a limpiar, lavar ropa interior ajena y hacer de pequeñas niñeras con los hijos de sus patrones. Olga trabajaba ocho horas por lo que valían dos kilos de pan para ese entonces. Su trabajo cotizaba en unos pocos pesos que su padre usaba para comprar tabaco y latas de picadillo que comían con pan. Para Olga Abasse no hubo educación, limpiaba de la noche a la mañana y a veces se desmayaba del hambre en su trabajo. La mandaban a la casa, donde su madre la revivía a golpes y la mandaba a trabajar de nuevo con un vaso de agua con azúcar en la panza, para que me volviese el alma al cuerpo, contaba la nona. Cuando cumplió once años, y a duras penas lo estaban celebrando, una de sus hermanas, que tenía diecisiete y se llamaba María Rosa, decidió quitarse la vida tirándose a un aljibe. No la encontraban a la hora de cortar la torta. No aparecía y empezaron a sospechar que se había fugado con el novio que tenía, motivo por el cual su madre —mi bisabuela— la tenía vigilada y le ejercía una presión enorme para que no lo viera. En el pueblo, las lenguas agitaban el chisme de que el muchacho era un ladrón. Mi bisabuela lo quería lejos de la casa. Y de su hija. María Rosa no soportó estar separada de su amor en este mundo y eligió la muerte como una separación definitiva, una solución iracunda que arrasaba con lo terrenal y terminaba con su existencia en este mundo para siempre. Después de que la sacaran sin vida del aljibe vecino, la velaron y todos volvieron a sus casas. Parece que mi bisabuela, su madre, se dejó abrazar por la tristeza y el desgano. Sus siguientes años fueron en una cama, olvidándose de que tenía siete hijos a los que amar al mismo tiempo que se hundía más profundo en el recuerdo culposo de haber llevado al suicidio a su hija más hermosa. Pero Olga Abasse no había elegido la muerte para solucionar sus problemas. Cargaba con ellos día a día y encontraba un refugio del mundo insolente en el que ponía sus pies cada día cuando podía estar en los brazos de su amor, Andrei “El Ruso” Popov. Tanto se refugió en su secreto novio, tan entregada al temprano placer de la carne, que a los catorce años empezó a tener vómitos y un gran corte de menstruación. Al segundo mes ya era evidente: en su interior se empezaba a formar una vida. El embarazo de Olga fue tomado en cuenta el mismo día que tuvo que ir a parir y la llevaron sus hermanos. Su madre sólo había hablado para pedir que ni su hija ni ese bebé, ese bastardo
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