Морган Райс

Una Corona para Los Asesinos


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una faja. Ahora Lucas estaba allí, evidentemente ignorando la orden de la matrona.

      Sofía sintió que una ola de alegría la sobrepasaba al oír que su hija lloraba por ella, balbuceando en el modo en el que lo hacían los bebés cuando querían a sus madres.

      —Parece que está fuerte —dijo Catalina, tomando a la bebé con una delicadeza sorprendente y esperó a que se fuera la matrona para dársela a Sofía para que la cogiera. Sofía alargó los brazos hacia su hija y bajó la mirada hacia unos ojos que parecían abarcar el mundo entero. Ahora mismo, el mundo entero era su hija.

      La visión golpeó a Sofía con tanta rapidez que la dejó sin aliento.

      «En la sala del trono había una joven pelirroja, los representantes de un centenar de tierras se arrodillaban ante ella. Caminaba por las calles dando largos pasos, repartiendo pan para los pobres, cogiendo flores tiradas a sus pies para, sin dejar de reír, poder hacer con ellas una corona para un grupo de niños. Alargó el brazo para coger una flor marchita y la devolvió a un buen estado…

      »… Atravesaba el campo de batalla dando largos pasos, espada en mano, clavándosela a los moribundos para acabar con sus intentos de aferrarse a la vida. Extendió el brazo hacia un joven y le quitó la vida y dio de comer con ella al gran pozo de poder que le permitiría sanar a sus tropas…

      »… Bailaba en el centro del baile, riendo mientras daba vueltas, era evidente que los que la rodeaban la amaban. Los artistas trabajaban a un lado de la sala con un poco de todo, desde pintura a piedra o a magia, y creaban obras tan bellas que casi dolían los ojos al mirarlas. Dejó entrar a los pobres a la fiesta, no como caridad, sino porque ella no veía ninguna diferencia entre dar de comer a sus amigos y dar de comer a cualquiera que tuviera hambre…

      »… Estaba en el borde de un foso de batalla, ante un grupo de nobles que temblaban mientras se arrodillaban y alzaban la vista hacia ella con una mezcla de miedo y odio. Al verlo, Sofía hizo una mueca de dolor.

      »Me traicionasteis —dijo con una voz de una belleza casi perfecta—. « Podríais haberlo tenido todo y lo único que teníais que hacer era seguir mis órdenes.

      »¡Y no ser mucho más que esclavos! —dijo uno de los hombres.

      »Ella se les acercó, espada en mano.

      —Esto debe de tener un precio.

      Se acercó y la matanza empezó mientras a su alrededor la multitud cantaba a coro una palabra, un nombre, una y otra vez: «Cristina, Cristina».

      Sofía volvió en sí misma de golpe y miró fijamente a su hija, sin comprender lo que había pasado. Ahora entendía la sensación de una visión real, pero no comprendía qué significaba todo esto. Parecían dos series de visiones a la vez, en contradicción la una con la otra. Las dos no podían ser ciertas, ¿verdad?

      —Sofía, ¿qué pasa? —preguntó Catalina.

      —Tuve… una visión —dijo Sofía—. Una visión sobre mi hija.

      —¿Qué tipo de visión? —preguntó Lucas.

      —No lo entiendo —dijo Sofía—. La vi y la mitad del tiempo estaba haciendo cosas hermosas, maravillosas, y el resto… era cruel, muy malvada.

      «Muéstranoslo» —sugirió Catalina.

      Sofía hizo lo que pudo y les mandó a los dos las imágenes de la visión. Aun así, tenía la sensación de que no podía mandarles todo su sentido. No podía transmitir todo lo maravilloso y terrorífico que parecía, lo poderosamente real que era todo aquello, incluso comparado con otras visiones que había tenido.

      —¿Puedo tocar su mente? —preguntó Lucas cuando Sofía lo hubo hecho.

      Sofía asintió, pues imaginó que él estaba buscando algún indicio de que su hija no fuera lo que aparentaba ser. Después de lo que había intentado hacer Siobhan, cuando intentó apropiarse su forma no nacida, y las expectativas eran aterradoras.

