Морган Райс

Una Corona para Los Asesinos


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lo que estaba sucediendo, gracias a sus pájaros. Pronto, sus hombres tendrían que confiar en sus órdenes por completo.

      —Di a la tercera compañía que se abra un poco más —dijo a uno de sus ayudantes—. Eso evitará que escapen costa arriba.

      —Sí, mi señor —respondió el joven.

      —Tened preparada una barca de desembarco también para mí.

      —Sí, mi señor.

      —Y recuerda mis órdenes a los hombres: mataremos sin piedad a aquel que se resista.

      —Sí, mi señor —repitió el ayudante.

      Como si los capitanes del Maestro de los Cuervos necesitaran que se las recordaran. A estas alturas ya conocían sus normas, sus deseos. Se sentó en la cubierta de su buque insignia y observó cómo las balas de cañón chocaban contra la carne y los hombres caían bajo la cortina de fuego de los mosquetes. Finalmente, decidió que era el momento óptimo y se dirigió, mientras comprobaba sus armas, hacia la barca de desembarco que ya estaban bajando.

      —Remad —les ordenó a los hombres y estos remaban con esfuerzo, luchando por llevarlo hasta la orilla con sus tropas.

      Alzó una mano cuando sus cuervos se lo advirtieron y los hombres dejaron de remar, a tiempo para que la bala de un viejo cañón impactara delante de ellos en el agua.

      —Continuad.

      La barca de desembarco se deslizó por las olas y, a pesar de la potencia avasallante de las fuerzas del Nuevo Ejército, algunos de los hombres que estaban a la espera se lanzaron al ataque. El Maestro de los Cuervos saltó al muelle a su encuentro, con las espadas en alto.

      Le atravesó el pecho a uno y, a continuación, se apartó cuando otro blandió la espada hacia él. Paró un golpe y mató a otro hombre con la eficiencia despreocupada que da una larga práctica. Estos hombres eran unos estúpidos si pensaban que podían derrotarlo, o incluso hacerle daño. Solo lo habían conseguido dos personas en mucho tiempo, y tanto Catalina Danse como su odioso hermano morirían por ello con el tiempo.

      Por ahora, esto era más una matanza que una lucha y el Maestro de los Cuervos gozaba con ello. Hacía cortes y daba estocadas, liquidando enemigos con cada movimiento. Cuando vio a una mujer joven intentando escapar, se detuvo para desenfundar una pistola y le disparó en la espalda. Después, continuó con su trabajo más urgente.

      —Por favor —suplicó un hombre, tirando su espalda al suelo en señal de rendición. El maestro de los Cuervos lo destripó y, a continuación, se dirigió al siguiente.

      La matanza era tan inevitable como absoluta. Una milicia mal armada y desperdigada no podía ni empezar a tener esperanzas de defenderse contra tantos rivales. Todo se hizo muy rápidamente y costaba imaginar qué habían intentado conseguir resistiéndose. Seguramente, algo tendría que ver con el honor o alguna otra tontería.

      —Oh —dijo para sí mismo el Maestro de los Cuervos mientras observaba a través de los ojos de una de sus criaturas y vio un corro de personas que huía a las colinas cercanas, en dirección al sur. Volvió a la realidad y echó un vistazo para ver cuál de sus capitanes estaba más cerca:

      —Un grupo de aldeanos está huyendo por un sendero que no está lejos de aquí. Llévate hombres y matadlos a todos, por favor.

      —Sí, mi señor —dijo el hombre. Si le preocupaba el tener que matar inocentes, no lo demostraba. Por otro lado, de haber sido un hombre que se opusiera a cosas de estas, el Maestro de los Cuervos lo hubiera matado hace tiempo.

      El Maestro de los Cuervos se quedó tras la batalla, escuchando el silencio que solo traía la muerte. Escuchaba a los cuervos mientras estos tomaban tierra para empezar su trabajo y sintió que el poder empezaba a fluir cuando consumían su parte. Era un flujo lamentable comparado con algunas de las batallas que había habido antes, pero ya vendrían más.

