las señoritas Dashwood sobre la llegada de las señoritas Steele y asegurarles que eran las muchachas más dulces del mundo. De opiniones de esta clase, sin embargo, no era mucho lo que se podía inferir; Elinor sabía que en todas partes de Inglaterra se podía encontrar a las chicas más dulces del mundo, bajo todos los diferentes aspectos, rostros, temperamentos e inteligencias posibles. Sir John quería que toda la familia se dirigiera de inmediato a la finca y echara una mirada a sus invitadas. ¡Qué hombre benévolo y filantrópico! Hasta una prima tercera le costaba guardarla solo para él.
—Vengan ahora —les decía—, se lo suplico; deben venir... no aceptaré una negativa: ustedes sí vendrán. No se imaginan cuánto les gustarán. Lucy es extraordinariamente guapa, ¡y tan alegre y de buen carácter! Los niños ya están apegados a ella como si fuera una antigua conocida. Y las dos se mueren de deseos de verlas a ustedes, porque en Exeter escucharon que eran las criaturas más hermosas del mundo; les he dicho que era totalmente cierto, y mucho más. Estoy seguro de que a ustedes les encantarán ellas. Han traído el coche lleno de juguetes para los niños. ¡Cómo pueden ser tan esquivas y pensar en no venir! Si de alguna manera son primas suyas, ¿verdad? Porque ustedes son primas mías y ellas lo son de mi esposa, así es que tienen que estar emparentadas.
Pero sir John no consiguió su objetivo. Tan solo pudo arrancarles la promesa de ir a la finca dentro de uno o dos días, y después marchó asombradísimo ante su indiferencia, para dirigirse a su casa y jactarse nuevamente de las cualidades de las Dashwood ante las señoritas Steele, tal como se había jactado de las señoritas Steele ante las Dashwood.
Cuando cumplieron con la prometida visita a la finca y les fueron presentadas las jovencitas, no encontraron en la apariencia de la mayor, que casi rozaba los treinta y tenía un rostro poco atractivo y para nada despierto, nada que admirar; pero en la otra, que no tenía más de veintidós o veintitrés años, encontraron sobrada belleza; sus facciones eran bonitas, tenía una mirada aguda y despierta y una cierta airosidad en su talante que, aunque no le daba auténtica elegancia, sí la hacía distinguirse. Los modales de ambas eran especialmente amables, y pronto Elinor tuvo que reconocer algo de buen juicio en ellas, al ver las constantes y oportunas atenciones con que se hacían agradables a lady Middleton. Con los niños se mostraban en continuo éxtasis, ensalzando su belleza, atrayendo su atención y complaciéndolos en todos sus caprichos; y el poco tiempo que podían quitarle a las inoportunas demandas a que su gentileza las exponía, lo dedicaban a admirar lo que fuera que estuviera haciendo su señoría, en caso de que estuviera haciendo algo, o a copiar el modelo de algún nuevo vestido elegante que, al verle usar el día antes, las había hecho caer en interminable arrobamiento. Por suerte para quienes buscan halagar tocando este tipo de puntos débiles, una madre cariñosa, aunque es el más voraz de los seres humanos cuando se trata de ir a la caza de halagos para sus hijos, también es el más crédulo; sus demandas son exorbitantes, pero se traga cualquier cosa; y así, lady Middleton aceptaba sin la menor sorpresa o desconfianza las exageradas muestras de cariño y la paciencia de las señoritas Steele hacia sus hijos. Veía con materna complacencia todas las tropelías e impertinentes travesuras a las que se sometían sus primas. Observaba cómo les desataban sus cintos, les tiraban el cabello que llevaban suelto alrededor de las orejas, les registraban sus costureros y les sacaban sus cortaplumas y tijeras, y no le cabía ninguna duda acerca de que el gusto era mutuo. Parecía indicar que lo único que la sorprendía era que Elinor y Marianne estuvieran allí sentadas, tan compuestas, sin pedir que las dejaran formar parte de lo que sucedía.
—¡John está tan contento hoy! —decía, al ver cómo cogía el pañuelo de la señorita Steele y lo arrojaba por la ventana—. No deja de hacer diabluras.
