Katy Evans

Presidente


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hace que todos los que están en la sala se remuevan con incomodidad.

      Él alza la vista y barre a todo el mundo con los ojos; nos mira directamente de uno en uno.

      —Podemos hacerlo mejor.

      Su mirada conecta con la mía aunque solo por un instante y, durante ese segundo, de pronto vuelvo a tener once años, maravillada y confusa por el efecto que tiene sobre mí.

      Me muerdo el labio y pienso en una carta escrita por un niño. He podido contestar todas las cartas, incluso algunas que contenían descabelladas propuestas de matrimonio, pero no se me ha ocurrido qué contestarle a este fan en particular. Cada vez que pienso en él, siento un dolor, pero, a pesar de ello, no tengo el valor de dirigirme a Matt directamente y preguntarle.

      —Venga ya. —Suspira—. ¿De verdad esto es lo único que tenemos?

      Se oyen papeles que se deslizan por la mesa; hay quien tose o suspira incómodamente. Nos miramos los unos a los otros y suplicamos en silencio con nuestros ojos que alguien, quien sea, hable. Estoy a punto de lanzar mi idea, pero Carlisle se me adelanta y siento que el corazón se me hunde en el pecho.

      Carlisle sugiere que Matt enfoque su campaña como «el siguiente paso» o la «continuación» del plan presidencial de su padre. Lo llama una especie de Hamilton 2.0, el nuevo y mejorado plan Hamilton.

      Matt lo descarta de inmediato.

      —Quiero que la gente sepa que voy a continuar con el legado de mi padre, pero que también tengo ideas propias.

      Carlisle suspira y levanta las manos en señal de derrota, exasperado.

      —¿Alguien más tiene ideas?

      Matt nos observa a todos y sus penetrantes ojos se detienen en mí. Noto que el aliento se me corta en el pecho. Alza una ceja, para animarme en silencio a hablar, a asumir el riesgo y decir lo que pienso.

      Incapaz de soportar su mirada inquietante ni un segundo más, carraspeo, y todo el mundo me mira al instante.

      —¿Qué opináis de algo que recalque que trabajaremos en todo, desde la misma base? —empiezo a decir nerviosamente—. Podemos llamarla la campaña del abecedario. Vamos a solucionar, a abordar y a mejorar todo desde la «A» hasta la «Z» en este país. Arte. Burocracia. Cultura. Deuda. Educación. Futuras relaciones…

      La mesa guarda silencio. Echo un vistazo a Matt y veo que sus ojos brillan con aprobación.

      Carlisle es el primero en hablar; se dirige a Matt con una amplia sonrisa.

      —Eso es muy bueno.

      Matt no se gira para encararlo, se limita a mantener su mirada sobre mí.

      —Sí —aprueba sin más. Asiente, se pone en pie y se abrocha la chaqueta—. Haremos eso. Para mañana a primera hora, quiero un abecedario entero con los temas de la campaña —anuncia mientras camina. De inmediato, todos se van de la mesa, aliviados por tener algo que hacer ahora que Matt ha elegido una idea.

      Una idea que resulta ser mía.

      Mientras me doy la vuelta para seguirlos, una profunda sensación de orgullo bulle en mi interior y me calienta el pecho. Continúo caminando, pero antes de llegar a mi cubículo, Matt habla de nuevo:

      —Charlotte, ven a mi despacho, por favor.

      Me trago el nudo de la garganta y logro proferir:

      —Claro. —Y lo sigo.

      Se sienta y hace un gesto para que tome asiento frente a él.

      Lo hago y empiezo a retorcer los anillos de mis dedos.

      —Lo has hecho bien, Charlotte —asegura, mirándome con ojos cálidos. No puedo descifrar si quiere darme una palmadita en la espalda y decirme «bien planteado», o besarme hasta dejarme sin aliento y después decirme «ven a mi cama».

      Sacudo la cabeza porque ese pensamiento ha despertado la calidez entre mis piernas.

      —Gracias. —Sonrío.

      Él me devuelve la sonrisa y se frota la barba incipiente del mentón. Entonces, comenta más para sí mismo que para mí:

      —Sabía que te había traído a esta campaña por una razón.

      Arqueo una ceja.

      —¿Y qué razón es esa? —pregunto.

      Me mira de arriba abajo con una sonrisa diabólica en la cara.

      —Por tu aspecto físico, claro.

      Me río y él se ríe conmigo, pero su risa se esfuma.

      —Te he traído porque algo me decía que sientes tanta pasión por este país como yo y que quieres cambiar las cosas.

      Noto que me ruborizo; él me observa con curiosidad.

      —No creía que fueras a aceptar, ¿sabes? —confiesa, y luego añade—: ¿Por qué lo hiciste?

      —¿Por qué hice qué? —pregunto, confusa por la expresión de sus ojos, por cómo me hacen sentir cuando me miran con tanta intensidad, como si fuera la única mujer en el mundo.

      —¿Por qué aceptaste?

      Hago una pausa y pienso en la pregunta. Pienso en ella de verdad durante un momento.

      ¿Por qué le dije que sí?

      Siento que mis engranajes mentales giran y, antes de darme cuenta, contesto con seguridad.

      —No podía dejar pasar la oportunidad de hacer algo grande.

      Me mira fijamente; yo le devuelvo la mirada.

      Y, en ese momento, siento un cambio en el ambiente. Noto que me he ganado algo que Matthew Hamilton no entrega fácilmente o con frecuencia: su admiración.

      —Si no necesitas nada más, debería volver a mi trabajo —digo.

      Asiente.

      Nerviosa por la conexión que he sentido con él, regreso a mi mesa apresuradamente. Los teléfonos no han dejado de sonar y las pilas de cartas distribuidas en mi mesa y en la de Mark (otro asistente) aumentan por momentos.

      Ese perro necesita una correa

      Charlotte

      A la mañana siguiente, mi despertador suena a las cinco en punto. Antes de unirme a la campaña de Matt Hamilton, hacía ejercicio a las siete y llegaba al trabajo a las nueve. Ahora tengo que estar en el trabajo a las siete y media y, dado que quiero un buen comienzo del día, me levanto temprano, me lavo la cara, me pongo los pantalones de correr y una camiseta de manga larga, cojo el teléfono, los auriculares y un jersey; luego salgo.

      El sol asoma a través de unas nubes negras mientras corro por mi ruta de deporte preferida y que pasa junto a los monumentos de Washington. El día es demasiado sombrío para admirar el paisaje y pienso que debería haberme quedado en la cama.

      Veo movimiento por el rabillo del ojo y desde una esquina en la distancia aparece un perro, que trota en mi dirección alegremente. Me ladra, después se sienta delante de mí, atento y emocionado. Siempre he tenido gatos, así que mi relación con los perros ha sido inexistente, por eso no sé qué hacer con la criatura excepto intentar que se quede tranquila. Al recoger el extremo de su correa, algo oscuro capta mi atención y levanto la cabeza.

      Me quedo quieta en medio del camino y pestañeo, luchando contra la sorpresa de ver a Matt Hamilton caminar hacia mí con una camiseta roja y unos pantalones cortos de correr azul marino.

      Frunce el ceño y sonríe al mismo tiempo. Parece sorprendido y es como si le hiciera gracia verme; yo estoy estupefacta.

      Su camiseta moldea la piel de debajo y revela lo increíblemente definido que tiene el pecho. Es tan robusto y, al mismo tiempo, tan elegante que me cuesta mantener la cabeza fría.

      Mi