tercio de la economía. La alteración del punto de partida histórico depende de convertir a Quiroga en un dirigente político mucho más firme y decidido de lo que realmente fue (en realidad dudó demasiado tiempo y luego dimitió). Como Geoffroy, Alba intercaló en su relato vislumbres del curso real de los acontecimientos, si bien los presentó como el producto de una imaginación desatada. En la historia aparecen personas reales, incluido el propio Franco, que se reincorpora como jefe del estado mayor general del ejército cuando los alemanes e italianos invaden el país en 1940, al ver en la República una importante aliada de la Francia republicana. Los alemanes bombardean Guernica como ocurrió en realidad, García Lorca es asesinado y los acontecimientos de la Guerra Civil se transforman en acontecimientos de un supuesto conflicto entre España y las potencias del Eje.27 Este ejemplo republicano de expresión de un deseo tuvo respuesta en Los rojos ganaron la guerra, publicado por Fernando Vizcaíno Casas en 1989. Mientras que Alba hizo grandes esfuerzos para apoyar su libro en investigaciones académicas, el franquista Vizcaíno presentó a los republicanos, polémicamente y sin preocuparse demasiado por documentarse, como comunistas o sus cómplices conscientes, exageró las cifras de las masacres republicanas de prisioneros sublevados, minimizó o ignoró las atrocidades cometidas por su propio bando y difamó a los dirigentes republicanos tachándoles de asesinos de masas. Sin embargo, al entregarse a distorsiones tan obvias, socavó lo plausible de su propia construcción y dio pie a contrafantasías del otro bando todavía más extremas y polémicas, en las que Franco (por ejemplo) sufre una muerte espantosa al comienzo del conflicto ahogado en excrementos humanos. Las pasiones desatadas por la Guerra Civil y las décadas de gobierno autoritario que le siguieron encontraron expresión tras la muerte de Franco en escenarios contrafactuales españoles que volvían a luchar la guerra desde el comienzo y con creciente amargura.28
A veces este tipo de crisis y divisiones políticas profundas puede dar pie a historias contrafactuales bastante desesperadas. En 1972, en medio de las convulsiones políticas provocadas por la guerra de Vietnam, la historiadora estadounidense Barbara Tuchman imaginó que en enero de 1945 Mao Tse-Tung y Zhou Enlai habían escrito al presidente Franklin D. Roosevelt ofreciéndole ir a la Casa Blanca para hablar de la guerra en China y especialmente del conflicto entre sus fuerzas comunistas y las fuerzas nacionalistas de Chiang Kai-shek, que contaban con el respaldo de Estados Unidos. Tuchman publicó la carta falsa, supuestamente oculta hasta ese momento, en la revista Foreign Affairs, seguida de un ensayo sobre qué habría pasado si se hubiera aceptado la oferta: puede que se hubiera convencido a Estados Unidos de que no apoyara a los nacionalistas, es posible que Mao hubiera aceptado no considerar a Estados Unidos un país enemigo, “quizá no hubiera habido guerra de Corea con todas sus nefastas consecuencias […]. Puede que no hubiéramos ido a Vietnam”.29 Tuchman formuló la hipótesis de que la oportunidad se había perdido por la actitud de obstrucción del entonces embajador estadounidense en China. Sin embargo, el realismo del escenario era dudoso, en buena medida porque la hostilidad estadounidense hacia el comunismo ya era tan profunda que una alianza con Mao contra Chiang parecía extremadamente improbable.
