algún modo cambiar. La ley, afirma, puede mudar por parte de la razón que la dicta y por parte de las mutaciones que se operen en la estructura social que esa ley regula: «Por parte de la razón, porque es natural en ella que gradualmente vaya de lo imperfecto a lo perfecto. Y así vemos que, en las ciencias especulativas, los que primero filosofaron dieron con algo imperfecto que fue perfeccionado por los posteriores filósofos»[2].
Es solo el estilo lo que puede dar, en santo Tomás, cierta apariencia de frialdad, de algo que podría llamarse “falta de vibración histórica”. Pero en ese qui primo philosophati sunt están esos hombres cuya ciencia ha tenido presente a lo largo de toda su vida: Platón, el Filósofo (Aristóteles), Agustín, Boecio, el Pseudo Dionisio, el Comentador (Averroes), Crisóstomo, Siger de Brabante, Maimónides, Buenaventura… Claras también las últimas palabras: todos los que después hemos filosofado, valiéndonos de ellos, hemos progresado en la verdad, hemos dicho cosas más perfectas, pero no las más perfectas posibles, porque la historia sigue.
Falta en santo Tomás, es verdad, algunas palabras indicadoras explícitamente de la relevancia del factor histórico: filosofar aquí, ahora, y con estas circunstancias. Por eso solo habla, en el problema que aquí interesa, de mutabilidad de la verdad, no de historicidad. El obstáculo no es insalvable, siempre que pongamos de nuestra parte la historicidad latente; por eso se procurará “ambientar” sus palabras en el tiempo, lugar y circunstancias en que fueron escritas.
Es imprescindible averiguar si le interesó el problema de la historicidad de la verdad, si le apasionó, se diría hoy. Santo Tomás no habla —ya se ha dicho— de historicidad de la verdad, sino solo de mutabilidad. Se podría, por esto, diseñar lo que entiende por historicidad —o lo que entiende por influjo del tiempo, de la situación histórica sobre el pensamiento— siguiendo la evolución de uno cualquiera de esos temas que aparecen mil veces a lo largo de sus obras. Sin embargo, parece más preciso analizar el influjo de la historicidad precisamente en la evolución de su doctrina sobre la mutabilidad de la verdad. Esta cuestión de la historicidad aparecerá por tanto como conclusión teorética de la doctrina tomista sobre la mutabilidad de la verdad, y como conclusión histórica del modo de plantearse Tomás esa misma cuestión.
[1] Cfr. GILSON, E., Lo spirito della filosofia medievale, trad. italiana de la 2.ª ed. francesa, Brescia 1947. Vid. todo el capítulo: “Il medioevo e la Storia”. Versión castellana en Rialp, Madrid, 2006.
[2] «Ex parte quidem rationis, quia humanae rationi naturale esse videtur ut gradatim ab imperfecto ad perfectum perveniat. Unde videmus in scientiis speculativis quod qui primo philosophati sunt, quaedam imperfecta tradiderunt, quae post modum per posteriores sunt magis perfecta».
5.
PARÍS, 1254. TOMÁS, BACHILLER SENTENCIARIO
TOMÁS DE AQUINO LLEGA A PARÍS probablemente en 1252, a los veintinueve años. Atrás quedaban los años tranquilos en Montecassino (1232-1236) y en Nápoles, donde en sus frecuentes visitas al convento de los frailes dominicos, vio que Dios lo llamaba a la nueva Orden mendicante (su vocación puede fecharse hacia 1244, cuando tenía 18 años).
La noticia del ingreso de Tomás en la Orden llega a los oídos de su madre (Landolfo, el padre, había muerto en 1243), doña Teodora, que se traslada —enfurecida— a Nápoles, precisamente cuando Tomás acababa de salir ya camino de Roma. Teodora va también a Roma, pero Tomás está ya camino de Bolonia. Entonces la madre deja las manos libres a sus otros hijos para que consigan que Tomás vuelva. A mediados de mayo de 1245, Tomás es capturado por sus hermanos en Acquapendente. La prisión —prisión hasta cierto punto— en Montesangiovanni y en Roccasecca durará hasta fines de ese mismo año. Tiene pues, Tomás unos meses de paz en el sentido de que, al menos, le permiten leer.
