brazos y a través del tejido de su camisón pudo sentir la firme rotundidad de sus senos, las curvas de su cuerpo, el lugar especial que desataba sus sentidos. Bajó las manos a su cintura y la apretó contra él, ahogándose en deseo.
Le ofreció la boca y él la poseyó, saboreándola a placer. Con la lengua paladeó sus labios y el interior de su boca. Sabía a coñac.
La tomó en brazos y la llevó hasta su alcoba, dejándola sobre la cama. Estaba tan ofrecida a él como podía estarlo una mujer, tan perdida en la pasión como lo estaba él.
Se arrancó la camisa sin pensar y se tumbó junto a ella en el lecho, enredadas las piernas y viajeras las manos mientras se bebía su boca.
¿Qué mal podía haber en hacerle el amor? Los dos lo deseaban. Y sería delicado con ella. Quería ser hombre en su cuerpo, unirse a ella, alcanzar juntos el clímax.
¿Qué mal podía hacerles seguir?
Sus manos se colaron entre sus piernas hasta el lugar donde el placer explotaba, y ella se movió contra su mano.
Podían tener muchas noches de placer hasta que… hasta que él se casara.
De pronto se quedó inmóvil y un segundo después se apartaba de ella.
—No, no pares —gimió—. Quiero que sigas.
Brent tomó su cara entre las manos.
—No puedo.
Debería decirle que el marqués de Brentmore no tardaría en contraer respetable matrimonio, pero aquel era el peor momento posible para tal confesión, y cuando estaba con ella gustaba de fingir que su prometida no existía.
Su expresión mostró la angustia que la consumía.
—¿Por qué?
—Podrías… quedarte embarazada —consiguió decir.
—Como mi madre —reconoció ella con los ojos de par en par.
Brent se levantó de la cama y volvió a ponerse la camisa.
—Solo Dios sabe hasta qué punto deseo hacerte el amor, Anna, pero no estaría bien. Lo cambiaría todo entre nosotros.
Ella se frotó las sienes con los dedos.
—¿Qué vamos a hacer entonces?
—Esto, no. Debemos tener cuidado. Te prometo que no volverá a ocurrir.
—No estoy segura de que eso sea lo que quiero.
—Al menos no es lo que yo quiero, pero sí lo que debo hacer.
—Las cosas han cambiado ya bastante entre nosotros —respondió mirándole fijamente—. Siento como si se hubiera abierto una puerta que no puedo cerrar por mucho que lo intente.
Él también la miraba a los ojos.
—Lo siento, Anna.
Ella bajó la mirada y guardó silencio.
Si ella perteneciera a la buena sociedad, él estaría en la obligación de casarse con ella por haberse comportado de aquel modo, pero ese no era el caso. Y allí no había nadie, no existía un padre cariñoso o simplemente responsable que velara por ella, para insistir en que se casaran.
Esa idea le hizo daño; lo vulnerable de su estado, su soledad.
Si le hacía el amor, tendría que casarse con ella. ¿Cómo seguir viviendo consigo mismo si no? Pero ya podía imaginarse el escándalo: plantar a la señorita Rolfe para casarse con una institutriz con un pasado tan escandaloso como el suyo.
Sus hijos serían los que pagarían las consecuencias de semejante comportamiento.
—Debemos pensar en los niños —dijo—. Quiero lo mejor para ellos.
Anna asintió y se levantó de la cama con toda dignidad.
—Me he comportado de un modo abominable. Le ruego que me disculpe por ello.
Y antes de que él pudiera componer su respuesta, ella salió de la alcoba.
El día siguiente lo pasaron comportándose como institutriz y marqués, manteniendo una distancia que era tan dolorosa como necesaria. El hecho de haber estado a punto de hacerle el amor hacía que el deseo de Brent pugnara con más fuerza que nunca, pero ella estaba en lo cierto: todo había cambiado ya entre ellos.
Y por si eso no fuera suficiente, Londres lo llamaba. Parker tenía una remesa de asuntos que debía atener, y había recibido varias cartas de miembros del Parlamento en que solicitaban que volviera. Aunque estaban ya en agosto, las sesiones continuaban.
Aun así, todo aquello podía ignorarse, pero aquella mañana recibió sendas cartas de Peter y el barón Rolfe, rogándole que volviera a Londres para poner en marcha el casamiento. Las circunstancias apremiaban ya a lord Rolfe.
Tenía que regresar.
Pero era pronto para dejar a los niños.
O a Anna.
La lluvia y el frío los retenían a todos en casa, y el confinamiento no mejoraba precisamente la incomodidad de Brent. No hacía más que ir y venir por la casa, y de vez en cuando se encerraba en la galería a contemplar los retratos de sus antepasados, que alcanzaban hasta el siglo XVI.
Viendo a aquellos hombres de barbitas puntiagudas y a aquellas mujeres envueltas en encajes le costaba trabajo creer que su sangre le corriera por las venas. Aun después de los años transcurridos seguía sintiéndose en tierra extranjera.
Wyatt lo encontró.
—Ah, está usted aquí, milord. La cena esta servida —anunció desde el fondo de la galería.
—Gracias, Wyatt.
Cuando Brent llegó al comedor, Anna ya estaba sentada a la mesa.
—Siento haberla hecho esperar —dijo—. He perdido la noción del tiempo.
Ella sonrió educadamente.
—Al señor Wyatt le ha costado trabajo encontrarle.
Brent se sentó.
—Estaba en la galería.
—Ah, la galería —repitió ella.
—Con mis ancestros.
El lacayo les sirvió la sopa casi de inmediato y Brent le preguntó por las lecciones de los niños.
Anna respondió dándole todos los detalles sobre lo que habían hecho en aquel día tan lluvioso.
—Espero que mañana podamos salir. Los dos están ya nerviosos.
—Como yo.
—Si mañana sigue lloviendo —continuó, metiendo la cuchara en la sopa—, los llevaré a la sala de música para darles lecciones de baile.
Él alzó la mirada.
—Si llueve, puede que me una al grupo.
Ella lo miró.
—Estaría bien.
Sus miradas se quedaron fijas el uno en el otro.
—Y a los niños les encantaría —añadió ella.
Llegó el segundo plato.
—Hoy por fin he revisado el correo que tenía pendiente.
—¿Alguna noticia interesante? —preguntó educadamente.
—El Parlamento sigue reuniéndose.
—¿Ah, sí? —fingió interesarse.
—El señor Parker me espera con un montón de asuntos pendientes.
Anna volvió a mirarlo, y entonces fue él quien bajó la mirada.
—Tengo que volver a Londres.
—Los