      Mandó su conciencia a sus criaturas y dejó que estas hablaran con su voz:

      —Esta ciudad es mía —dijo—. Rendíos o moriréis. Entregad a todos aquellos que tengan magia o moriréis. Haced lo que se os ordena o moriréis. Ahora no sois nada, esclavos y menos que esclavos. Obedeced y os libraréis de ser comida para los cuervos por un tiempo. Desobedeced y moriréis.

      Mandó a sus criaturas al aire, para que escudriñaran la tierra que había tomado en este primer avance. Veía el horizonte, que se extendía a lo lejos ante él, con la promesa de más tierra que conquistar, más muerte para alimentar a sus animalitos.

      Normalmente, el Maestro de los Cuervos no recibía visiones. Como mucho, sus cuervos le proporcionaban lo suficiente para adivinar lo que sucedería. Él no era la bruja de la fuente para tirar de los hilos del futuro, pero incluso ella no había podido predecir su propia muerte. Sin embargo, la visión vino hacia él a toda prisa, llevada sobre las alas de sus mascotas.

      Vio a una niña, a la que su madre sostenía en brazos, y reconoció al instante a la reina recién coronada en el reino. Vio el peligro que había detrás de la niña, y más que el peligro. La muerte que había mantenido a raya tanto tiempo con las vidas de otros acechaba en la sombra de la bebé. La niña alargó el brazo hacia él, con la inocencia de un crío, y el Maestro de los Cuervos retrocedió para evitarlo, huyendo hasta volver en sí.

      Se encontraba en el centro de la ciudad que había tomado, diciendo que no con la cabeza.

      —¿Va todo bien, mi señor? —preguntó su ayudante.

      —Sí —dijo el Maestro de los Cuervos, pues si admitía su debilidad, tendría que matar al hombre. Si salía cualquier rastro del miedo que crecía en su interior, todos los que lo vieran morirían. Sí, ese era un pensamiento…

      —He cambiado de opinión —dijo—. Guardaremos la conquista para la próxima ciudad. Arrasad esta. Matad a cada uno de sus habitantes, hombre, mujer… bebé en brazos. No dejéis dos piedras juntas.

      El ayudante no dudó más de lo que había dudado su capitán sobre dar caza a aquellos que huían.

      —Se hará lo que usted ordene, mi señor —prometió.

      El Maestro de los Cuervos no tenía ninguna duda de que así sería. Él daba órdenes y la gente moría en respuesta. Si resultaba que era un niño lo que lo amenazaba… pues el niño podía morir también, junto a su madre.

      CAPÍTULO TRES

      Emelina estaba en el centro del Hogar de Piedra e intentaba contener algo de su frustración, mientras miraba a todos los habitantes alrededor del círculo de piedra. Cora y Aidan estaban a su lado, lo que era un apoyo, pero todos los demás estaban tan decididos en su contra que no parecía bastar.

      —Sofía nos mandó para convenceros de que volváis a Ashton —dijo Emelina, centrándose en el lugar donde Asha y Vincente estaban sentados. ¿Cuántas veces había tenido allí esta discusión? Había sido necesario todo este tiempo para llegar al punto en el que hablaran de esto juntos en el círculo.

      —No era necesario que regresarais al Hogar de Piedra tras la batalla. Ella está construyendo un reino donde los de nuestra especie somos libres y no tenemos nada que temer.

      —Siempre habrá algo que temer mientras existan los que nos odian —replicó Asha—. Podría haber ordenado que cerraran las iglesias de la Diosa Enmascarada. Podría haber hecho colgar a los asesinos de la misma por sus crímenes.

      —Y eso hubiera hecho que la guerra civil empezara de nuevo —dijo Cora, que estaba al lado de Emelina.

      —Es mejor tener una guerra que vivir al lado de quien nos odia —dijo Asha—. Quien nos ha hecho estas cosas nunca, nunca, puede ser perdonado.

      Vincente lo dijo con palabras más comedidas, pero no fue mucho más útil.

      —Este es un lugar en el que hemos construido una comunidad, Emelina. Este es un lugar en el que podemos estar seguros de