Mark Gimenez

El caso contra William


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      © de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

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      Publicado por Principal de los Libros

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      08009 Barcelona

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      www.principaldeloslibros.com

      ISBN: 978-84-17333-92-8

      THEMA: FHP

      Conversión a ebook: Taller de los Libros

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       Para Cole

      «No se trata de las veces que te tiran al suelo, sino de las veces que te levantas.»

      Vincent Lombardi

      Prólogo

      —Formación Flex derecha; X, derecha; tres-veinte-cuatro Tren, Z Colorado. Uno, dos, ¡hard!

      —Espera, ¿qué tengo que hacer?

      William miró a D’Quandrick Simmons, el número ochenta y ocho, que se encontraba al otro lado del huddle mirando al quarterback, ojiplático. D-Quan —su apodo— medía metro noventa, pesaba noventa y siete kilos con solo un cuatro por ciento de grasa corporal. Además, corría cuarenta yardas en 4,4 segundos y podía saltar para capturar cualquier pase que lanzaran cerca de él. Sin embargo, no se le daba bien aprenderse las jugadas. Acababan de pedir tiempo muerto, por lo que William podría para explicarle la jugada a D-Quan. Él señaló al resto de receptores.

      —Cowboy. Él se alineará a la izquierda y hará un cross profundo para congelar al free safety. Cuz será el hombre en movimiento de la jugada y se desmarcará por la derecha. Espero que el strong safety le siga y se vaya con él, luego hará un out profundo. Outlaw hará un square out. Tú estarás en el slot izquierdo. Voy a intentar que te desmarques al córner profundo para que hagas el Tren, un hitch-and-go en la línea de catorce…

      —¿Qué? ¿Cómo?

      William suspiró. Todos los jugadores, salvo él, estaban atontados. En ocasiones, durante los partidos, la presión, la emoción o el propio cansancio hacía que los cerebros de sus compañeros dejaran de funcionar por mucho que lo intentaran o quisieran. Él sacaba partido de la adrenalina, una habilidad innata de aquellos que habían aprendido a jugar en la calle. D-Quan estaba atontado. Además, le faltaba un hervor. William había aprendido que cuando D-Quan sufría uno de esos momentos, lo mejor era ponerle las cosas fáciles.

      —Tan solo corre todo el campo y atrapa el balón.

      D-Quan se golpeó dos veces el pecho con los puños y después, con los pulgares y los dedos, recreó uno de los postes de la zona de anotación; su gesto personal.

      —En la zona de anotación, nena.

      Se habían reunido en el centro de la línea de treinta y seis yardas situada en mitad del campo, en el tupido césped verde del estadio con capacidad para noventa mil espectadores. El estrecho espacio que quedaba dentro del huddle hedía al sudor y la testosterona que emanaba de cada poro de los once enormes jugadores. Los cinco linieros ofensivos, chicos blancos de más de ciento treinta kilos cada uno, se erguían apiñados con las manos en las rodillas, jadeando como osos salvajes, escupiendo gargajos y respirando como si no hubiera mañana. Tenían el cuerpo al borde de la extenuación de bloquear a los linieros defensivos (de igual porte), tras tres horas a más de treinta grados en aquel día de octubre en Texas. Ty Walker, a quien llamaban Cowboy, de Amarillo, Texas, era el tight end del equipo. Mascaba y escupía tabaco a través de su máscara. Se había criado montando en los rodeos, por lo que los partidos de fútbol apenas le suponían un riesgo que le subieran la tensión. Ernie, el halfback del equipo de Houston, era un chico negro, popular, que estaba metiendo la cabeza en la NFL, la liga nacional de fútbol estadounidense, y tan solo quería acabar la temporada universitaria con las rodillas intactas. Los tres receptores: Maurice Washington, también llamado Cuz; Demetrius Jones, o también Outlaw; y D-Quan. Eran chicos negros altos y muy veloces cuyos musculosos brazos estaban cubiertos por completo de tatuajes. Asimismo, sus cabellos se caracterizaban por las rastas que les asomaban por la parte de atrás del casco. Estaban de pie, con las manos en la cintura y con cara de matones, como si estuvieran preguntándose si aquel quarterback blanquito podría volver a lanzar una vez más.

      Por supuesto que podía.

      William Tucker, el número doce, era el quarterback senior de los Texas Longhorns. Medía dos metros, pesaba ciento seis kilos y era muy rápido; era bueno tanto lanzando como corriendo. Podría haberse hecho profesional cuando acabó su segundo año universitario o, incluso, después del primero. Sin embargo, quería colocar el trofeo del campeonato nacional al lado del Trofeo Heisman, que había ganado el año anterior por ser el mejor jugador de fútbol americano de Estados Unidos y que volvería a ganar con total seguridad ese año, convirtiéndose así en el primer jugador en cuarenta años que revalidaría este título. Estaban invictos, 8-0, y eran el primer equipo de la nación. El equipo oponente de aquel día, Oklahoma, tampoco había perdido ningún partido y eran segundos en la clasificación. El ganador de aquel partido —que se conocía como el Red River Rivalry y se jugaba en el estadio Cotton Bowl de Dallas cada año durante la Feria Estatal de Texas— se convertiría en el favorito para alzarse con el campeonato nacional. Iban cuatro puntos por debajo cuando quedaban ocho segundos en el marcador para que terminara el juego. Hasta ese momento durante toda la temporada, habían ganado hasta en cinco ocasiones remontando el partido en el último cuarto liderados por William Tucker. Pero sus compañeros de equipo seguían sin creer en el destino.

      Él sí creía.

      Había nacido para jugar al fútbol. Más concretamente, para ser quarterback. Tenía altura para ver a través de la línea defensiva, unas manos que encajaban a la perfección en el cuero, dando la sensación de que se trataba de un balón para niños. Gozaba también de unos brazos perfectos para atravesar todo el campo de juego con el balón en su poder, un requisito indispensable para hacer las mismas jugadas con muchos pases que usaban los profesionales. Estos estaban ansiosos por fichar a William Tucker. Era el quarterback prototipo de la NFL: lo suficientemente grande para resistir el desgaste físico que sufren los quarterbacks profesionales a manos de los linieros defensivos de ciento treinta kilos, lo bastante fuerte como para quedarse en el pocket y lo bastante rápido en sus lanzamientos como para esquivar la avalancha de jugadores cuando rompía su defensa y pasaban de jugar defensivo a ofensivo. Era grande; era fuerte y era rápido. En definitiva, era el mejor que podía haber. De hecho, había salido en la portada del momento de la revista Sports Illustrated.

      En cinco meses podría llegar a ser número uno en el draft profesional y firmar un contrato de cinco años por cien millones de dólares base garantizados con el equipo de Dallas. Se decía que los Cowboys estaban negociando para ficharlo. William Tucker sería su quarterback franquicia. Haría que el Big D —el equipo de Dallas— se olvidara de Meredith, Staubach y Aikman. Los seguidores ya se habían olvidado de Romo. Tenía veintidós años y ya llevaba diez soñando con la idea: «Algún día seré el quarterback de los Cowboys», como cualquier otro niño de doce años. Ahora, ese sueño se podía llegar a cumplir. Él quería acabar su carrera universitaria ganando un