T. H. White

El azor


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corazón al que no le quedaban energías. Su cara confusa y afligida pudo incluso con el agotamiento.

      Cuando Gos finalmente se rindió, la conquista fue visible. Posado en el puño, dejó caer la cabeza y recogió las alas, ya no firmes y bien colocadas a la altura de los hombros, sino colgadas ahora a cada lado del cuerpo con los bordes humildemente apoyados sobre el brazo. Los párpados se le caían irresistiblemente sobre los ojos rendidos y la cabeza se le inclinaba del sueño que su amo, cansado como estaba, se veía forzado a negarle con un movimiento suave. Se había establecido un vínculo entre los dos protagonistas, de piedad por un lado y de confianza por el otro. Habíamos esperado pacientemente setenta y dos horas este momento; el momento en el que el azor, no coaccionado por alguna crueldad sino solo por el deseo de dormir (que no relacionaba conmigo), pudo decir por primera vez con confianza: «Tengo tanto sueño que confiaré en este guante como percha en la que dormir, a pesar de que me acaricias, a pesar de que no tienes alas y tu pico es de cartílago flexible».

       Jueves

      Un azorero solitario y económicamente independiente tenía poco tiempo para vivir una vida propia; de hecho, no podía vivir en absoluto, ya que su vida era su trabajo. En este aspecto, se parecía al jornalero del siglo pasado. Cada vacación que se tomaba del azor, este retrocedía en su adiestramiento el doble de rápido de lo que se podía esperar avanzar. Teóricamente, debería haber llevado a la criatura consigo dondequiera que fuese, desde el amanecer hasta la noche, y solo haber visitado sitios que convinieran al azor. Ahora lo estaba amansando y lo exponía sucesivamente a una conmoción tras otra. Debía planear sus excursiones en base a esta idea, de forma que se encontrase progresivamente con un extraño que se mantuviera quieto, con un extraño que anduviera y corriera, con dos extraños, niños, grupos, un ciclista, un automóvil, tráfico, y así sucesivamente. En todo momento el pájaro debería haber vivido, y haberse alimentado, exclusivamente en el guante. Tendría que haber aprendido a considerarlo su percha y hogar natural, de forma que cuando llegase el grandioso y lejano día en que volase libre, volviera a este automáticamente, al no tener vida fuera de él. La forma más rápida de adiestrar un azor habría sido levantarse a las seis de la mañana y llevar al pájaro consigo durante doce horas diarias, uno o dos meses, sin pausa.4 De esta forma, incluso un azorero con servicio habría sido un hombre ocupado.

      Me desperté de nuevo al mediodía, puesto que ahora el problema de la comida se tornaba urgente. No solo debía, idealmente, llevar a Gos conmigo todo el día, sino que también estaba la necesidad de cazar su comida y prepararme la mía. Esto trae a colación el siguiente factor importante, no el de la resistencia nocturna o de el de la incesante fuerza de voluntad diaria implícita en este tipo de existencia de colonizador, sino el del clima y la estación. Nada estaba más entretejido en la esencia de la cetrería que el sol y el viento. Tanto tiempo al aire libre le aportaba un cariz peculiar al asunto, un trasfondo vital muy diferente al trasfondo local de un árbol o una casa. El mismo campo o el azor eran diferentes bajo la lluvia, las mismas circunstancias eran alegres o tristes dependiendo de si brillaba el sol. Cuando ya llevaba en el oficio un mes o dos, los granjeros me preguntaban si haría bueno por la mañana de la misma forma en la que se supone que ha de preguntársele a un marinero. No confiaban mucho en mi juicio, es cierto, pero de vez en cuando se molestaban en preguntar y valorar la respuesta, ya que sabían que miraba al cielo asiduamente. Me equivocaba tan a menudo como ellos, es decir, generalmente.

      Así que debería dar una idea del clima cuando empezamos. Era a finales de julio, y aunque la primavera y el verano habían sido horribles en Inglaterra, justo entonces tuvimos algunos días buenos. Esto confirió un tono alegre a las primeras jornadas con Gos, así que las recuerdo como días de largas caminatas. Por las tardes solía principalmente salir a por su comida, ya que era preferible que se le diera fresca cada día. Di largos paseos, muy contento de encontrarme solo al fin, con el cañón de la escopeta caliente al sol; los setos estivales rezumaban vida, y estuve al acecho durante largos periodos y cacé sin problemas a conejos que estaban quietos. No disparaba en absoluto por deporte, sino por necesidad, y era esencial que volviese con el azor lo antes posible. La exigencia de no perder el tiempo y matar con convicción me afectaban terriblemente a la hora de disparar y me provocaban una terrible ansiedad, y me preguntaba qué pasaría cuando la siguiente guerra mundial nos hubiera reducido al salvajismo y a cazar para comer. El arte de la caza al salto caería en desuso entonces, cuando los cartuchos que hubieran sobrado del combate fuesen escasos y la comida muy preciada. Cuando se acabasen los cartuchos del todo, el azor sería una verdadera bendición. Los franceses lo llamaban cuisinier, aquel que proveía de vianda en el comedor.

