Benito Pérez Galdós

Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas


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dos damas celebraron aquella broma mientras le arreglaban la cama. Guillermina había salido de la casa sin despedirse, y poco a poco se fueron marchando los demás. Antes de las doce, todo estaba en silencio, y los papás se retiraron a su habitación, después de encargar a Jacinta que estuviese muy a la mira para que el Delfín no se desabrigara. Este parecía dormido profundamente, y su esposa se acostó sin sueño, con el ánimo más dispuesto a la centinela que al descanso. No había transcurrido una hora, cuando Juan despertó intranquilo, rompiendo a hablar de una manera algo descompuesta. Creyó Jacinta que deliraba, y se incorporó en su cama; mas no era delirio, sino inquietud con algo de impertinencia. Procuró calmarle con palabras cariñosas; pero él no se daba a partido. «¿Quieres que llame?».—«No; es tarde, y no quiero alarmar... Es que estoy nervioso. Se me ha espantado el sueño. Ya se ve; todo el día en este pozo del aburrimiento. Las sábanas arden y mi cuerpo está frío».

      Jacinta se echó la bata, y corrió a sentarse al borde del lecho de su marido. Pareciole que tenía algo de calentura. Lo peor era que sacaba los brazos y retiraba las mantas. Temerosa de que se enfriara, apuró todas las razones para sosegarle, y viendo que no podía ser, quitose la bata y se metió con él en la cama, dispuesta a pasar la noche abrigándole por fuerza como a los niños, y arrullándole para que se durmiera. Y la verdad fue que con esto se sosegó un tanto, porque le gustaban los mimos, y que se molestaran por él, y que le dieran tertulia cuando estaba desvelado. ¡Y cómo se hacía el nene, cuando su mujer, con deliciosa gentileza materna, le cogía entre sus brazos y le apretaba contra sí para agasajarle, prestándole su propio calor! No tardó Juan en aletargarse con la virtud de estos melindres. Jacinta no quitaba sus ojos de los ojos de él, observando con atención sostenida si se dormía, si murmuraba alguna queja, si sudaba. En esta situación oyó claramente la una, la una y media, las dos, cantadas por la campana de la Puerta del Sol con tan claro timbre, que parecían sonar dentro de la casa. En la alcoba había una luz dulce, colada por pantalla de porcelana.

      Y cuando pasaba un rato largo sin que él se moviera, Jacinta se entregaba a sus reflexiones. Sacaba sus ideas de la mente, como el avaro saca las monedas, cuando nadie le ve, y se ponía a contarlas y a examinarlas y a mirar si entre ellas había alguna falsa. De repente acordábase de la jugarreta que le tenía preparada a su marido, y su alma se estremecía con el placer de su pueril venganza. El Pituso se le metía al instante entre ceja y ceja. ¡Le estaba viendo! La contemplación ideal de lo que aquellas facciones tenían de desconocido, el trasunto de las facciones de la madre, era lo que más trastornaba a Jacinta, enturbiando su piadosa alegría. Entonces sentía las cosquillas, pues no merecen otro nombre, las cosquillas de aquella infantil rabia que solía acometerla, sintiendo además en sus brazos cierto prurito de apretar y apretar fuerte para hacerle sentir al infiel el furor de la paloma que la dominaba. Pero la verdad era que no apretaba ni pizca, por miedo de turbarle el sueño. Si creía notar que se estremecía con escalofríos, apretaba sí dulcemente, liándose a él para comunicarle todo el calor posible. Cuando él gemía o respiraba muy fuerte, le arrullaba dándole suaves palmadas en la espalda, y por no apartar sus manos de aquella obligación, siempre que quería saber si sudaba o no, acercaba su nariz o su mejilla a la frente de él.

      Serían las tres cuando el Delfín abrió los ojos, despabilándose completamente, y miró a su mujer, cuya cara no distaba de la suya el espacio de dos o tres narices. «¡Qué bien me encuentro ahora!—le dijo con dulzura—. Estoy sudando; ya no tengo frío. ¿Y tú no duermes? ¡Ah! La gran lotería es la que me ha tocada a mí. Tú eres mi premio gordo. ¡Qué buena eres!».

