en la hipocresía.
Los maridos tenían amantes,
sus esposas lo sabían y, a pesar de todo, fingían no saberlo.
El señor Beaufort y su esposa
eran el ejemplo perfecto de ello.
Ante Jackson, Archer había defendido
la libertad para las mujeres.
Pero lo había hecho porque sabía que las mujeres decentes
nunca reclamarían esa libertad.
Vivían en un mundo de apariencias,
de normas morales,
que eran un complicado juego de mentiras.
La inocente May Welland era un producto de ese mundo:
un ser puro creado de manera artificial por madres y abuelas,
porque se suponía que él tenía derecho a esa inocencia
para destruirla fácilmente,
como se destruye un muñeco de nieve.
Archer comprendió que en sus reflexiones
influía el inoportuno regreso de la condesa Olenska.
―¡Al diablo Ellen Olenska! ―exclamó
comenzando a desnudarse.
El destino de Ellen no tenía por qué influir en el suyo,
pero la había defendido delante de todos, en la cena,
e intuía que este atrevimiento le podía comprometer.
Lo que sucedió pocos días después confirmó su intuición:
la anciana Mingott invitó a cenar
a las personas más importantes de la ciudad
para presentarles a la condesa Olenska.
Todos los invitados, excepto los Beaufort y Sillerton Jackson,
rechazaron la invitación: lamentaban no poder asistir
por tener compromisos previos.
Newland no podía permitir una ofensa tan grande.
Decidió visitar, acompañado de su madre,
a Louise Van der Luyden.
La señora Van der Luyden, prima lejana de la señora Archer,
era la representante de una de las tres familias
que formaban la auténtica nobleza de Nueva York.
Estaba emparentada con la aristocracia francesa y británica.
Ser invitado a su casa era conseguir el más alto grado de respeto en la selecta sociedad neoyorquina.
Archer y su madre expusieron la afrenta1
hacia la señora Mingott y la condesa Olenska
como si estuvieran ante un tribunal.
La señora Van der Luyden escuchó el relato en silencio.
Esbelta, rubia y de ojos claros, se conservaba joven,
como si fuera un cuerpo atrapado en un glaciar.
Con sus delgados labios, pronunció la primera sentencia:
―Tendré que consultarlo con mi marido.
Y añadió, dirigiéndose a un criado:
―Si el señor Van der Luyden ha terminado
de leer el periódico, dígale que sea tan amable de venir.
Poco después, la puerta se abrió con solemnidad
y apareció el señor Van der Luyden,
alto y delgado como su esposa.
Paseó su mirada fría y azul por la estancia,
que a Archer le parecía tan anticuada como sus propietarios.
Se sentó en su sillón con la tranquilidad de un rey
y escuchó el relato de Archer.
―Ah... ―dijo al final, respirando hondo.
Se produjo un silencio profundo.
Solo se oía el tictac de un enorme reloj dorado
hasta que el señor Van Luyden decidió hablar:
―No tenía ni idea de que las cosas habían llegado
hasta este punto... ¿Y dices que esto se debe
a una intervención directa de Lawrence Lefferts?
Dios mío, ¿quién puede tomar en serio sus opiniones
sobre la posición social de una persona?
El señor y la señora Van der Luyden se miraron.
Sus pálidos ojos se consultaban seriamente:
estaban de acuerdo.
―Querido Newland, ¿has leído el Times2 de esta mañana?
―preguntó el señor Van der Luyden.
―Sí, señor ―respondió el joven.
―Entonces sabrás que un pariente de Louisa,
el duque de Saint Austrey, llega en unos días a Nueva York.
Pues bien, queremos presentarle a unos amigos
en una cena de gala, con una recepción3 después.
Estoy seguro de que Louisa estará tan encantada como yo
de que la condesa Olenska esté entre nuestros invitados.
Dos horas más tarde, todo el mundo sabía la noticia.
1. Insulto u ofensa con que se muestra poca estima hacia una persona
y se duda de su honor.
2. El New York Times es un periódico publicado en Nueva York
y distribuido en los Estados Unidos.
3. Acto solemne y festivo en que se recibe a alguien.
6. La cena de los Van der Luyden
Una semana más tarde, tuvo lugar la esperada cena.
Ellen Olenska entró en el salón de los Van der Luyden
con tranquilidad, abrochándose una pulsera.
Miró a su alrededor sin timidez, sonriendo levemente.
A Archer le pareció que estaba delgada y algo pálida.
Sin embargo, su manera de moverse y su mirada
le daban una misteriosa autoridad.
La cena fue impresionante.
Los Van der Luyden lucieron sus mejores vajillas
y las damas llevaban sus joyas más valiosas.
El duque de Saint Austrey resultó ser un hombre amable,
pero poco hablador.
Tras la cena, se acercó a la condesa Olenska
y ambos se sentaron a charlar en un rincón.
Poco después, la condesa se levantó,
cruzó el salón y se sentó al lado de Newland Archer.
No recordaba que, en la sociedad de Nueva York,