Katy Evans

Presidente


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      La suite es grande, decorada para satisfacer los gustos de aquellos que pueden permitirse habitaciones que cuestan mil dólares la noche. Es la clase de hotel que deja caramelos de menta sobre las almohadas, y han sido más hospitalarios de lo normal con nosotros porque Matt es una celebridad. Han llegado incluso a subirle bollos de yogur después de que la prensa se asegurara de que todo el mundo supiera que le encantan.

      Incluso han puesto una botella de champán a enfriar, pero Matt ha pedido a uno de los asistentes de campaña que se la llevara de la habitación. Todos se han sorprendido: han pensado que eso significaba que Matt creía que habían perdido las elecciones.

      Pero yo sé, de manera instintiva, que ese no es el caso. Sencillamente sé que, si los resultados no son los esperados, no querrá ver ese champán frío aquí dentro como un recordatorio de su derrota.

      Tras dejar a Jack sobre el sofá, cruza la sala, inquieto, y toma asiento junto a su director de campaña al lado de la ventana, luego enciende un cigarrillo. Los recuerdos me vienen a la mente, recuerdos de mis labios rodeando el mismo cigarrillo que estaba en los suyos.

      Observo a Jack, que menea la cola y tiene unos ojos cálidos de cachorrillo, para evitar mirarlo a él. El perro levanta la cabeza, alerta, cuando Mark irrumpe en la habitación, sin aliento, con los ojos muy abiertos, como si no pudiera creerse lo que fuera que acabara de ocurrir… o estuviera ocurriendo. Informa a la sala de que el escrutinio ha llegado a su fin. Y, al anunciar el nombre del próximo presidente de los Estados Unidos de América, la mirada de Matt conecta con la mía.

      Una mirada.

      Un segundo.

      Un nombre.

      Cierro los ojos y bajo la cabeza al oír la noticia, abrumada por la sensación de pérdida.

      Y llevo años pensando en ti como Matthew

      Charlotte

       Diez meses antes…

      Desde que empecé a trabajar a jornada completa, los días parecen haberse vuelto más largos y las noches más cortas. A medida que me he ido haciendo mayor, quedar con grupos grandes de gente ha perdido gran parte de su antiguo atractivo; en cambio, soltarme la melena en pequeños grupos de amigos es algo que ahora disfruto mucho. Hoy celebro mi fiesta de cumpleaños y en la mesa me acompañan mi mejor amiga Kayla, su novio Sam y Alan, una especie de amigo/pretendiente que es quien insistió en que saliéramos a celebrarlo aunque fuera un ratito esta noche.

      —Hoy cumples veintidós años, cielo —dice Kayla mientras alza su copa en mi dirección—. Espero que por fin saques el culo de casa para votar en las elecciones presidenciales del año que viene.

      Suelto un quejido; por ahora, las opciones no son como para emocionarse. ¿El actual presidente, antipático y mediocre en su trabajo, candidato para una segunda legislatura? ¿O los candidatos de la oposición, a los que a veces es difícil tomarse en serio dada la ideología radical que abrazan? A veces da la impresión de que sueltan la locura más grande que se les ocurre solo para obtener la atención de los medios.

      —Sería emocionante que Matt Hamilton se presentara —añade Sam.

      La bebida se me derrama en el jersey cuando oigo su nombre.

      —Tiene mi voto asegurado —continúa Sam.

      —¿En serio? —Kayla arquea una ceja traviesa y sigue sirviendo tequila—. Charlotte conoce a Hammy.

      Suelto un bufido y enseguida me limpio la mancha húmeda del jersey.

      —Qué va, no es verdad —aseguro, y frunzo el ceño en dirección a Kayla—. No sé de dónde has sacado eso.

      —Lo he sacado de ti.

      —Bueno… hemos… —Sacudo la cabeza y le lanzo una mirada envenenada—. Lo he visto alguna vez, pero eso no implica que lo conozca. No sé nada de él. Sé tanto de él como vosotros, y la prensa no es fiable.

