Victoria Aveyard

Tormenta de guerra


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aprieta el hombro y esto casi duele. A pesar de los sanadores, sufro toda clase de malestares y la mano de ella es demasiado vigorosa aún.

      —Además —agrega—, no serías tú quien ocupase el trono. La reina Lerolan y el rey de la Fisura aseguraron sin ambages que será la chica Samos quien lo haga.

      Esta idea me hace resoplar. Evangeline Samos dejó ver tan claramente sus intenciones en la sala del consejo que me sorprende que Farley no lo haya notado.

      —No si ella puede evitarlo.

      —¿De qué hablas? —abre mucho los ojos y alzo los hombros.

      —Viste lo que hizo ahí, la forma en que te provocó —el recuerdo es todavía tan fresco que sigue vivo en mi memoria: frente a todos, Evangeline llamó a su lado a una ayudante Roja, rompió una copa y obligó a la pobre doncella a recogerla por mero capricho, para encolerizar a todas las personas de sangre roja presentes en la sala. No es difícil comprender sus motivos y lo que esperaba conseguir—. No quiere participar en esa alianza si eso significa que debe casarse con… Tiberias.

      Por una vez, todo indica que la tomé desprevenida; parpadea perpleja, aunque también intrigada.

      —Como sea, ella está de vuelta en el punto de partida. Pensé… no pretendo entender la conducta Plateada, pero…

      —Evangeline es ahora una princesa por derecho propio y con todo lo que quiso siempre; no creo que desee volver a pertenecerle a nadie y eso es lo que su compromiso matrimonial representó en todo momento para ella… y para él —añado con pesadumbre—: una alianza en busca de poder. Ahora ya lo tiene —tengo un hilo de voz— o no lo quiere más.

      Recuerdo el periodo que pasé con ella en el Palacio del Fuego Blanco. Para Evangeline fue un alivio que Maven se casara con Iris Cygnet, y no sólo porque él era un monstruo sino también porque, pienso… ella quiere a otra persona más que a sí misma o que la corona de Maven.

      Elane Haven. Después de que esta Casa se rebeló en su contra, el monarca llamó a Elane la golfa de Evangeline. Pese a que no vi a Elane en el consejo, buena parte de su familia respalda a la de Samos, es su aliada. Y todos los Haven son sombras, capaces de desaparecer a voluntad. Es probable que Elane haya estado ahí todo el tiempo sin que yo lo supiese.

      —¿Crees que ella intentaría trastornar la obra de su padre si pudiera? —parece un gato que acabara de atrapar un rollizo ratón—. ¿Si alguien… le ayudara?

      El amor no bastó para que Cal rechazara la corona, ¿bastará para que Evangeline lo haga?

      Algo me dice que sí: todas sus estratagemas, su resistencia silenciosa, su propensión a estar siempre en el filo de la navaja.

      —Quizás —esta palabra adquiere nuevo peso y significado para nosotras—. Tiene motivaciones propias. Y creo que eso nos brinda una ligera ventaja.

      Esboza una sonrisa de labios torcidos. A pesar de todo lo que sé, siento de súbito que la esperanza renace en mí. En el instante en que ella me golpea el brazo, su sonrisa es de una franqueza absoluta.

      —Bueno, Barrow, toma nota de nuevo: estoy muy orgullosa de ti.

      —Tiendo a ser útil de vez en cuando.

      Lanza una carcajada, da un par de pasos y me hace señas para que la siga. Parecería que la avenida en la que desemboca el callejón nos llamara, con losas fulgurantes sobre las que se derriten los últimos rastros de la nieve. No quiero alejarme de este oscuro y seguro rincón; el mundo más allá de este espacio reducido es demasiado grande aún. El corazón de Corvium se alza sobre nosotras, con la torre principal al centro. Respiro de manera entrecortada y me obligo a moverme; el primer paso resulta difícil, el segundo también.

      —No tienes que volver por obligación —susurra Farley cuando se coloca a mi lado y mira hacia la torre—. Te pondré al tanto de cómo acaba todo. Davidson y yo podemos hacernos cargo.