      Después estaba la imagen extrañamente salvaje del hombre asado por el sol que, después de haberse acercado con sigilo al conejo y haberlo matado golpeándolo rápidamente en la cabeza, lo pone boca arriba e inmediatamente empieza a pasar la afilada hoja del cuchillo por la piel del estómago. La tranquila elegancia con la que el cazador suele arrastrar el cadáver y lo lanza por encima de la hembrilla de una puerta como algo ya sin importancia había desaparecido. Suponía que un observador escondido habría pensado que me había vuelto un animal de nuevo, como un aborigen o un zorro, o incluso como el azor mismo. La soleada imagen era primero una en la que había movimiento sigiloso, tornado de golpe actividad súbita por el fuerte estallido, la carrera y el golpe de gracia; y luego, de nuevo, se volvía estática, una corta confusión de pequeños movimientos inclinada sobre la presa. Era necesario eviscerar a esos conejos lo más rápidamente posible, dado que así se mantenían frescos.

      Fue ese día que vi lo que entonces pensé que era una pareja de gavilanes. La mayor parte de los cazadores de Inglaterra se fijan en un tipo de rapaz, el cernícalo, y dispararán a cualquiera de las rapaces bajo la suposición de que este grupo de aves es hostil al desarrollo de la caza. Pero ahora que estaba sumergido de golpe por primera vez en su mundo, y había entrado, por así decir, en otro estrato de la vida o capa del aire, empecé a ver rapaces por donde iba, y era asombroso ver cuántas había, previamente insospechadas, en tan solo un pequeño recorrido de unos cuantos kilómetros. Era su recelo lo que las hacía evitar ser vistas, a no ser que se las buscara.

      Empezaba a acostumbrarme al tipo de voces que emitían las rapaces. Gos tenía diversas variedades, desde sus chillidos hasta sus pequeñas notas infantiles de irritación, piriripí, pipío, pío-pío; y cada tipo de ave rapaz, incluido el mochuelo, tenía un reclamo especial que lo distinguía de sus congéneres. Sin embargo, el modelo genérico se mantenía constante en todos ellos, un deje picudo de música que no venía de la garganta. Así, me di cuenta de que había rapaces alrededor en cuanto entré en el bosque de Three Parks. Hubo un chillido, y otro le respondió. De pronto, como si viniese de todo el bosque, las pequeñas voces chillaron y respondieron. Pi-pi-pi-pi-pi. Sería una familia, los padres y dos o tres niegos ya bastante crecidos pero todavía en el nido. Tuve la suficiente suerte como para ver a dos de ellas de cerca. Vinieron persiguiéndose mutuamente en un juego furioso, moviéndose rápidamente entre las ramas hasta que estuvieron casi sobre mí; entonces giraron alrededor del tronco de un árbol, enseñando su vientre listado formando dos patrones perfectamente verticales, como si estuviesen rodeando una torre del aeródromo de Hatfield, y desaparecieron entre el sombrío follaje del exuberante bosque estival.

       Viernes, sábado y domingo

      Había días de ataques y contraataques, una especie de avance y retroceso sobre campos de batalla en disputa. Gos había vuelto en gran parte a un estado salvaje tras dormir en el puño por primera vez. Cada día, las interminables obligaciones del hogar y la despensa requerían que Crusoe lo dejase solo, para luego volver debido a la necesidad de educarlo, y, por tanto, todo el rato había progreso y regresión. A veces se posaba en el guante después de dudar, pero con buen carácter, y otras volaba y se alejaba de mí como si hubiese ido a matarlo. Caminábamos solos durante horas cada día, y a veces Gos conversaba emitiendo sonidos amigables pero confusos, mientras que otras agitaba las alas y se debatía dos veces por minuto. En todo momento no había sino un mandamiento que tener en cuenta: paciencia. No había otra arma. Frente a cualquier revés, cualquier estupidez, cualquier fracaso, riña o golpe irritante que propinaba con las alas en la cara mientras se debatía, solo había una cosa que podía hacerse. La paciencia dejaba de ser negativa y pasaba a ser una acción positiva,