George Meredith

Las tribulaciones de Richard Feverel


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él, muerta, ahogada. Su nueva vida estaba con ella, viva, divina. Ella se bajó el ala del sombrero.

      —No debes adentrarte más —dijo con suavidad.

      —¿Y te irás sin decirme tu nombre? —preguntó, volviéndose atrevido por el miedo a perderla—. ¿Y no vas a decirme quién eres? —le ardía el rostro—. ¿Y cómo encontraste ese… papel?

      Eligió la pregunta más fácil de responder.

      —Deberías conocerme; ya hemos sido presentados. —Así de dulce fue su improvisada y afable respuesta.

      —¿Quién eres, en nombre del cielo? ¡Dime! No podría haberte olvidado.

      —Lo has hecho, creo —dijo.

      —¡Es imposible haberte conocido y olvidarte!

      Alzó la vista y le miró.

      —¿Te acuerdas de Belthorpe?

      —¡Belthorpe! ¡Belthorpe! —dijo Richard, como si la existencia de ese lugar se hubiera enterrado en su cerebro—. ¿Te refieres a la granja del viejo Blaize?

      —Soy la sobrina de Blaize. —Le dedicó una pequeña reverencia.

      El joven magnetizado la contempló. ¿Por qué oscura magia esta dulce y divina criatura estaba unida a ese viejo truhán?

      —¿Cómo te llamas? —dijo su boca mientras sus ojos añadían: «¡Oh, hermosa criatura! ¿Cómo llegaste para enriquecer la tierra?».

      —¿También has olvidado a los Desborough de Dorset? —Le miró de reojo desde el lado doblado del ala.

      —¿Los Desborough de Dorset? —se le encendió una luz—. ¿Y te has convertido en esto? ¡La niña que vi allí!

      Se acercó para ver sus rasgos más de cerca. No pudo sino reírse del penetrante fervor de su mirada. Su volubilidad se agitó bajo su mirada anhelante; ninguno alzó la voz y ambos se contuvieron.

      —¿Ves? —murmuró—. Somos viejos conocidos.

      Richard, con los ojos fijos y atentos en ella, respondió:

      —¡Eres muy hermosa!

      Se le escaparon las palabras. La simplicidad es inconsciente y atrevida. Su sobrecogedora belleza había tocado su corazón y este habló, como un instrumento al ser tocado.

      La señorita Desborough hizo un esfuerzo por aligerar su terrible franqueza, pero no podía ocultar su mirada y apretó los labios. Su corazón se rebelaba. El elogio, enunciado apasionadamente por quien ha sido el primer amor de una joven, con quien ha soñado largas noches y está revestido de la plata de sus más tiernos pensamientos, es una moneda que el corazón no puede rechazar. Apresuró sus pasos.

      —¡Te he ofendido! —dijo una voz mortalmente herida.

      Era terrible que pensara eso.

      —¡Oh, no, no! Nunca me ofenderías. —Lo miró con expresión dulce.

      —Entonces, ¿por qué? ¿Por qué me dejas?

      —Porque… —dudó— debo irme.

      —No. No debes irte. ¿Por qué tienes que irte? No te vayas.

      —Sí, debo irme —insistió, colocándose la molesta ala del sombrero e interpretando la pausa como la gracia para tomar la decisión; lo miró tímidamente y extendió la mano. Adiós —dijo como si fuera normal.

      La mano era de un blanco puro, perfumado como la flor escarchada de una noche de mayo. Era la mano cuya sombra había visto la noche anterior, ante la que había inclinado la cabeza para besarla, abandonándose al castigo del atrevimiento de satisfacer su felicidad.

      Le cogió la mano y la sostuvo, mirándola a los ojos.

      —Adiós —repitió ella tan sinceramente como pudo, y entrelazando ligeramente sus dedos con los de él como símbolo de despedida. Era una señal para que él tomara su mano con más firmeza.

      —¿No pensarás irte?

      —Por favor, déjame —le suplicó, frunciendo su dulce frente.

      —¿No pensarás irte? —Atrajo mecánicamente la blanca mano hacia su corazón palpitante.

      —Debo hacerlo —titubeó con lástima.

      —¿No pensarás irte?

      —¡Sí, sí!

      —Dime. ¿Deseas irte?

      La pregunta era sutil. La joven no respondía. Entonces perjuró y dijo:

      —Sí.

      —¿Deseas… deseas irte? —La miró temblando.

      Contestó con un sí más débil.

      —¿Deseas irte? —dijo, casi sin aliento.

      —Debo hacerlo.

      Tenía ahora su mano más aprisionada.

      De pronto, un alarmante y delicioso escalofrío la recorrió. De ella pasó a él, y de nuevo a ella. Saltando de uno a otro, el mensajero eléctrico del amor iba de un corazón a otro, hasta que rompió los barrotes de su prisión. Se quedaron temblando al unísono, una bonita pareja bajo los hermosos cielos de la mañana.

      Cuando recuperó la voz, dijo:

      —¿Te irás?

      Pero no había nada que responder, y solo alcanzó a retirar suavemente, en silencio, su muñeca.

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