de quedar estrictamente entre nosotros. La primera dificultad con que tuvimos que luchar fue la de descubrir sus antecedentes en Norteamérica. Yo sé bien que hay personas que habrían esperado a que les llegase contestación a sus anuncios o a que los interesados se presentasen a proporcionar voluntariamente información. Esa no es la manera de trabajar que tiene Tobías Gregson. ¿Recuerda usted el sombrero que encontramos junto al cadáver?
—Sí —dijo Holmes—. Era de John Underwood e hijos, ciento veintinueve, Camberwell Road.
Gregson pareció de pronto alicaído, y dijo:
—No creía que usted se hubiese fijado en ello. ¿Estuvo en esa dirección?
—No.
—¡Ah! —exclamó Gregson, con voz de alivio—. Nunca hay que desdeñar posibilidades, por pequeñas que parezcan.
—Nada es pequeño para una inteligencia grande —sentenció Holmes.
—Pues bien: me presenté en la casa Underwood, y pregunté a este señor si había vendido un sombrero de tal medida y de tales características. Revisó sus libros y dio en el acto con él. Había enviado el sombrero a un señor Drebber que se alojaba en la pensión Charpentier, Torquay Terrace. Así es como conseguí la dirección del muerto.
—¡Ingenioso, sumamente ingenioso! —murmuró Holmes.
—Acto seguido fui a visitar a madame Charpentier —prosiguió el detective—. La hallé muy blanca y preocupada. Estaba presente también su hija, muchacha de una belleza extraordinaria, tenía los ojos enrojecidos y le temblaban los labios mientras yo le hablaba. No se me escapó ese detalle. Empecé a olfatear gato escondido. Usted, señor Sherlock Holmes, conoce ya esa sensación que uno experimenta cuando se ha dado con la pista exacta: es como un estremecimiento nervioso.
»—¿Se ha enterado usted de la muerte misteriosa del señor Enoch J. Drebber, de Cleveland, al que tuvo en su pensión últimamente? —le pregunté.
»La madre asintió con la cabeza. Parecía incapaz de pronunciar una palabra. La hija rompió a llorar. Yo tuve más que nunca la sensación de que aquella gente sabía algo del asunto.
»—¿A qué hora salió el señor Drebber de su casa para ir a tomar el tren? —le pregunté.
»—A las ocho —contestó, tragando saliva para dominar su excitación—. Su secretario, el señor Stangerson, dijo que había dos trenes, uno a las nueve quince y otro a las once. Iba a tomar el primero.
»—¿Y fue esa la última vez que usted lo vio?
»Al hacerle yo esta pregunta se operó en el rostro de la mujer un cambio espantoso. Se puso completamente lívida, Tardó algunos segundos en poder pronunciar una sola palabra: “Sí”. Y cuando la pronunció lo hizo con voz ronca y forzada. Reinó por un instante el silencio, hasta que la hija habló con voz tranquila y clara, y dijo:
»—Madre, de la mentira nunca puede salir nada bueno. Seamos sinceras con este caballero. Nosotras volvimos a ver al señor Drebber.
»—¡Que Dios te perdone! —exclamó madame Charpentier, alzando las manos y cayendo de espaldas en su silla—. Acabas de asesinar a tu hermano.
»—Arturo prefiere que digamos la verdad —contestó con firmeza la muchacha.
»—Lo mejor que ustedes pueden hacer es contármelo todo —les dije—. Las confidencias a medias son peores que el silencio. Además, ustedes no saben de qué cosas estamos nosotros enterados.
»—¡Caigan las consecuencias sobre tu cabeza, Alicia! —exclamó la madre, y volviéndose hacia mí, agregó—: Se lo diré todo, señor. No piense que mi emoción al pensar en mi hijo se produce porque yo tema en modo alguno que él haya podido participar en este suceso terrible. Mi hijo es completamente inocente. Sin embargo, mi angustia procede de que a los ojos de usted y a los ojos de los demás pueda aparecer comprometido, cosa que es, sin la menor duda, imposible. Ni por la nobleza de su manera de ser, ni por su profesión, ni por sus antecedentes, ha podido intervenir en el suceso.
»—Lo mejor que usted puede hacer es confiarme todos los hechos —le contesté—. Tenga la seguridad de que si su hijo es inocente, nada perderá con ello.