      ¡Dios! No sé por qué le conté a Kayla lo de Matthew Hamilton… Ocurrió a una edad en la que era muy joven e impresionable, evidentemente. Cometí el error de confesarle a mi mejor amiga que quería casarme con el chico. Pero, incluso entonces, por lo menos tuve la perspicacia de obligarle a prometer que jamás se lo diría a nadie. Las promesas de chiquillas tienden a parecer muy infantiles cuando somos adultos, supongo, y ahora no le importa hablar de ello.

      —Venga ya, sí que lo conoces: estuviste años coladita por él —dice Kayla entre risas.

      Veo que su novio me mira para disculparse.

      —Me parece que Kay está lista para ir a casa.

      —No estoy ni de cerca lo bastante borracha —protesta mientras él tira de ella para ponerla en pie.

      Kayla se queja, pero permite que la levante y después se gira hacia Alan.

      —¿Cómo te sientes al tener que competir con el tío más bueno de la historia?

      —¿Perdona? —pregunta Alan.

      —Ya sabes, el Hombre Vivo más sexy según la revista People… —señala Kayla—. ¿Cómo te sientes al tener que competir con él?

      Alan le lanza a Sam una mirada que definitivamente dice: «Sí, está lista para irse a casa, tío».

      —Está superborracha —me disculpo con Alan por ella—. Ven aquí, Kay —digo mientras le rodeo la cintura con un brazo y Sam deja que se incline sobre su hombro. Juntos, la ayudamos a salir del local y la metemos en un taxi que Alan ha llamado; Sam y ella se van juntos.

      Alan y yo nos subimos al siguiente taxi. Él le dice al conductor mi dirección y se gira hacia mí.

      —¿A qué se refería Kayla?

      —A nada. —Miro por la ventanilla mientras se me hunden las entrañas. Intento reírme de ello, pero el estómago se me revuelve solo de pensar en que la gente se entere de lo colada que estaba por Matt Hamilton—. Tengo veintidós años y eso pasó hace diez u once. Un enamoramiento infantil.

      —Un enamoramiento del pasado, ¿no?

      Sonrío.

      —Claro —le aseguro. Después me giro para contemplar las luces brillantes de la ciudad mientras cruzamos las calles en dirección a mi casa.

      Un enamoramiento del pasado, claro. No te puedes enamorar de verdad de alguien que has visto solo… ¿qué? ¿Dos veces? La segunda vez fue tan fugaz y en un momento tan abrumador… y la primera… bueno.

      Fue hace once años y, de alguna forma, lo recuerdo todo. Todavía es el día más emocionante que recuerdo, a pesar de que no me guste el efecto que tuvo en mis años adolescentes haber conocido al hijo del presidente Hamilton.

      Tenía once años. Mi padre, mi madre, un gato atigrado llamado Percy y yo vivíamos en una casa de dos plantas al este de Capitol Hill en Washington D. C. Cada uno de nosotros tenía una rutina diaria; yo iba a la escuela, mi madre acudía a las oficinas de Mujeres del Mundo, mi padre iba al Senado y Percy nos castigaba con la ley del silencio cuando todos llegábamos a casa.

      No nos desviábamos mucho de esa rutina, tal y como a mis padres les gustaba, pero ese día sucedió algo emocionante.

      Percy tenía que quedarse en mi habitación, lo que significaba que mi madre no quería que hiciera travesuras. Se echó a los pies de mi cama y se puso a lamerse las patas, sin ningún interés en los ruidos del piso de abajo. Solo se detenía de vez en cuando para observarme fijamente al tiempo que yo miraba a través de una pequeña ranura en la puerta de mi cuarto. Me había pasado ahí sentada los últimos diez minutos, viendo al Servicio Secreto entrar y salir de mi casa.

      Hablaban en susurros por sus auriculares.

      —¿Robert? Una última vez. ¿Este? ¿O… este? —la voz de mi madre se filtró en mi habitación