para conformar las relaciones amorosas de las mujeres, convirtiéndose en parte sustantiva de su identidad (quién y qué soy) y de su subjetividad (cómo construyo y asumo el mundo que me rodea); paradójicamente se ha vuelto una trampa para la realización personal de las propias mujeres.
Quienes lean esto podrían cuestionar el por qué se pretende osadamente que el análisis de algunas historias de personas con estudios de posgrado y habitantes de una ciudad cosmopolita del sur del país,1 se generalice para numerosas mujeres que han estado, están o quieren estar enamoradas. La respuesta no es simple; dado que el amor derivado de relaciones sexoafectivas se ha naturalizado, vamos de la mano de filósofas y científicas feministas que han contribuido a develar el Amor romántico (Amorós, Fisher, Illouz, Lagarde, Pateman, Sainz, Valcárcel, Herrera, Amuchástegui y Esteban, entre otras). Este libro abre la posibilidad de apreciar mediante las experiencias relatadas, las similitudes con la realidad de quien lo lee (capítulos “Espejito, espejito”), permitiendo reconocer el problema como un asunto sistémico y no solo como un compendio de historias conmovedoras que les ocurren a “las otras” cuando se enamoran.
El análisis del amor como expresión de afecto y emociones ha sido tema de la psicología en décadas anteriores; posteriormente pasó a la competencia de la sociología y la antropología al vislumbrarse como un constructo social, es decir, al sacarlo de su nicho de sentimiento natural para dimensionarlo como concepción cultural, asegurado por la familia, la escuela y el Estado, entre otras instituciones, y sobre el que las personas integrantes de una sociedad actúan siguiendo reglas y normas que se consideran apropiadas.
En tal sentido, el Amor romántico ha sido construido socialmente y se siguen ciertas pautas para cumplir con sus requerimientos, las cuales provocan que se suela caer en la idealización. Ha sido gracias a las pensadoras feministas contemporáneas que se ha desmontado el mito de este tipo de afecto, ya que como hemos mencionado, no se asume con carácter igualitario para varones y mujeres. Varias autoras han revelado que desde la violencia más sutil hasta la más feroz en las relaciones de pareja (el feminicidio a manos de la pareja “sentimental”), las conductas nocivas se disimulan bajo un velo amoroso que obnubila los cimientos de relaciones abusivas.
Si bien el Amor romántico como constructo no es idéntico en todas las situaciones, ya que varía de acuerdo a la clase social, la edad, la escolaridad o la pertenencia étnica, entre otros factores, su vivencia es común a la mayoría de las mujeres, ya que compartimos posiciones de opresión en el patriarcado. Mujeres de diferentes matices aprendemos a forjar nuestra identidad y nuestra subjetividad asumiendo un estado dependiente y constitutivo en el amor hacia el otro. ¿Cómo desenmascarar a este bufón que goza de la simpatía de la cultura patriarcal y se burla de la idealización femenina de parejas perfectas con el sello de “vivieron felices para siempre”?
Lo primero que compete hacer es arrojar luz sobre las sombras, sobre ese modelo de Amor que como ya mencionamos, ha mantenido una función para normar y regular cierto tipo de comportamiento en las relaciones sexoafectivas entre varones y mujeres,2 con una clara intención de moldear las conductas emocionales y físicas de las personas en cuanto a expectativas para unirse en parejas, aun cuando aparezca diferencialmente según las edades de quienes estén en el juego.
En su tesis doctoral, Olivia Velázquez (2016) recorre diversos estudios actuales tocantes al amor de pareja en países iberoamericanos; la mayoría derivan del interés de la psicología y abarcan desde la concepción del amor como una adicción (perderse por la necesidad del otro) hasta los serios cuestionamientos de la vivencia del amor de pareja y su alcance en la salud mental. La mayoría de los estudios apuntan hacia que las mujeres —sobre todo las jóvenes— consideramos indisoluble el vínculo del sexo con el amor, en su modalidad de romántico, mientras que los varones pueden dimensionarlo y vivirlo como dos elementos independientes entre sí, usando el romanticismo para la consecución del acto sexual, pero no necesariamente como parte del deber ser de la relación.