      —Sigue siendo ella —dijo Lucas—, pero puedo sentir que el poder está ahí. Creo que va a ser más fuerte que todos nosotros.

      —Pero ¿qué significan las visiones? —les preguntó Sofía. Su hija, a la que tenía en brazos, parecía perfecta. Sofía no podía imaginarla acechando a través de un campo de batalla, absorbiendo la vida de las personas tal y como podría hacerlo el Maestro de los Cuervos con sus pájaros.

      —Tal vez sean posibilidades —sugirió Catalina—. Siobhan solía hablar de mirar a los hilos del futuro y escoger las cosas que harían que sucedieran otras cosas. Quizá estas sean las dos formas en las que pueda acabar su vida.

      —Pero nosotros no sabemos qué hace que todo cambie —dijo Sofía—. No sabemos cómo asegurarnos de que pasen las cosas buenas.

      —Edúcala con amor —dijo Lucas—. Enséñale bien. Ayúdala a moverse hacia la luz, no hacia la oscuridad. La pequeña Cristina tendrá poder, hagas lo que hagas, pero tú puedes ayudarla a usarlo bien.

      Sofía retrocedió al escuchar el nombre. Puede que hubiera sido el de su madre, pero tras la visión, no podía ponérselo a su hija y no lo haría.

      —Nada de Cristina —. Pensó en las flores que le había visto trenzar a su hija en la calle—. Violeta. Le llamaremos Violeta.

      —Violeta —dijo Catalina con una sonrisa, mientras le daba un dedo al diminuto bebé para que lo cogiera—. Ya es fuerte, como su madre.

      —Tal vez como su tía —respondió Sofía. Su sonrisa se apagó un poco—. No le digáis nada de esto a Sebastián, por favor, ninguno de los dos. No debe llevar la carga de este conocimiento. De en lo que puede convertirse ella.

      —Yo no se lo contaré a nadie si tú no quieres que lo haga —le aseguró Lucas.

      —Yo tampoco —dijo Catalina—. Si alguien puede educarla para que sea buena persona, esa eres tú, Sofía. Y nosotros estaremos aquí para ayudar.

      —Así es —dijo Lucas. Sonrió para sí mismo—. Tal vez yo tenga la oportunidad de hacer el papel del Oficial Ko y transmitirle algunas de las cosas que él me enseñó.

      Parecían tan seguros de que las cosas irían bien, que Sofía quería creerlo. Aun así, una parte de ella no podía olvidar las cosas que había visto. Su hija le sonreía con completa inocencia. Sofía debía de asegurarse de que continuaría así.

      CAPÍTULO OCHO

      Enrique d’Angelica, hijo mayor de Sir Hubert y Neeme d’Angelica, tenía el que suponía que era el trabajo más duro del reino ahora mismo: intentar ablandar a sus padres en relación a todo lo que había sucedido en el reino en las últimas semanas.

      —Ianthe está desconsolada, por supuesto —dijo su madre, entre lágrimas, como si fuera una noticia que su tía estuviera triste por la muerte de su hija.

      A su padre se le daba mejor enfurecerse que estar triste y dio un puñetazo a la madera de la chimenea con su mano arrugada.

      —Qué cosas le hicieron esos bárbaros… ¿sabíais que pusieron la cabeza de la chica en un pincho?

      Enrique había escuchado el rumor, junto con cientos de otros, en su mayor parte repetidos por sus padres. Poco más había consumido la casa desde la invasión. Habían acusado de traición a Angelica equivocadamente. Una multitud la había destrozado, o colgado, o decapitado. Los invasores habían corrido por las calles, masacrando a todo aquel que vistiera los colores reales. Se habían puesto del lado del hijo que había asesinado a la vieja reina…

      —Enrique, nos estás escuchando, ¿verdad? —preguntó su padre.

      En teoría, Enrique no debería de haberse encogido de miedo. Tenía diecinueve años, era un hombre hecho y derecho. Era alto y fuerte, era bueno con la espada y aún mejor disparando. Aun así, había algo en la voz de su padre