      A pesar de que no sé si podré soportar el retorno a la sala del consejo, y guardar silencio mientras Tiberias me lanza a la cara lo que hemos logrado, debo hacerlo: percibo cosas que los demás no pueden, sé cosas que otros ignoran. Tengo que volver, debo hacerlo por la causa.

      Y por él.

      No puedo negar cuánto anhelo regresar por él.

      —Deseo tener la misma información que tú —murmuro—, conocer todos los planes de Davidson. No volveré a entrar a ciegas en ningún proyecto.

      Lo aprueba muy rápido, quizá demasiado.

      —¡Por supuesto!

      —Cuenta conmigo para lo que gustes, pero con una condición.

      —¿Cuál?

      Aflojo el paso y ella lo hace conmigo.

      —Que él no termine muerto —ladea la cabeza como un perro confundido—. Destruye su corona, haz pedazos su trono, destroza su monarquía —la miro con toda la fuerza de que soy capaz y el relámpago reacciona en mi sangre con fervor, suplica que lo libere—, pero no lo mates.

      Toma aire con un siseo y se yergue cuan larga es. Se diría que puede ver a través de mí y llegar hasta mi imperfecto corazón. No cedo; me he ganado ese derecho.

      Le tiembla la voz.

      —Aunque no puedo prometértelo, lo intentaré; no te quepa la menor duda de ello, Mare.

      Al menos no me miente.

      Siento como si me hubiesen cortado en dos, como si quisiera avanzar en direcciones distintas. Una pregunta obvia flota en mi mente, otra decisión que quizá deba tomar. ¿Qué es más importante para mí: la vida de Tiberias o nuestra victoria? Ignoro qué lado elegiría si me viera en esa disyuntiva, a qué bando traicionaría. Saberlo me hiere en el alma y sufro hasta donde nadie más puede llegar.

      Supongo que esto fue lo que el vidente sugirió. Jon hablaba muy poco pero todo lo que dijo tenía un sentido calculado. Pese a que me resisto, sospecho que no tengo otra opción que la de aceptar el destino que él predijo.

      Levantarse.

      Y hacerlo sola.

      Las losas ruedan bajo cada uno de mis pasos. La brisa sopla de nuevo, esta vez desde el oeste, y trae consigo el inconfundible aroma de la sangre. Reprimo las náuseas al tiempo que todo vuelve en tropel: el cerco, los cadáveres, la sangre de ambos colores, mi muñeca rota cuando intenté zafarme de la mano del caimán; cuellos rotos, pechos destrozados, la carne al volar en pedazos, órganos refulgentes y huesos astillados. En la batalla fue fácil distanciarse de ese horror, indispensable incluso; el miedo me habría costado la vida. Ahora no lo es ya; mi pulso se triplica y un sudor frío me cubre el cuerpo. A pesar de que sobrevivimos y vencimos, el terror de la derrota abrió en mi interior abismos muy profundos.

      Los siento aún. Los nervios, los senderos eléctricos que mi relámpago trazó en cada persona a la que maté. Como finas y brillantes ramificaciones, cada uno de ellos era diferente, pero igual a los otros. Maté a demasiadas personas para contarlas, con uniformes rojos y azules, de Norta y lacustres por igual, Plateados todos ellos.

      O por lo menos eso espero.

      El temor de que no haya sido así me golpea como un puñetazo en el vientre. Maven ha utilizado antes a los Rojos como carne de cañón o escudos humanos. Ni siquiera pensé en ello, ninguno de nosotros lo hizo o quizá no le importó: Davidson, Cal, aun Farley si en algún momento creyó que el resultado era más importante que el precio.

      —¡Hey! —ella toma mi muñeca y doy un traspiés debido a su tacto, a la sensación de que sus dedos me rodean como un grillete. Me desprendo con un gesto enérgico y emito un gruñido; la vergüenza de que todavía reaccione de este modo me hace enrojecer.

      Farley retrocede, sube las palmas y abre bien los ojos, aunque sin temer ni juzgar y sin pizca alguna de lástima. ¿Es comprensión lo que veo en ella?

      —Lo siento —dice al