En Gran Bretaña, la situación era muy distinta. La colección más bien frívola de Squire dominó el campo durante mucho tiempo. Seguramente E. H. Carr pensaba en los ensayos de If It Had Happened Otherwise cuando tachó este tipo de especulaciones de mero juego de salón.30 El divulgador histórico, escritor y presentador de la bbc Daniel Snowman, responsable de una larga lista de sólidas publicaciones históricas, intentó superar esta limitación en 1979. La fecha de publicación sugiere raíces políticas profundas en el clima de incertidumbre y examen de conciencia que dominó los años setenta, cuando el debate sobre la “decadencia de Gran Bretaña” estaba a la orden del día. Igual que Margaret Thatcher proclamó que podía ofrecer algo mejor a Gran Bretaña que lo que ofrecían las élites existentes, Snowman invitó a algunos historiadores a contar cómo lo habrían hecho mejor que los actores históricos del pasado. En la introducción a su colección If I Had Been... Ten Historical Fantasies [Si yo hubiera sido… Diez fantasías históricas], publicada en Londres en 1979, Snowman se quejó de que en las historias especulativas como la de Squire “no hay reglas respecto al grado de condicionalidad permitido, y los resultados pueden ser tan fantasiosos como a uno le apetezca”.31 Con la ayuda de diez historiadores profesionales, Snowman procuró reducir la arbitrariedad evidente de algunas contribuciones a la colección de Squire pidiéndoles
que evocaran un contexto histórico estrictamente auténtico y que recrearan tan exactamente como fuera posible la situación a la que se enfrentó la personalidad sobre la que trataba su ensayo. No podía haber deus ex machina, asesinatos inventados ni intervenciones melodramáticas del destino que dieran alas artificiales a la imaginación. Además, se pidió a los autores que se concentraran en un momento concreto del pasado y en el proceso de toma de decisiones que tuvo lugar entonces: la especulación sobre lo que podría haber ocurrido o no después solo debía ser una consideración secundaria. Por lo tanto, los ‘sis’ de este libro aparecen en un marco cuidadosamente circunscrito por los hechos históricos. Lo único que cambia es que se supone que el personaje principal de cada texto ha optado por una forma de actuar algo distinta, pero completamente plausible, de la que en realidad adoptó.32
La forma de proceder de Snowman introdujo importantes factores de restricción, que limitaban el grado de especulación de forma efectiva. Finalmente, pidió a los colaboradores (una vez más, todos eran hombres) que concluyeran su contribución con una reflexión sobre sus implicaciones. Todo ello dota a su recopilación de una unidad que encontramos en pocos casos.
Sin embargo, sigue presentando problemas. El primero, tal como reconoce Snowman, es que al escoger “grandes hombres” (y en efecto son todos hombres) da crédito a la desacreditada idea de que la historia la hacen los grandes hombres y poco o nada más, mientras que la mayoría de historiadores señalarían el papel de factores más impersonales además del impacto del individuo, o incluso en lugar de él. Desde luego, tal como admite Snowman, “solo un necio o un romántico incurable atribuiría los movimientos fundamentales de la historia casi exclusivamente a un puñado de dirigentes”. No obstante, finalmente el recopilador más que afrontar el problema lo esquiva y se limita a comentar que los ensayos del volumen “no pretenden adscribirse a un punto de vista en uno u otro sentido sobre el papel que han jugado los ‘grandes’ hombres de la historia, sino más bien proporcionar datos para un debate que a buen seguro seguirá muy vivo”.33 Quizá resulta más interesante que Snowman mencione la cuestión del libre albedrío y el determinismo, y señale que el presente es, o como mínimo parece ser, indeterminado, con un amplio abanico de posibles formas de proceder ante nosotros; no es hasta al cabo de un tiempo cuando empezamos a identificar las razones de tipo más general por las que escogimos una opción y no otra.34 Sin embargo, también en este caso deja la cuestión sin resolver, quizá como no podía ser de otra manera, ya que las condiciones en las que pide a sus colaboradores que imaginen que se escoge una opción distinta están cuidadosa y estrechamente circunscritas.
Lo que es más importante, tal como ha señalado Niall Ferguson, es que todo el volumen de Snowman cae en la trampa de expresar deseos.35 Ningún historiador, si le preguntan cómo se habría comportado si hubiera estado en la piel de un personaje histórico, dirá que no habría igualado la sagacidad, brillantez o valentía de aquella persona. La gracia del ejercicio es que lo hará mejor; no caerá en los errores de su personaje y tendrá éxito en aquello en lo que este fracasó. De este modo, Roger Thompson, en el papel de conde de Shelburne, evita la independencia de Estados Unidos; Esmond Wright, haciendo de Benjamin Franklin, impide que el descontento estadounidense de la misma época desemboque en una revolución; Peter Calvert, como Benito Juárez, salva al emperador Maximiliano, que los franceses endilgaron a los mexicanos, y trae décadas de paz a esa conflictiva tierra; Maurice Pearton es Adolphe Thiers y evita la guerra franco-prusiana de 1870-1871; Owen Dudley Edwards, que hace de Gladstone, resuelve la cuestión irlandesa; Harold Shukman, en el papel del demócrata liberal Aleksandr Kérenski, jefe del gobierno provisional en los meses que siguieron a la revolución de febrero de 1917 que derrocó al zar, evita que los bolcheviques lleguen al poder; Louis Allen, en la piel del general japonés Hideki Tojo, descarta bombardear Pearl Harbor; Roger Morgan es el canciller Konrad Adenauer y reunifica Alemania después de la nota de Stalin de 1952 que ofreció negociaciones; Philip Windsor, de Alexander Dubček, evita la invasión del Pacto de Varsovia