¿Qué lee? La Biblia, el Breviario y las Sentencias de Pedro Lombardo. Hacia fines de 1245 escapa de Roccasecca (la vigilancia de doña Teodora ya era mínima), y llega a Nápoles. Luego estudia en Bolonia y con probabilidad también en París. Seguro es que en 1248 va a Colonia, al recién fundado Estudio General que dirige Alberto de Bollstädt, también conocido como san Alberto Magno. Allí pasa unos años preciosos escuchando la exposición de De divinis nominibus, del Pseudo Dionisio, y de la aristotélica Ética a Nicómaco. Se está bien en Colonia, piensa quizá Tomás. Hay un ambiente intelectual pujante y a su lado un maestro que le aprecia y le enseña.
Tomás (que es fundamentalmente un intelectual) realiza en esos cuatro años de Colonia un trabajo intenso. Allí escribe probablemente De ente et essentia ad fratres et socios y De principiis naturae ad fratrem Silvestrum[1]. Tomás tiene poco más de 26 años.
Llega a París en 1252. ¿Qué sucede en París en este año? El ambiente universitario empieza a llenarse de las intrigas que Guillermo de Saint-Amour, Cristiano de Beauvais, Nicolás de Barne, Odón de Duai y otros mueven para impedir la enseñanza a los miembros de las órdenes mendicantes. Los universitarios aprovechan la ocasión para organizar manifestaciones tumultuosas, cosa que ha ocurrido siempre. En una ocasión interviene la policía, y muere un estudiante. Numerosos heridos y bastantes arrestos. La Universidad protesta por sus fueros violados; como no se le atiende, los Maestros decretan una huelga general[2].
La lucha sigue. Los del Saint-Amour quieren a toda costa arrojar a los mendicantes de las cátedras. Interviene el papa Inocencio IV y recomienda el orden: a ver si para la Asunción del 1254 la calma está totalmente restablecida.
Guillermo de Saint-Amour se traslada a Agnani, donde reside el Papa, y consigue que el Pontífice publique la Bula Etsi animarum, por la que se anulan todos los privilegios concedidos a los franciscanos y a los dominicos.
Poco tiempo dura la alegría de Saint-Amour. Inocencio IV muere 15 días después de firmar la bula, el 7 de diciembre de 1254. El 21 del mismo mes hay un nuevo papa, Alejandro IV, que al día siguiente de su elección publica la Nec insolitum, anulando la Etsi animarum. El 14 de abril de 1255 Alejandro IV publica otra Bula, Quasi lignum vitae, que asegura los derechos de los mendicantes. La batalla está ya perdida para los partidarios del Saint-Amour. Guillermo escribe el Tractatus brevis de periculis novissimorum temporum, que es un libelo difamatorio contra los mendicantes; pero, incluso si no hubiese aparecido el ponderado opúsculo tomista Contra impugnantes Dei cultum et religionem[3], contestándole, la suerte de los seculares estaba ya echada. Guillermo fue privado de todos sus beneficios por el papa.
¿Qué hace Tomás mientras sucede todo esto? Trabaja, explica. No era un luchador; no tuvo nunca la habilidad política de Saint-Amour; a sus críticas respondió con el Contra impugnantes, que es, ciertamente, fuerte y enérgico, pero poco polémico, algo impersonal. En 1254 Tomás acaba sus lecciones como bachiller bíblico, y empieza el bienio (1254-1256) en el que debía explicar los cuatro libros de las Sentencias de Pedro Lombardo. Tomás no se limita a explicar, sino que va dejando por escrito —ampliadas y documentadas— el conjunto de sus explicaciones. Se conservan autógrafos de este Comentario[4]. Es un trabajo rápido —la letra muy ágil— lleno de supresiones y de adiciones. A veces repite lo mismo hasta cuatro veces, siendo cada versión más clara que la anterior. Los comentarios de Tomás al Libro de las Sentencias son un trabajo profundísimo sobre un libro clásico, fraguado mientras a su alrededor arreciaban calumnias y una persecución injusta. El comentario al libro III se guarda en la Biblioteca Vaticana.
[1] Otros, como Boyer (cfr. edit. crit. Romae 1950) ponen la composición del opúsculo De ente et essentia en 1256 ya en París. Parece más convincente la opinión de los que lo sitúan en Colonia. De todos modos, en este tipo de cuestiones señalaré solamente una opinión, la más común. Además la mayoría de los datos no se documentarán, sino solo aquellos que por lo insólito o poco oídos podrían aparecer infundados.
[2] Cfr. DENIFFLE, H. Chartularium Universitatis Parisiensis, Ex typis Fratrum Delalain, París, 1989, I, pp. 243-244.