No consiguieron distraer a William del partido.
—Hola.
Soltaron una risita infantil. Frank dio un codazo en el hombro a su hijo.
—Las chicas no te quitan el ojo de encima.
—Las chicas son un muermo, papá.
Su hijo era guapo, tenía las facciones marcadas, ojos azules y el pelo rizado rubio que le caía por la cara. Pero aún no había llegado a la edad para ver a las chicas como una atracción en lugar de un incordio. Le importaba mucho más el deporte que las chicas. Eso era bueno para un niño de doce años. Tanto para el niño como para el padre.
Los primeros doce años de la vida de William habían sido fáciles para Frank Tucker. Había sido casi como tener un hermano pequeño más que un hijo. Le había enseñado todo lo que sabía de cómo se debía portar un hombre: cómo lanzar una pelota de béisbol y cómo batearla con un swing, cómo pasar y patear un balón de fútbol americano o cómo hacer un swing en el club de golf. Si no lo había conseguido, al menos lo había intentado. Había tenido que pagar la cuota especial del club para enseñarle. Frank nunca quiso imponerle a su hijo su swing de golf. También le había mostrado cómo escupir pepitas de sandía. El padre de Frank le había enseñado cómo poner el techo y cómo pintar una casa, cómo usar y reparar un cortacésped, cómo limpiar y desatascar los desagües e incluso cómo arreglar y cambiar una rueda; en fin, cosas útiles para la vida. Un hombre no debe pagar a otro por algo que él mismo puede hacer. Pero Frank era abogado, no un trabajador de fábrica, por lo que podía contratar a otros para realizar todos esos trabajos y de este modo tener tiempo para enseñarle a su hijo otras cosas menos útiles para la vida.
Habían sido doce años de diversión en la vida de William.
Pero Frank sabía que los siguiente doce años serían mucho más un reto que una diversión para las vidas tanto de padre como de hijo. William entraría en la pubertad; su cuerpo empezaría a cambiar de la noche a la mañana y pasaría de ser un niño a ser todo un hombre. Pero no cambiaría su mentalidad. La madurez física llegaría rauda y veloz; la madurez mental llegaría tarde y con paciencia. Algunos estudios afirmaban que la parte del cerebro que controlaba el juicio en los varones no se terminaba de desarrollar hasta bien entrados en la veintena. Esa diferencia que se creaba entre cuerpo y psique, un chico que pasaba rápidamente a ser un hombre con la mente aún de un crío, podría poner a su hijo en más de un apuro. A lo largo de la historia, la estupidez y la testosterona no parecían haber formado nunca un equipo que diera buenos resultados. Frank se preguntaba si podría proteger a su hijo de sí mismo.
Le pasó el brazo alrededor de los hombros.
—¿Vas a conseguir sacar a la senadora de esta, Frank?
El padre que estaba sentado detrás de ellos se inclinó hacia ellos para preguntarle. Su aliento daba fe de su gusto por los vinos caros.
—Secreto de sumario, Sid.
—No puedo creer que representes a una republicana.
Sid era un demócrata rico (Houston era un bastión del partido demócrata en el estado de Texas), aunque sus hijos asistían a una escuela de élite privada, por lo que no tenían que sentarse al lado de niños pobres negros y demócratas de los colegios públicos.
—Represento a una mujer inocente.
—Es culpable de ser republicana.
El equipo contrario puso en juego el balón. Los jugadores de la Academia perdieron la posesión y los oponentes anotaron en la siguiente jugada.
—¡Guau! —saltó William—. Son malísimos.
Los jugadores del equipo jugaban muy mal. Pero eran buenos chicos. El entrenador era bueno. Y los padres también lo eran. Ninguno se sintió decepcionado por cómo jugaban, ya que nadie esperaba que ganasen.
—No han anotado un tanto en dos años —dijo Sid desde su asiento—, pero diez de esos estudiantes este año bordarán sus exámenes de acceso a la universidad.
El fin aparente de los institutos de enseñanza pública en Texas era la de preparar a los mejores jugadores de fútbol americano del país. Y eso hacían. Los entrenadores de fútbol americano de la División I-A de la National Collegiate Athletic Association de todo el país viajaban cada otoño a Texas para completar la alineación de sus equipos. Pero no hacían escala en la Academia. Allí, los deportes servían para construir el carácter de los jugadores y crear camaradería entre los distintos estudiantes, no servían para formar deportistas de la División I. Y no lo hacían. Ningún estudiante en los cincuenta años de historia había ganado nunca una beca deportiva para la División I. La Academia se encontraba entre las más prestigiosas escuelas preparatorias para la universidad, no se situaba a la cabeza por tener estudiantes deportistas de alto nivel. Por tanto, cada temporada era una temporada perdida. Y esa no iba a ser la excepción. Aun así, ni los padres dejaban de asistir a los partidos ni las animadoras dejaban de hacer su labor.
Dos, cuatro, seis, ¡todos!
¡Los armadillos ganarán!
¡Arriba todos!
¡No paréis de gritar!
Ninguno se levantó. Los estudiantes estaban ensimismados con sus dispositivos electrónicos y los padres, absortos, conversaban de política y de la bolsa. Sin contar que era complicado que se volvieran locos con un equipo de fútbol americano que tenía por nombre «armadillo». Pero Frank se puso en pie y levantó los brazos para empezar una ola.
—¡Armadillos!
Becky rio desde la banda y escondió la cabeza entre los pompones. Su mujer levantó la vista y lo miró como si estuviera loco. Pero después, siguió con lo que se esperaba que hiciera durante el partido:
—Está al lado de Inwood —dijo la otra madre sentada en una postura perfecta, al igual que ella—, tiene solo setecientos cincuenta metros cuadrados, pero no queremos una casa muy grande. Únicamente queríamos una habitación más para las fiestas de beneficencia.
Frank y William seguían el partido; ella ascendía en la escala social. No había estado nunca fuera de los focos desde su primer concurso de belleza del instituto. Iba siempre perfecta, se sentaba perfecta, se mantenía perfecta. Ropa perfecta, gestos perfectos, maquillaje perfecto, pelo perfecto. Parecía que competía por la corona. Quizá aún lo hacía.
—Algo acogedor.
William lo oyó. Miró a Frank, puso una mueca en su cara e imitó la forma en que dijo su madre:
—¿Acogedor?
Frank se encogió de hombros y le tendió la mano extendida. Chocaron los cinco.
Elizabeth Tucker contempló la envidia en los ojos de su amiga. La misma envidia que una vez reflejaban los suyos. Se había criado en la otra punta de la ciudad sin nada. Odiaba ser pobre. Ella solía leer la sección de sociedad del periódico, las fiestas, las reuniones de sociedad y a la gente guapa; siempre se preguntaba cómo serían sus vidas. Cómo sería tener algo en la vida. Cuando aprendió a conducir, solía pasar con el viejo coche de la familia por las calles de River Oaks. Algún día, solía decir. Algún día viviría allí.
Y ese día había llegado.
Había visto la cara de su marido cuando dijo «acogedor». Él no la entendía. Ella había crecido en una familia de don nadies. Ella necesitaba ser alguien, pero parecía que él no. Él era casi una celebridad, una estrella de cine de serie B, pero era como si a él no le importase. No deseaba convertirse en una estrella emergente de Houston mientras que ella ardía en deseos.
Ser alguien.
Aunque era él quien traía el dinero a casa, era ella la que necesitaba ser alguien. Y vivir en River Oaks, en la mejor zona de Houston, en una casa cara. Preparar la sección de sociedad. Ser la envidia de los demás.
William estaba concentrado