Otras investigaciones señalan que esto puede afincarse en cómo se construye la masculinidad (deber ser de los varones) y la feminidad (deber ser de las mujeres), lo cual también se ha documentado entre personas jóvenes (incluso con alta escolaridad), y así se contribuye a crear vínculos desiguales, pues se espera que desde el noviazgo las mujeres “obedezcan” a sus compañeros varones. Dicha perspectiva se refleja en la población adolescente con fantasías como “la prueba de amor” para el inicio de relaciones sexuales sin compromiso ni cuidado sobre la integridad corporal de cada quien, lo que suele derivar en enfermedades de transmisión sexual y embarazos precoces que implican crianzas precarias, pues no son deseados ni planeados, sino efecto de una instrumentalización de la que la mayoría de las mujeres no son conscientes.
Además, en algunos de los trabajos analizados por Velázquez (2016), prevalece la idealización de la fidelidad y la eternidad (sobre todo por parte de las mujeres), misma que no ha variado como ilusión característica del modelo de Amor romántico a través del tiempo y en diferentes medios. No obstante, hay matices, ya que en estudios más recientes y desde el enfoque de género se vislumbran cambios al menos en el cuestionamiento por parte de las mujeres, de que las formas de experimentar una relación no son naturales ni inmutables, y si bien aún persisten anhelos del cómo ellas sueñan una relación amorosa, pueden contrastar con su realidad vivida como parejas.
Las características que se repetían en los estudios avalan el sentido utilitario del Amor romántico, mismo que ha sido registrado por distintas pensadoras. Antes hemos hablado de los cautiverios de las mujeres y los lugares físicos que existen para ellos, aunque también hay espacios simbólicos que habitamos mentalmente y se refieren a lo que pensamos, hacemos y en cómo nos sentimos hacia afuera, asumiendo limitaciones cuyos orígenes no siempre dimensionamos.
En este punto, conviene mencionar lo que en las teorías feministas se ha planteado como la división entre el espacio público y el privado. Retomando a Linda MacDowell (2000) y su amplio análisis sobre el espacio, este es construido en el terreno de las relaciones de poder, las cuales establecen las normas que regirán los espacios y sus márgenes, que no son solo de lugar, sino también sociales ya que establecen quiénes pertenecen a un ambiente y quiénes son excluidas o excluidos.
Desde esta mirada y coincidiendo con Carol Pateman (1996), la dicotomía espacio público y espacio privado fue construida por el capitalismo, puesto que el sistema económico recién nacido requería apuntalar la idea de ámbitos diferenciados para garantizar su funcionamiento y desarrollo. La esfera privada se designó como propia de las mujeres mientras que la pública se les concedió a los varones, en una mutua exclusión con límites rígidos y muy bien definidos.
De acuerdo con Michelle Perrot (1993), en el proceso de la Revolución francesa, los propios insurgentes advirtieron el peligro que entrañaba para los varones el inestimable principio de igualdad; se percataron de las potencialidades que se abrían para las mujeres y del riesgo de cambiar lo que se consideraba “el orden natural”, que las asociaba a ellas al terreno privado y a los varones al público. Insistieron en mantener esta separación y más adelante, en la etapa posrevolucionaria, la frontera entre ambos se hizo cada vez más inflexible.
Es importante anotar que dentro del “orden natural” en las relaciones familiares, la monogamia era una característica fundamental. Helen Fisher (2007: 227) lo observa de este modo: “Engels consideró que la monogamia —que definió como la estricta fidelidad femenina de por vida a un único cónyuge— fue decisiva en la pérdida del poder de las mujeres. Afirmó que la monogamia evolucionó para garantizar la paternidad… y abrió las puertas de la esclavitud femenina”. Esta característica fue incorporada al modelo de relación sexoafectiva del sistema capitalista.
En ese mismo sentido, Carol Pateman (1996: 48) explica que con el desarrollo del capitalismo y la circunscripción de las mujeres a lo doméstico, con su consecuente exclusión de la vida laboral, fueron relegadas a su lugar “natural” y dependiente en el espacio familiar y privado, con lo cual “el antiguo argumento patriarcal derivado de la naturaleza en general y de la naturaleza de las mujeres en particular se transformó, se fue modernizando y se incorporó al capitalismo liberal”. A partir de ese momento se comenzó a convencer a las mujeres de ser solamente observadoras de la vida pública,