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E-Pack Escándalos - abril 2020


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lograr casarse con él o cualquier otra idea igualmente absurda, no pensaba entrar en él—. Puede marcharse.

      Pero ella no se movió.

      Volvió a mirarla e hizo un gesto con la mano.

      —He dicho que puede marcharse.

      Dos círculos rojos le aparecieron en las mejillas e irguiéndose, dio la vuelta y caminó con suma dignidad hasta la puerta. Sí, sin duda era una joven con clase.

      Cuando había abierto ya, el marqués volvió a hablar:

      —Que esto le sirva de lección, señorita Hill.

      Ella se volvió enarcando las cejas.

      —¿De lección, señor?

      Brent se levantó sin pensar y se acercó a ella en dos grandes zancadas mientras la joven le mantenía la mirada. Puso la mano en la puerta, pero sin saber en realidad si era para abrirla del todo o para cerrarla.

      —No se le habría abierto la puerta de mi casa de no ser por el hecho de que estoy aguardando la llegada de una mujer que viene a solicitar el puesto de institutriz —explicó, y bajó deliberadamente la mirada a su pecho para hacerle comprender lo peligroso que podía ser encontrase a solas con un hombre—. Y usted no lo es.

      Pero ella no se dejó intimidar.

      —¿Cómo puede saber lo que soy, señor, si no se ha dignado tan siquiera a escuchar mis calificaciones para el puesto?

      ¿Calificaciones? ¡Ja!

      Con una mano le tocó suavemente el hombro.

      —No viste usted como una institutriz.

      Ella le apartó la mano.

      —No sé quién piensa usted que soy, señor, pero he venido para interesarme por el puesto de institutriz. He de admitir que carezco aún del guardarropa propio de ese trabajo —sus ojos azules brillaron de dolor—, ya que mis ropas me las proporcionó lady Charlotte, para quien trabajaba como dama de compañía.

      —¿Lady Charlotte?

      Bajó la mirada.

      —La hija del conde de Lawton.

      ¡Aquel era el nombre! Sintió deseos de golpearse en la frente. Lord Lawton era quien había organizado aquel encuentro. Dios bendito… aquella mujer era la institutriz.

      Entonces fue ella quien se mostró confusa.

      —¿Acaso lord Lawton no le explicó mis circunstancias?

      Aquella noche había bebido una buena cantidad de coñac, y no recordaba bien lo que Lawton le había podido explicar, aparte del hecho de que conocía a una institutriz y eso era lo que él necesitaba.

      —Explíquemelas usted, señorita Hill.

      Cerró la puerta e interpuso una distancia más respetable.

      Ella bajó la mirada.

      —He sido la dama de compañía de lady Charlotte, y dado que ahora ha sido presentada ya en sociedad, no necesita más de mis servicios.

      —¿Dama de compañía? —preguntó con escepticismo—. Pero si parece que acabara de salir de la escuela y fuese usted quien necesitara carabina.

      —He dicho que era la dama de compañía de lady Charlotte, no su carabina. Yo… he sido su acompañante desde que éramos niñas. La situación era un tanto… —buscó la palabra correcta—… inusual.

      Brent se cruzó de brazos.

      —Explíquemela.

      Parecía molesta y en guardia al mismo tiempo.

      —Me he criado con lady Charlotte. Ella es hija única y extremadamente tímida, y necesitaba una acompañante; una hermana mayor, digamos —lo miró a los ojos antes de continuar—. También he de decirle que era… que soy hija del servicio de lord Lawton. Mi madre es lavandera y mi padre lacayo.

      Brent se encogió de hombros. Su propio linaje era tan inapropiado como el de ella. Su madre era tan pobre como solo podía serlo una mujer irlandesa, y él se había pasado los primeros años de su vida en la granja que su abuelo tenía arrendada en Culleen.

      Hasta que su abuelo inglés se lo llevó de allí. Un tío de cuya existencia no sabía una palabra había muerto inesperadamente y de pronto él se vio convertido en heredero de un título del que no sabía una palabra y enviado a una tierra hasta entonces enemiga para él.

      —He sido educada como una dama —continuó la señorita Hill—. He estudiado las mismas lecciones que lady Charlotte y aprendido lo mismo que ella —del bolsillo de la capa sacó un documento y se lo entregó—. Aquí lo tiene todo por escrito.

      Al tomar el papel sus manos se rozaron y Brent cayó en la cuenta de que su guante había sido cuidadosamente remendado.

      Fingió leer y luego la miró. En los dedos aún conservaba la sensación del roce.

      —Le ruego me disculpe, señorita Hill.

      Ella se irguió de nuevo para mirarle con un porte tan regio como el de cualquiera de las matronas que acudían a Almack’s. Su cuello, tan recto y delgado, invitaba a ser acariciado. E invitaba a continuar hacia abajo, hasta la curva de sus pechos…

      —¿Por qué me mira así? —le preguntó con un ligero temblor en la voz.

      Dios bendito, se había dejado llevar por la imaginación y se había atrevido a seducirla…

      ¿Por qué aquella belleza estaría dispuesta a enterrarse en el repudiado trabajo de institutriz? Seguro que no ignoraba los peligros que acechaban a una mujer al servicio de los ricos y privilegiados. Una institutriz no contaba con la protección del resto del servicio, ni tampoco de la sociedad. Sería presa fácil de cualquier hombre que deseara seducirla.

      Cerró los ojos y se volvió hacia las estanterías. Dejó que los dedos acariciaran el lomo de los libros.

      —Le ruego me disculpe una vez más, señorita Hill. No consigo comprender cómo una joven de su… —se volvió sin querer una vez más para admirarla de arriba abajo—… disposición puede pretender el puesto de institutriz.

      Ella lo miró con aire de superioridad.

      —¿Me cree usted incapaz de desarrollar semejante tarea?

      Su valor le producía más asombro del debido.

      —Es usted muy joven —replicó, yendo a sentarse en una silla junto a la ventana. Luego cruzó las piernas.

      Ella volvió a levantar la barbilla.

      —Mi edad es un valor añadido, lord Brentmore.

      Él frunció el ceño.

      —¿Y qué edad tiene usted?

      —Veinte años, milord.

      —Muy mayor, sí —se burló.

      Ella dio un paso hacia él.

      —Mi juventud me proporcionará la energía necesaria para la enseñanza de mis educandos.

      Lord Brentmore tamborileó con los dedos en el brazo de la silla. La institutriz anterior era una mujer de cierta edad, y seguir dándole precisamente ese empleo había sido un error. ¿Lo sería también contratar a alguien tan joven?

      —Así los comprenderé mejor —continuó—. Aún no he olvidado las travesuras que pueden inventarse los chiquillos.

      —Yo no quiero una institutriz que se una a ellos en sus diabluras.

      —¡Y no pienso hacerlo! —replicó, irritada—. Soy una persona juiciosa, milord.

      Se levantó y volvió a acercarse a ella, lo suficiente para sentir en la piel su calor.

      —Cuénteme más de usted, señorita Hill.

      Su