ganas de...».

      Jacinta se desbarataba de risa, y el Delfín hablando con un poco de seriedad, prosiguió: «Bien sabes que no soy callejero... A fe que te puedes quejar. Maridos conozco que cuando ponen el pie en la calle, del tirón se están tres días sin parecer por la casa. Estos podrían tomarme a mí por modelo».

      —Mariquita date tono—replicó Jacinta secándose las lágrimas que la risa y las cosquillas le habían hecho derramar—. Ya sé que hay otros peores; pero no pongo yo mi mano en el fuego porque seas el número uno.

      Juan meneó la cabeza en señal de amenaza. Jacinta se puso lejos de su alcance, por si se repetían las bárbaras cosquillas.

      «Es que tú exiges demasiado» dijo el marido, deplorando que su mujer no le tuviese por el más perfecto de los seres creados.

      Jacinta hizo un mohín gracioso con fruncimiento de cejas y labios, el cual quería decir: «No me quiero meter en discusiones contigo, porque saldría con las manos en la cabeza». Y era verdad, porque el Delfín hacía las prestidigitaciones del razonamiento con muchísima habilidad.

      «Bueno—indicó ella—. Dejémonos de tonterías. ¿Qué quieres almorzar?».

      —Eso mismo venía yo a saber —dijo doña Bárbara apareciendo en la puerta—. Almorzarás lo que quieras; pero pongo en tu conocimiento, para tu gobierno, que he traído unas calandrias riquísimas. Divinidades, como dice Estupiñá.

      —Tráiganme lo que quieran, que tengo más hambre que un maestro de escuela.

      Cuando salieron las dos damas, Santa Cruz pensó un ratito en su mujer, formulando un panegírico mental. ¡Qué ángel! Todavía no había acabado él de cometer una falta, y ya estaba ella perdonándosela. En los días precursores del catarro, hallábase mi hombre en una de aquellas etapas o mareas de su inconstante naturaleza, las cuales, alejándole de las aventuras, le aproximaban a su mujer. Las personas más hechas a la vida ilegal sienten en ocasiones vivo anhelo de ponerse bajo la ley por poco tiempo. La ley las tienta como puede tentar el capricho. Cuando Juan se hallaba en esta situación, llegaba hasta desear permanecer en ella; aún más, llegaba a creer que seguiría. Y la Delfina estaba contenta. «Otra vez ganado—pensaba—. ¡Si la buena durara!... ¡si yo pudiera ganarle de una vez para siempre y derrotar en toda la línea a las cantonales...!».

      Don Baldomero entró a ver a su hijo antes de pasar al comedor. «¿Qué es eso, chico? Lo que yo digo: no te abrigas. ¡Qué cosas tenéis tú y Villalonga! ¡Pararse a hablar a las diez de la noche en la esquina del Ministerio de la Gobernación, que es otra punta del diamante! Te vi. Venía yo con Cantero de la Junta del Banco. Por cierto que estamos desorientados. No se sabe a dónde irá a parar esta anarquía. ¡Las acciones a 138!... Pase usted, Aparisi... Es Aparisi que viene a almorzar con nosotros».

      El concejal entró y saludó a los dos Santa Cruz.

      —¿Qué periódicos has leído?—preguntó el papá calándose los quevedos, que sólo usaba para leer—. Toma La Época y dame El Imparcial... Bueno, bueno va esto. ¡Pobre España! Las acciones a 138... el consolidado a 13.

      —¿Qué 13?... Eso quisiera usted—observó el eterno concejal—. Anoche lo ofrecían a 11 en el Bolsín y no lo quería nadie. Esto es el diluvio.

      Y acentuando de una manera notabilísima aquella expresión de oler una cosa muy mala, añadió que todo lo que estaba pasando lo había previsto él, y que los sucesos no discrepaban ni tanto así de lo que día por día había venido él profetizando. Sin hacer mucho caso de su amigo, D. Baldomero leyó en voz alta la noticia o estribillo de todos los días. «La partida tal entró en tal pueblo, quemó el archivo municipal, se racionó, y volvió a salir... La columna tal perseguía activamente al cabecilla cual, y después de racionarse...».

