ensayo de D’Israeli, publicado en una oscura edición que ni siquiera apareció en Inglaterra, ni la fantasía vertiginosa de Geoffroy, por mucho éxito que tuviera entre ciertos lectores franceses, ni el difícil y densamente argumentado tratado filosófico anticlerical de Renouvier, dieron inicio a ningún tipo de moda consistente en especular sobre los distintos caminos que habría podido tomar la historia. Las contribuciones al género solo aparecieron de forma esporádica, como es el caso del ensayo del historiador británico G. M. Trevelyan “If Napoleon Had Won the Battle of Waterloo” [Si Napoleón hubiera ganado la batalla de Waterloo], escrito para un certamen celebrado en 1907 por la Westminster Gazette. Trevelyan retomó las especulaciones de Victor Hugo para sugerir que si Napoleón hubiera ganado la batalla de Waterloo, los británicos se habrían visto forzados a firmar la paz y las condiciones económicas y sociales se habrían deteriorado bajo el liderazgo del archiconservador lord Castlereagh (a pesar de una rebelión de los trabajadores encabezada por lord Byron, que se habría sofocado y habría supuesto la ejecución del noble poeta). Los liberales británicos habrían huido a América Latina, donde un gobierno británico reaccionario habría unido esfuerzos con España en la lucha por la conservación de las colonias españolas, mientras que en Europa, a pesar de la influencia de Napoleón, el ancien régime habría seguido más o menos como antes con sus formas oscurantistas de siempre. Lejos de lanzarse a la conquista del mundo, Napoleón, enfrentado a una Francia y de hecho a una Europa agotadas por más de dos décadas de guerra casi ininterrumpida, habría decidido que ya era suficiente y habría optado por una vejez pacífica. En este escenario, Napoleón finalmente muere mientras se plantea una nueva guerra para unificar Italia, una guerra que no ocurrió.15 Trevelyan era un entusiasta de la unificación italiana, escribió tres enjundiosos volúmenes sobre su héroe, Giuseppe Garibaldi, y desde el punto de vista político era un liberal comprometido, formaba parte de una tradición whig que incluía a su tío abuelo lord Macaulay, uno de los más acérrimos defensores de la extensión del derecho de voto en 1832. Su relato de los acontecimientos que seguirían a una supuesta victoria de Napoleón está todo lo alejado que se puede de la expresión de un deseo; es más bien una historia negativa, que ilustra lo mal que habrían podido ir las cosas y por lo tanto, implícitamente, el hecho de que Waterloo, a pesar de una oleada temporal de represión política y dificultades económicas en Gran Bretaña, sentó las bases para los múltiples triunfos del liberalismo en el siglo xix al destruir la tiranía del emperador francés. De hecho, claro está, y Trevelyan lo sabía perfectamente, nada de esto era muy plausible, ya que la derrota de las fuerzas dirigidas por el duque de Wellington en 1815 no habría significado necesariamente el final de la guerra; los Aliados se podrían haber reagrupado y seguido luchando hasta una eventual victoria; al fin y al cabo, en aquel momento sus recursos superaban ampliamente a los de los agotados franceses. También en este caso estamos, por tanto, ante una historia alternativa impulsada principalmente por creencias y motivos políticos.16
Sin embargo, la función de la historia contrafactual como entretenimiento no estaba ni mucho menos agotada. En 1932 apareció la primera colección de ensayos del género, editada por sir John Collings Squire con el título de If It Had Happened Otherwise [Si hubiera sido distinto] y con una reimpresión del texto de Trevelyan sobre Waterloo. Squire era crítico literario y poeta, un personaje reaccionario que en la década de 1930 simpatizó con la Unión de Fascistas Británicos y que era furiosamente hostil a la modernidad literaria. Le gustaba proyectar una imagen de gentleman inglés amante de la cerveza y el críquet –de hecho, Virginia Woolf y el grupo de Bloomsbury solían referirse a él y a su círculo como “los hacendados” por el significado de su apellido, squire– y muchas de sus publicaciones eran desenfadadas y humorísticas. If It Had Happened Otherwise (publicado en Estados Unidos como If: Or History Rewritten) forma parte de esta categoría de libros.17 Los colaboradores eran en su mayor parte literatos (no había ninguna mujer entre sus filas). Muchos invirtieron el curso de la historia para entretener e impresionar: el divulgador histórico Philip Guedalla se divirtió de lo lindo imaginando el papel del Islam en Europa si los moriscos hubieran frenado el intento de expulsarlos de España en 1492,18 como se lo pasó en grande Harold Nicolson al especular sobre lord Byron como rey de Grecia. Más política era la contribución de monseñor Ronald Knox, que pintó un cuadro muy negro de cómo habría sido Gran Bretaña si la huelga general de 1926 hubiera triunfado; gobernado por los sindicatos y los socialistas de izquierda, el país se habría convertido en algo parecido a la Rusia soviética, con la libertad de educación y expresión abolidas y todo bajo el control del estado. Se trata de otro ejemplo de la versión distópica de la historia alternativa, tal como la había practicado Trevelyan muchos años antes.