Y poco después, cuando el segundo de sus hijos pellizcó con fuerza a la misma señorita en un dedo, comentó llena de cariño:
—¡Qué juguetón es William! ¡Y aquí está mi dulce Annamaría —agregó, acariciando tiernamente a una niñita de tres años que se había mantenido sin hacer ni un ruido durante los últimos dos minutos—. Siempre es tan gentil y sosegada; ¡nunca ha existido una chiquita tan sosegada!
Pero por desgracia, al llenarla de abrazos, un alfiler del tocado de su señoría rasguñó levemente a la niña en el cuello, provocando en este modelo de gentileza tan violentos chillidos que a duras penas podrían haber sido superados por ninguna criatura reconocidamente ruidosa. La consternación de su madre fue extraordinaria, pero no pudo superar la alarma de las señoritas Steele, y entre las tres hicieron todo lo que en una emergencia tan crítica el afecto indicaba que debía hacerse para mitigar los sufrimientos de la pequeña doliente. La sentaron en la falda de su madre, la llenaron de besos; una de las señoritas Steele, arrodillada para atenderla, enjugó su herida con agua de lavanda, y la otra le llenó la boca con ciruelas confitadas. Con tales premios a sus lágrimas, la niña tuvo la sabiduría suficiente para no dejar de llorar. Continuó chillando y sollozando fuertemente, dio patadas a sus dos hermanos cuando intentaron tocarla. Y nada de lo que hacían para calmarla tuvo el menor resultado, hasta que felizmente lady Middleton recordó que en una escena de similar llanto, la semana anterior, le habían puesto un poco de mermelada de damasco en una sien que se había magullado; se propuso insistentemente el mismo remedio para este desdichado rasguño, y el ligero intermedio en los gritos de la jovencita al escucharlo les dio motivos para esperar que no sería rechazado.
Salió entonces de la sala en brazos de su madre a la búsqueda de esta medicina, y como los dos chicos quisieron seguirlas, aunque su madre les rogó encarecidamente que se quedaran, las cuatro jóvenes se encontraron a solas en una tranquilidad que la habitación no había conocido en muchas horas.
—¡Pobre criaturita! —dijo la señorita Steele apenas marcharon—. Pudo haber sido un accidente de incalculables consecuencias.
—Aunque difícilmente puedo imaginármelo —exclamó Marianne—, a no ser que hubiera ocurrido en circunstancias muy distintas. Pero esta es la manera habitual de incrementar la alarma, cuando en realidad no hay nada de qué alarmarse.
—Qué mujer tan tierna es lady Middleton —dijo Lucy Steele.
Marianne se quedó silenciosa. Le era imposible decir algo que no sentía, por trivial que fuera la ocasión; y de esta forma siempre caía sobre Elinor toda la tarea de decir mentiras cuando la cortesía así lo demandaba. Hizo lo mejor posible, cuando el deber la llamó a ello, por hablar de lady Middleton con más entusiasmo del que sentía, aunque fue mucho menor que el de la señorita Lucy.
—Y sir John también —exclamó la hermana mayor—. ¡Qué hombre tan encantador!
También en este caso, como la buena opinión que de él tenía la señorita Dashwood no era más que sencilla y justa, se hizo presente sin grandes alardes. Tan solo observó que era de muy buen talante y amistoso.
—¡Y qué encantadora familia tienen! En toda mi vida había visto tan excelentes niños. Créanme que ya los adoro, y eso que en verdad me gustan los niños con locura.
—Me lo habría imaginado —dijo Elinor con una sonrisa—, por lo que he visto esta mañana.
—Tengo la idea —dijo Lucy— de que usted cree a los pequeños Middleton demasiado mimados; quizás estén al borde de serlo, pero es tan natural en lady Middleton; y por mi parte, me encanta ver niños llenos de vida y energía; no los soporto si son dóciles y tranquilos.
—Confieso —replicó Elinor—, que cuando estoy en Barton Park nunca pienso con temor en niños dóciles y tranquilos.
A estas palabras siguió una pequeña pausa, rota primero por la señorita Steele, que parecía muy inclinada a la conversación y que ahora dijo, de manera algo súbita:
—Y, ¿le gusta Devonshire, señorita Dashwood? Supongo que lamentó mucho dejar Sussex.
Algo sorprendida ante la familiaridad de esta pregunta, o al menos ante la forma en que fue hecha, Elinor respondió que sí le había costado.
—Norland es un sitio increíblemente maravilloso, ¿verdad? —agregó la señorita Steele.
—Hemos sabido que sir John tiene una extraordinaria admiración por él