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E-Pack Escándalos - abril 2020


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dijo haciendo un gesto con el brazo, pero la palabra hija la pronunció con un tono amargo.

      Anna se sentó.

      El señor Hill llenó un vaso para lord Brentmore y parte del licor se derramó por los lados. Sus manos temblaban.

      —Deberías haber venido antes —le recriminó.

      —He esperado a que terminara Egan de cenar, padre.

      —No me refiero a eso. Hablo de tu madre.

      —No he podido, padre.

      Y eso era lo peor de todo: no haber podido llegar a tiempo.

      Su padre clavó la mirada en el fuego de la chimenea.

      —No hubo nadie en su funeral. Nadie que la acompañara —la miró—. ¿Por qué no has venido, eh? ¿Estabas demasiado ocupada atendiendo a los mocosos del señorito?

      Anna miró sin poder evitarlo a lord Brentmore, y él contestó por ella.

      —Ha venido en cuanto recibió la carta, esta misma mañana —su acento irlandés se desdibujó un tanto.

      El padre hizo un gesto con la mano que equivalía a decir que todo daba igual y tomó un trago directamente de la botella.

      Anna apartó la mirada y ahora que sus ojos se habían acostumbrado ya a la oscuridad de la casa, vio platos sucios en las mesas, ropa tirada por el suelo, botellas por todas partes.

      —Voy a recoger un poco —dijo, levantándose.

      Encendió una de las lámparas y empezó por recoger las botellas vacías.

      Su padre no se dio ni cuenta.

      —Me asquea… después de todo lo que tu madre hizo todos estos años.

      Anna le escuchaba solo a medias; seguía llevando botellas al cubo que había junto al fregadero, lleno de platos sucios.

      Su padre seguía hablando.

      —Ella solo me aguantaba, nada más. ¿Qué podía hacer yo? ¿Qué posibilidades tenía un hombre que se pasa el día sacando mierda de las cuadras y que vuelve a casa apestando a caballo? —se volvió a Anna y la señaló con un dedo—. Y la hija… igual.

      Anna se había pasando la vida esperando que su padre la quisiera, pero no lo había conseguido.

      Lord Brentmore se levantó y se acercó a ella.

      —¿En qué puedo ayudar?

      Su cercanía era un consuelo. Le agradecía mucho que se hubiera quedado.

      —¿Cómo voy a pedirle que me ayude?

      —No es usted quien me lo pide, sino yo quien se lo ofrezco.

      Había un cubo al otro lado del fregadero y se lo entregó.

      —¿Podría llenarlo de agua? El pozo está fuera.

      Él asintió.

      Recogió más platos, cuencos y cucharas por toda la habitación y los dejó en el fregadero. No podía fregar en condiciones sin calentar agua en el fuego, pero eso significaría cruzar por delante de su padre, y no quería correr el riesgo de molestarle. Los cacharros tendrían que esperar hasta el día siguiente.

      Lord Brentmore volvió con el cubo lleno y Anna lo echó en el fregadero para dejar todo aquello a remojo.

      —¿Y ahora?

      —Ya ha hecho más que suficiente, mi… Egan —respondió con una sonrisa agradecida.

      No volvió a la silla que ocupaba antes, sino que se quedó a un lado con los brazos cruzados sobre el pecho.

      Ella siguió yendo y viniendo por la habitación recogiendo ropa sucia y trastos y fue a pararse junto a la silla que había ocupado antes lord Brentmore. Su ginebra estaba sin tocar.

      Su padre, que seguía murmurando entre dientes, tomó el vaso y se lo bebió de un trago como si fuera agua.

      —Maldito seas —rabió—. Después de tantos años no se ha dignado siquiera a asomar la jeta por el funeral.

      Anna arrugó el entrecejo.

      —Se lo debía… debería haberla acompañado.

      ¿De quién estaría hablando?

      —Padre…

      —No te hagas la tonta, que sabes de sobra de quién hablo —la cortó.

      —No lo sé, padre. ¿Habla de madre?

      —¡Pues claro que estoy hablando de tu puñetera madre! —se rió—. ¡De mi mujer!

      Brentmore se acercó a ella en silencio.

      —No hable así de ella —le reprendió.

      El hombre medio se levantó de su silla.

      —¡Hablaré de ella como me venga en gana! Era mi mujer, no la suya.

      —Señor Hill —lord Brentmore habló sin acento y con firmeza—. Mida sus palabras, que demasiado está sufriendo ya su hija.

      Su padre se levantó de golpe.

      —¿Que mida, yo? ¡Ja!

      Lord Brentmore se interpuso entre su padre y ella, dejando a Anna a su espalda.

      —¡Basta! —ordenó.

      Una mirada de sorpresa cruzó el rostro de su padre, pero ese fue el único síntoma de que se había dado cuenta de que el cochero hablaba como un marqués.

      Volvió a dejarse caer en la silla y se tapó la cara con las manos.

      —Debería haber venido. El muy cerdo debería haber presentado sus respetos.

      —¿Quién, padre?

      Sus ojos turbios se clavaron en los de ella.

      —El amo.

      —¿Lord Lawton? Padre, no tiene sentido lo que dice. ¿Por qué esperaba usted que lord Lawton se presentara en el funeral? Madre solo era una lavandera.

      —Sí, hija, tú sigue fingiendo que no sabes nada —ironizó.

      —¿Qué he de saber? —preguntó, angustiada.

      Lord Brentmore puso la mano en su brazo mientras su padre se llevaba a los labios el vaso y miraba luego su fondo vacío como si esperase que se ocultara más ginebra en él.

      —¿Por qué piensas que te eligieron para hacer compañía a la niña?

      Estaba cambiando de tema.

      —Pero él no podía consentir que fueras una mera criada, claro —continuó.

      Lord Brentmore apretó con más fuerza su brazo.

      —Padre, hable claro, se lo ruego.

      —Padre —se burló—. Yo no soy tu padre, niña, y no podrán obligarme a que te llame hija.

      Sintió que la sangre le abandonaba la cara.

      —¿Está usted diciendo que…. Que lord Lawton...?

      Su padre dio una palmada en la mesa.

      —¿Lo ves? ¡Lo sabías! Lo has sabido siempre. El amo es tu padre, no yo. No yo.

      La cabeza empezó a darle vueltas y su padre, el hombre que ella creía que le había dado la vida, siguió hablando.

      —Antes trabajaba en la casa. Era doncella de la primera planta y la mujer más bonita que yo había visto nunca. Él se dio cuenta enseguida y a cada oportunidad que se le presentaba se revolcaba con ella en la cama —clavó de nuevo la mirada en el fuego—. Se quedó preñada y el ama se volvió loca cuando se enteró. La echó de la casa pero él la retuvo en la lavandería. Tenía un plan, ¿sabes? —suspiró—. Acudió a mí. Me preguntó si me gustaría tener una casita