      —¿Te duele la cabeza? —No me duele nada. Estoy bien; pero me he desvelado; no tengo sueño. Si no lo tienes tú tampoco, cuéntame algo. A ver dime a dónde fuiste esta mañana.

      —A contar los frailes, que se ha perdido uno. Así nos decía mamá cuando mis hermanas y yo le preguntábamos dónde había ido.

      —Respóndeme al derecho. ¿A dónde fuiste?

      Jacinta se reía, porque le ocurrió dar a su marido un bromazo muy chusco.

      «¡Qué alegre está el tiempo! ¿De qué te ríes?».

      —Me río de ti... ¡Qué curiosos son estos hombres! ¡Virgen María!, todo lo quieren saber.

      —Claro, y tenemos derecho a ello. —No puede una salir a compras... —Dale con las tiendas. Competencia con mamá y Estupiñá; eso no puede ser. Tú no has ido a compras.

      —Que sí. —¿Y qué has comprado?

      —Tela. —¿Para camisas mías? Si tengo... creo que son veintisiete docenas.

      —Para camisas tuyas, sí; pero te las hago chiquititas.

      —¡Chiquititas! —Sí, y también te estoy haciendo unos baberos muy monos.

      —¡A mí, baberos a mí!

      —Sí, tonto; por si se te cae la baba.

      —¡Jacinta! —Anda... y se ríe el muy simple. ¡Verás qué camisas! Sólo que las mangas son así... no te cabe más que un dedo en ellas.

      —¿De veras que tú?... A ver ponte seria... Si te ríes no creo nada.

      —¿Ves que seria me pongo?... Es que me haces reír tú... Vaya, te hablaré con formalidad. Estoy haciendo un ajuar.

      —Vamos, no quiero oírte... ¡Qué guasoncita!

      —Que es verdad. —Pero. —¿Te lo digo? Di si te lo digo.

      Pasó un ratito en que se estuvieron mirando. La sonrisa de ambos parecía una sola, saltando de boca a boca.

      —¡Qué pesadez!... di pronto...

      —Pues allá va... Voy a tener un niño.

      —¡Jacinta! ¿Qué me cuentas?... Estas cosas no son para bromas—dijo Santa Cruz con tal alborozo, que su mujer tuvo que meterle en cintura.

      —Eh, formalidad. Si te destapas me callo.

      —Tú bromeas... Pues si fuera eso verdad, no lo habrías cantado poco... ¡con las ganitas que tú tienes! Ya se lo habrías dicho hasta a los sordos. Pero di, ¿y mamá lo sabe?

      —No, no lo sabe nadie todavía.

      —Pero mujer... Déjame, voy a tirar de la campanilla.

      —Tonto... loco... estate quieto o te pego.

      —Que se levanten todos en la casa para que sepan... Pero, ¿es farsa tuya? Sí, te lo conozco en los ojos.

      —Si no te estás quieto, no te digo más...

      —Bueno, pues me estaré quieto... Pero responde, ¿es presunción tuya o...?

      —Es certeza. —¿Estás segura? Tan segura como si le estuviera viendo, y le sintiera correr por los pasillos... ¡Es más salado, más pillín...!, bonito como un ángel, y tan granuja como su papá.

      —¡Ave María Purísima, qué precocidad! Todavía no ha nacido y ya sabes que es varón, y que es tan granuja como yo.

      La Delfina no podía tener la risa. Tan pegados estaban el uno al otro, que parecía que Jacinta se reía con los labios de su marido, y que este sudaba por los poros de las sienes de su mujer.

      «¡Vaya con mi señora, lo que me tenía guardado!» añadió con incredulidad.

      —¿Te alegras? —¿Pues no me he de alegrar? Si fuera cierto, ahora mismo ponía en planta a toda la familia para que lo supieran; de fijo que papá se encasquetaba el sombrero y se echaba a la calle, disparado, a comprar un nacimiento. Pero vamos a ver, explícate, ¿cuándo será eso?

      —Pronto. —¿Dentro de seis meses? ¿Dentro de cinco?

      —Más pronto. —¿Dentro de tres?

      —Más prontísimo... está al caer, al caer.

      —¡Bah!... Mira, esas bromas son impertinentes.