      «Ea—dijo sin acabar de leer—, vamos a racionarnos nosotros. El marqués no viene. Ya no se le espera más».

      En esto entró Blas, el criado de Juan con la mesita, ya puesta, en que había de almorzar el enfermo. Poco después apareció Jacinta trayendo platos. Después de saludarla, Aparisi le dijo:

      «Guillermina me ha dado un recado para usted... Hoy no hay odisea filantrópica a la parroquia de la chinche, porque anda en busca de ladrillo portero para cimientos. Ya tiene hecho todo el vaciado del edificio... y por poco dinero. Unos carros trabajando a destajo, otros de limosna, aquel que ayuda medio día, el otro que va un par de horas, ello es que no le sale el metro cúbico ni a cinco reales. Y no sé qué tiene esa mujer. Cuando va a examinar las obras, parece que hasta las mulas de los carros la conocen y tiran más fuerte para darle gusto... Francamente, yo que siempre creí que el tal edificio no era factible, voy viendo...

      «Milagro, milagro» apuntó D. Baldomero en marcha hacia el comedor.

      —¿Y tú?—preguntó Juan a su consorte al quedarse solos—. ¿Almuerzas aquí o allá?

      —¿Quieres que aquí? Almorzaré en las dos partes. Dice tu mamá que te estoy mimando mucho.

      —Toma, golosa—le dijo él alargándole un pedazo de tortilla en el tenedor.

      Después de comérselo, la Delfina corrió al comedor. Al poco rato volvió riendo.

      «Aquí te tengo reservada esta pechuga de calandria. Toma, abre la boquita, nena».

      La nena cogió el tenedor, y después de comerse la pechuga, volvió a reír.

      —¡Qué alegre está el tiempo!

      —Es que ha llegado el marqués, y desde que se sentó en la mesa empezaron Aparisi y él a tirotearse.

      —¿Qué han dicho? —Aparisi afirmó que la Monarquía no era factible, y después largó un ipso facto, y otras cosas muy finas.

      Juan soltó la carcajada. «El marqués estará furioso».

      —Come en silencio, meditando una venganza. Te contaré lo que ocurra. ¿Quieres pescadilla?, ¿quieres bistec?

      —Tráeme lo que quieras con tal que vengas pronto.

      Y no tardó en volver, trayendo un plato de pescado.

      «Hijo de mi vida, le mató».

      —¿Quién?

      —El marqués a Aparisi... le dejó en el sitio.

      —Cuenta, cuenta. —Pues de primera intención soltole a su enemigo un delirium tremens a boca de jarro, y después, sin darle tiempo de respirar, un mane tegel fare. El otro se ha quedado como atontado por el golpe. Veremos con lo que sale.

      —¡Qué célebre! Tomaremos café juntos—dijo Santa Cruz—. Vente pronto para acá. ¡Qué coloradita estás!

      —Es de tanto reírme. —Cuando digo que me estás haciendo tilín...

      —Al momento vuelvo... Voy a ver lo que salta por allá. Aparisi está indignado con Castelar, y dice que lo que le pasa a Salmerón es porque no ha seguido sus consejos...

      —¡Los consejos de Aparisi! —Sí, y al marqués lo que le tiene con el alma en un hilo es que se levante la masa obrera.

      Volvió Jacinta al comedor, y el último cuento que trajo fue este:

      «Chico, si estás allí te mueres de risa. ¡Pobre Muñoz! El otro se ha rehecho y le está soltando unos primores... Figúrate. Ahora está contando que ha visto un proyectil de los que tiran los carcas, y el fusil Berdan... No dice agujeros, sino orificios. Todo se vuelve orificios, y el marqués no sabe lo que le pasa...».

      No