Andrea Álvarez Sánchez

El Mexique


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cultural de la ciudad.

      El maestro Claramunt regresaba a México a dar una serie de conciertos como parte de su gira internacional. Desde que se había ido a vivir a Nueva York, en pocas ocasiones se le había escuchado en su segunda patria. El amor de Oriol por México no había menguado y la tierra azteca seguía conmoviéndolo hasta el fondo de sus entrañas.

      Era la noche de su última presentación en el país. Bellas Artes estaba hasta el tope; el músico brillaba en el escenario tocando el violín con virtuosismo. Cuando terminó de tocar, el auditorio emocionado estalló en una gran ovación. Oriol se inclinó ante su fervoroso público una y otra vez; no pudo evitar que una perla de emoción recorriera su rostro.

      Oriol Claramunt se retiró del escenario y cruzó las cortinas rojas. Branco, su representante, lo acompañó a transitar por el pasillo donde la prensa lo rodeó con una lluvia de flashes, cámaras, micrófonos y preguntas.

      —¡Su éxito ha sido total, todo el país está conmocionado! ¿Es cierto que cenará con el señor Presidente esta noche? ¿En dónde será la cena? ¡Mire al lente, sonría por favor!

      Después de la inevitable parada con los medios caminaron por el pasillo hasta el camerino principal. Branco se alejó y Oriol entró en su camerino. Se quedó inmóvil al ver a una elegante mujer madura sentada en su silla frente al espejo.

      —¿Qué hace usted aquí? ¿Cómo entró?

      Sin darle tiempo para más, la mujer se incorporó, se acercó y habló suavemente:

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      —¿Te acuerdas de mí?

      Oriol la miró afilando la vista.

      —No, no me acuerdo…

      Oriol estaba desconcertado, sin saber todavía si lo que sentía era molestia, curiosidad o miedo. Se sintió incómodo e invadido en su intimidad, estaba a punto de actuar con rudeza y pedirle que saliera del cuarto, pero la mujer le entregó un papel que tenía en la mano. Oriol miró el amarillento pergamino, era un dibujo a lápiz de dos chicos abrazados, uno de ellos con un violín en la mano y el mar al fondo. La boca de Oriol quedó entreabierta, sus ojos se desorbitaron y murmuró para sí…

      —Xavi…

      Oriol permaneció en silencio un instante. Un temblor estremeció su cuerpo y su alma; recordó ese episodio de su primera infancia en aquel barco. Después regresó al presente, observó de nuevo a la mujer y penetrando en su rostro excavó para encontrar en sus ojos la mirada de aquella niña que una vez conoció, preguntó entonces:

      —¿Nuria?

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      II. MARCHA AL EXILIO

      La Segunda República llegó al poder en España por el voto popular en abril de 1931 y sus valores fueron progresistas y avanzados para la época, tanto que no tardó mucho en comenzar una sublevación fascista, liderada por varios generales, entre ellos Francisco Franco. Se desató una guerra feroz entre ambos bandos. Después de tres sangrientos años, los fascistas triunfaron tomando Barcelona, para después apoderarse de todo el país. La venganza para con los enemigos fue tremenda, de modo que las tropas republicanas, soldados y civiles, tuvieron que huir de la masacre hacia Francia, que los recibió incómoda y con reservas.

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      A los exiliados republicanos se les veía con desprecio. Se les recluyó en campos de concentración improvisados a orillas del Mediterráneo, al sur de Francia, en Argelès-sur-Mer, Vernet d’Ariège y Saint-Cyprien, entre otros, donde, en condiciones infernales, los derrotados y sus familias vivieron historias terribles.

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      Por fin, algunos países decidieron otorgarles asilo. México fue uno de los que más desterrados admitió. El general Lázaro Cárdenas no escatimó recursos para salvar al máximo de refugiados posible.

      Así, los republicanos atravesaron Francia en un largo y penoso viaje en tren, desde el Mediterráneo hasta la costa atlántica gala, donde embarcarían hacia América.

      Ya llevaban seis meses en aquellos campos de las playas francesas. La gente estaba desgastada, sucia, desnutrida, enferma y ansiosa por que la promesa de una esperanza de vida se cumpliera.

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      El 14 de julio de 1939 llegaron a Burdeos; era el día del aniversario de la Revolución francesa. Al llegar el tren, la estación estaba repleta de soldados franceses, que entonaban La Marsellesa. Entonces, los exiliados españoles osadamente entonaron La Internacional ahogando el sonido del himno nacional francés.

      Los muelles del puerto atlántico de Pauillac-Trompeloup, cerca de Burdeos, estaban llenos de refugiados españoles. Viejos, mujeres y niños, en harapos, esperaban a que los marinos franceses los organizaran para subir a dos barcos que saldrían ese día hacia América: el Mexique, con destino a México, y el Winnipeg, con destino a Chile.

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      Oriol, de once años, y Elsa, su madre, esperaban sentados en una maleta, recargados espalda con espalda. Oriol observaba cada detalle de aquella situación y, ante todo, estaba asombrado por lo grande que era aquel buque al que subiría. Estaba muy entusiasmado por lo que sería el viaje y cruzar el Océano Atlántico.

      Un par de largas filas, cual serpientes saliendo de las entrañas de los barcos, se extendían hasta los embarcaderos: una para el Mexique, en la cual estaban Oriol y su madre, y otra para el Winnipeg. Para embarcar, los soldados franceses colocaron una aduana donde se les permitía a los pasajeros subir solamente cierto número de bultos o maletas, desechando en una gran montaña más de la mitad de las pertenencias de los exiliados.

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