»—Alicia, quizá sea mejor que nos dejes a solas, —dijo ella, y su hija se retiró. Acto continuo, prosiguió la madre—: Pues bien, señor, mi propósito no era informarle de todo esto, pero ya que mi pobre hija lo ha revelado, no me queda otra alternativa. Una vez decidida a hablar, se lo contaré todo, sin omitir ningún detalle.
»—Es lo mejor que usted puede hacer —le dije.
»—El señor Drebber ha permanecido en nuestra casa cerca de tres semanas. Él y su secretario, el señor Stangerson, viajaron por el continente. En sus baúles pude ver una etiqueta de “Copenhague”, lo que demostraba que la última ciudad en la que se habían detenido fue esa. Stangerson era un hombre tranquilo y reservado, pero lamento tener que decir que su jefe era muy distinto: de costumbres vulgares y de maneras rudas. La noche misma de su llegada se emborrachó de muy mala manera, y puede decirse que era raro verlo sobrio después de las doce de cualquier día. Trataba a las doncellas con una libertad y con una familiaridad por demás desagradables. Y lo peor fue que adoptó muy pronto igual actitud hacia mi hija, Alicia, y más de una vez le dirigió la palabra en forma que ella, afortunadamente, es demasiado inocente para comprender. En una ocasión llegó hasta abrazarla por la fuerza, insolencia que obligó a su propio secretario a echarle en cara su mala conducta cobarde.
»—¿Y por qué aguantaron ustedes todo esto? —le pregunté—. ¿Es que no pueden desembarazarse de sus inquilinos cuando les parece bien?
»La señora Charpentier se ruborizó al oír mi oportuna pregunta, y dijo:
»—¡Ojalá le hubiese yo despedido el mismo día en que llegó! Pero la tentación era muy viva, porque me pagaban cada uno una libra diariamente, es decir, catorce libras semanales, y nos encontramos en la estación muerta del negocio. Soy viuda, y me ha costado mucho dinero la carrera de mi muchacho en la Marina. Me dolía perder ese dinero. Obré como mejor me pareció. Pero esto último que hizo pasaba ya de la raya, y basándome en ello le di el aviso de despedida. Por eso se marchó.
»—¿Y qué más?
»—Se me aligeró el corazón cuando le vi marchar. Precisamente mi hijo se encontraba en la actualidad con permiso, pero nada le dije de todo lo ocurrido, porque es de carácter violento y quiere con pasión a su hermana. Cuando se marcharon y cerré la puerta sentí como si me hubiesen quitado un peso del alma. Pero ¡ay!, aún no había pasado una hora cuando tocaron la campanilla de la puerta y me enteré de que el señor Drebber había vuelto. Estaba muy excitado y, con toda evidencia, bebido. Se metió en la habitación en que estaba yo sentada con mi hija e hizo algunas observaciones incoherentes sobre que había perdido el tren. Se encaró con Alicia y, en mi propia presencia, le propuso que se fugase con él, diciéndole: “Eres ya mayor de edad, y no hay ley alguna que te lo impida. Tengo dinero suficiente y de sobra. No te preocupes por la vieja, y vente conmigo ahora mismo. Vivirás como una princesa.” La pobre Alicia estaba tan asustada que se apartó de él, y entonces la agarró por la muñeca y trató de arrastrarla hacia la puerta. Yo grité, y en ese instante entró mi hijo Arturo en la habitación. No sé lo que ocurrió entonces. Oí juramentos y los ruidos confusos de una riña. Estaba demasiado aterrada para levantar mi cabeza. Cuando alcé la vista, Arturo estaba en el umbral de la puerta con una garrota en la mano y riéndose: “No creo que vuelva a molestamos este buen señor”, dijo. “Voy tras él para enterarme de sus andanzas”. Dicho esto, cogió el sombrero y marchó calle adelante. A la mañana siguiente nos enteramos de la muerte misteriosa del señor Drebber.
»Tal fue el relato que salió de labios de la señora Charpentier, entre muchos jadeos y pausas. Hablaba a veces tan bajo, que apenas si yo podía captar sus palabras. Sin embargo, tomé apuntes taquigráficos de todo cuanto dijo, para que no hubiese la menor posibilidad de equivocación.»
—Es completamente emocionante