No obstante, unos cuantos colaboradores del volumen de Squire aprovecharon la oportunidad para entregarse a la expresión nostálgica de un deseo. “La pequeña fantasía literaria”19 de G. K. Chesterton especulaba sobre qué habría ocurrido si don Juan de Austria se hubiera casado con María, la reina de Escocia… o, dicho de otra forma, si Inglaterra se hubiera mantenido católica, como el autor (el progreso de Gran Bretaña y Europa hubiera sido más rápido); el escritor francés André Maurois sugirió que si Luis XVI hubiera sido más valiente y hubiera conseguido evitar la revolución francesa, Francia se habría convertido en una monarquía constitucional como Gran Bretaña; el divulgador histórico y biógrafo alemán Emil Ludwig pensó que si el emperador alemán de tendencias liberales Federico III no hubiera muerto de cáncer a los pocos meses de su reinado en 1888, Alemania se habría convertido en una democracia parlamentaria y no habría seguido siendo el estado autoritario que entró en guerra en 1914, con consecuencias tan desastrosas para sí mismo, Europa y el mundo; sir Charles Petrie, otro historiador conservador cercano a los Fascistas Británicos (aunque siempre antinazi), en un capítulo reimpreso de una publicación anterior, pensó que las cosas le habrían ido mejor a Gran Bretaña, y especialmente a su vida literaria y cultural, si Carlos Eduardo Estuardo hubiera triunfado en su intento de arrebatar el trono a los hannoverianos en 1745; y Winston Churchill sostuvo que si Lee hubiera ganado la batalla de Gettysburg la consecuencia final habría sido una unión de los pueblos anglófonos, algo que él representaba en su misma persona como hijo de padre británico y madre estadounidense. La nostalgia y el pesar por una historia que había tomado un camino equivocado impregnan buena parte de los ensayos del volumen, lo que los convierte en algo más que un divertimento literario; una característica de las versiones alternativas de la historia que volvería con ganas muchas décadas después.
Es evidente que muchas de estas fantasías serían fáciles de cuestionar y no sería difícil derivar consecuencias de forma plausible en una dirección completamente opuesta a la que sus autores imaginaron que los acontecimientos tomarían. La Europa islámica que imagina Philip Guedalla (un tema que, como hemos visto, ya exploraron Gibbon y D’Israeli) no tenía en cuenta el catolicismo militante de los franceses, que podrían haber obedecido a un llamamiento del papa en favor de una nueva cruzada contra los sarracenos victoriosos en España; lord Byron probablemente no habría tenido más suerte en su intento de controlar a los banderizos y pendencieros griegos que su monarca de verdad, el príncipe de Wittelsbach que se convirtió en el infortunado rey Otón; los sindicatos británicos responsables de la huelga general de 1926 eran pragmáticos moderados a los que probablemente la idea de una Inglaterra soviética les habría horrorizado tanto como a monseñor Ronald Knox; un matrimonio entre María, reina de Escocia, y don Juan de Austria no habría contribuido de ninguna manera a que la reina escocesa fuera menos veleidosa, más sensata o más capaz de controlar a los protestantes, y se habría excluido al príncipe austríaco de la vida política británica con la misma firmeza con la que se excluyó a Felipe II cuando se casó con su homónima, María I de Inglaterra; ni Luis XVI de Francia ni ningún familiar suyo mostró la más ligera inclinación a convertirse en monarca constitucional y habrían restaurado el régimen absolutista enseguida que hubieran podido; una biografía reciente ha demostrado que la idea de que Federico III de Alemania era liberal es un mito, y en cualquier caso era un personaje débil con el que el implacable Bismarck, carente de escrúpulos, hacía lo que quería; puede que la posteridad haya considerado a Carlos Eduardo Estuardo como una figura romántica, pero él también era débil e indeciso y era poco probable que hubiera cambiado significativamente nada si hubiera llegado al trono; y Estados Unidos ya era demasiado fuerte e independiente en la década de 1860 incluso para que una Confederación victoriosa contemplara la unión