François Dubet

La época de las pasiones tristes


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las “supervivencias” de una sociedad de estamentos y castas. Si bien esta ya no tiene marco legal, la prohibición de franquear las barreras subsiste más de lo que podría creerse. En “Un corazón sencillo” de Flaubert, Félicité, después de haber criado y amado a los hijos de la familia, queda a la deriva en su destino de criada inútil. Jamás será de la familia, tampoco lo será Louise en Canción dulce de Leïla Slimani, un siglo y medio después.

      En términos generales, no basta con trabajar juntos para comer en la misma mesa en el comedor, tomar una copa juntos, verse por fuera de la oficina y el taller. Las barreras invisibles del origen social y cultural, el color de la piel, el sexo y el nivel educativo funcionan como fronteras, a veces infranqueables.

      A pesar de todo, las revoluciones democráticas e industriales inauguraron un nuevo régimen de desigualdades, el de las clases sociales, nacido del encuentro de dos grandes revoluciones. La “providencia democrática” instaura la igualdad y la libertad de todos. La abolición de las barreras estamentales hace que los individuos ya no tengan impedimentos para cambiar de posición en la escala de las desigualdades, el prestigio y el poder. Pero si la destrucción del régimen estamental redunda en una sociedad integrada por individuos libres e iguales, una sociedad fundada sobre la voluntad general y el contrato –no sobre la tradición y lo sagrado–, esa revolución es ante todo política. No inaugura por sí sola un nuevo régimen de desigualdades. Sigue habiendo ricos y pobres, rentistas y trabajadores, campesinos, artesanos, comerciantes y burgueses, propietarios y proletarios, pero no es aún una sociedad de clases.

      Para eso, hace falta que, en el marco democrático, se instale un nuevo tipo de economía, un nuevo modo de producción: el de la Revolución Industrial. El régimen de clases sociales se construye en torno a la formación de la clase obrera miserable y el surgimiento de una clase de industriales capitalistas. Como ya nadie se define esencialmente por su nacimiento y su rango, la posición en la división del trabajo se torna central. Y es aún más esencial porque las desigualdades siguen siendo extremadamente fuertes, a la vez que se despliegan en un marco político y moral que afirma la igualdad de todos.

      Está claro que, en el apogeo del desarrollo industrial en Europa Occidental, la mayoría de la población no pertenece ni a la clase obrera ni a la de los capitalistas. Si bien Marx destacaba el preeminente e ineluctable enfrentamiento entre proletarios y capitalistas, no dejaba de enumerar una docena de clases en Las luchas de clases en Francia. Más adelante, Max Weber trazaría una distinción entre las clases, definidas por las relaciones de producción, y los grupos, definidos por el poder y el prestigio; pero, a su juicio, el régimen de clases sería el de las sociedades industriales.

      Este régimen de desigualdades es moderno en más de un concepto. En él las posiciones sociales se definen por el trabajo, la creatividad humana, y no por la tradición y el orden teológico-político. También es moderno porque, si bien las desigualdades de clases chocan con el principio democrático de la igualdad de los individuos, no se eliminan. Se las impugna en nombre de la igualdad democrática. Las clases sociales nacen pues del encuentro contradictorio entre la igualdad democrática y la división del trabajo capitalista. Más aún, son la expresión del conflicto entre esas dos dimensiones. Por este motivo, el régimen de clases va más allá de las fábricas y las grandes concentraciones industriales.

      Las clases sociales se convierten en “hechos sociales totales”, un “concepto total”, como decía Raymond Aron. El régimen de clases es una manera de leer las desigualdades sociales, porque la sumatoria de las clases da un conjunto. Las posiciones en las relaciones de producción determinan los ingresos, los modos de vida, las relaciones con la cultura, las representaciones de la vida social y la oposición entre “nosotros” y “ellos”. En ese sentido, no hay clases sin conciencia de clase, sin la articulación de una entidad para sí y una oposición a la clase dominante.

      El postulado de una sobredeterminación de las actitudes, las conductas y las representaciones por la posición de clase adquiere una consistencia tal que, durante un largo período, los sociólogos procurarían poner en relación posiciones sociales objetivas con actitudes subjetivas, a fin de “verificar” la existencia de las clases sociales. En Francia, esta manera de comprender las desigualdades se encarnó en Pierre Bourdieu, para quien el capital económico determina “en última instancia” las otras formas de capital.

      Si la movilidad social se desarrollaba, era porque la igualdad social ganaba terreno, pero la movilidad no era el primer objetivo de la justicia. El combate por la igualdad social era legítimo porque se tenía a los individuos por fundamentalmente iguales, pero también porque la sociedad debía devolver a los trabajadores una parte de las riquezas producidas, de las que la explotación capitalista los había despojado.

      Tanto más allá de la tradición marxista, la lectura de las desigualdades sociales en términos de clase terminó por imponerse. ¿Cuáles eran las dimensiones de clase del Estado, la educación, la cultura, los esparcimientos, el consumo? No era cuestión de solo trazar una correlación entre posiciones de clase, prácticas y representaciones colectivas, sino de mostrar cómo contribuían esas prácticas (y las instituciones) a la formación y la reproducción de un orden que desbordaba con mucho las fábricas y los consejos de administración.

      Cuando este tipo de análisis predominaba en Francia, en las décadas de 1960 y 1970, las clases sociales funcionaban como un explicandum y un explicans, a la vez aquello que hay que explicar y lo que explica lo que hay que explicar: las clases explican las conductas y las conciencias de clase que, a su vez, explican las clases. El influjo de esta representación era tan poderoso que las otras desigualdades quedaban en un segundo plano y terminaban incluso por desaparecer en beneficio exclusivo de la desigualdad que importaba, la desigualdad de clase. Los migrantes se veían menos como desarraigados discriminados que como trabajadores superexplotados; las desigualdades impuestas a las mujeres eran las de las trabajadoras y las esposas de trabajadores, y parecía darse por descontado que su igualdad pasaría solo por el trabajo.

      En cierta medida, las clases sociales podían considerarse instituciones a las cuales se acoplaban representaciones de la sociedad, identidades y significaciones comunes. Suscitaban un orgullo en los