la vista hacia mi cena, ya fría. ¿Lo había entendido bien? Y entonces llegó el camarero con una botella de champán. La abrió y nos sirvió sendas copas a Terry y a mí. Mire hacia Harry para agradecérselo y él y el resto de comensales de su mesa me devolvieron el brindis:
—¡Enhorabuena!
—Gracias —respondí, básicamente para demostrar que mi vocabulario no se reducía a «sí».
Cuando llegó el momento de pagar la cuenta, decidí invitar a Terry, que siempre había sido muy generoso conmigo. Pero ya la había pagado Harry Saltzman.
—Gracias —le dije de nuevo cuando pasamos junto a su mesa de camino a la salida.
Harry sonrió.
—Mañana —dijo— ponte corbata.
La noche era joven y Terry y yo nos acercamos hasta Ad Lib, un nuevo club propiedad del marchante de arte Oscar Lerman (casado con Jackie Collins) y dirigido por el brillante Johnny Gold, que se convertiría —sigue siéndolo— en uno de mis amigos más íntimos. Ad Lib era la mejor discoteca que hubiera pisado jamás, y aquella noche di el pistoletazo de salida a mi «vida nocturna» (que no abandoné hasta diez años después). Allí también parecían acontecer hechos extraordinarios. Nos dirigimos a la pista de baile y nos dimos cuenta de que a nuestro lado estaban los Beatles y los Rolling Stones al completo. Creo que algo así no volvió a suceder nunca.
El ambiente en Les Ambassadeurs era bastante distinto. Me puse corbata, el sitio era increíblemente pijo. De hecho, yo era el único don nadie entre los presentes. Harry pidió champán y caviar («De ahora en adelante, Michael, ¡solo lo mejor de lo mejor!») y yo me sumí en el silencio. Estaba totalmente fuera de mi ambiente. Larry me lanzó una mirada y en su cara se dibujó una sonrisa.
—¡Me pregunto que estarán haciendo hoy los ricos! —dijo.
Me reí y me relajé. Era el principio de una vida diferente.
Incluso con un contrato bajo el brazo y dinero en la cuenta bancaria, aún me sentía en medio de un sueño del que podría despertarme en cualquier momento. Por si las moscas, me pegué a Harry Saltzman y al poco tiempo ya estaba invitándome a su casa —más bien, mansión— cada domingo. La comida era buena y la conversación, mejor. Aunque siempre lo pasábamos bien, Harry no descuidaba el aspecto profesional durante aquellas reuniones, y allí fue donde se tomaron muchas de las decisiones concernientes a Ipcress. Harry había dejado muy claro que no buscaba un James Bond como protagonista. En realidad, el aspecto fundamental del antihéroe de Len Deighton era que se trataba de un hombre muy ordinario. Tan ordinario que siempre lo subestimaban. Deighton nunca le puso nombre y aquel fue nuestro primer reto.
—Necesitamos algo soso —dijo Harry.
Se produjo un gran silencio mientras cavilaba.
—Harry es bastante soso —aventuré con la brillantez que me caracteriza.
De pronto, se podía cortar el silencio con un cuchillo. Harry Saltzman me lanzó una mirada asesina. Todo el mundo contuvo el aliento. Harry se echó a reír. Todos nos echamos a reír con él.
—¡Tienes razón! —dijo. Volviéndose hacia mí, añadió—: Mi auténtico nombre es Herschel. Bueno, vamos a por el apellido.
Cuando dejé de temblar, me uní a la conversación pero decidí abstenerme de hacer más agudas sugerencias. Ningún apellido cuadraba. Como siempre, Harry tuvo la última palabra.
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