que estaba completamente borracha, como de costumbre.
Pero Ruby tenía razón, recordé que él se había marchado sin mediar palabra. Y había algo más. John le había dicho algo a Max, en voz lo suficientemente baja para que nadie más escuchara. Después de eso, no tengo otro recuerdo de Max aquella noche.
—¿Crees que esté yendo a terapia? ¿Para controlar su ansiedad? —pregunté.
Sacudió la cabeza.
—No, no, definitivamente no —resolló, todos estábamos sobrellevando el mismo resfriado—. Y me pidió no contarlo.
Su voz hizo una inflexión al final, como si hubiera sido una pregunta.
—Entendido —dije. Entendía. Podía guardar secretos. Los chicos salieron apresuradamente del edificio, con sonrisas traviesas y bolsas llenas en las manos.
—¿Todo un éxito? —preguntó Ruby mientras se acercaban.
—Oh, sí —respondió Khaled, colocando algunas bolsas en el maletero. Las botellas de vidrio traquetearon entre sí.
—Joder. ¿Habéis visto ese coche? —preguntó John. Apoyó sus bolsas llenas de cerveza, mientras observaba un sedán verde descolorido que estaba aparcado junto al nuestro. El parachoques colgaba de un lado y los costados del coche estaban cubiertos de abolladuras.
Nos reunimos alrededor de John, y me di cuenta de qué estaba hablando. El coche estaba lleno de cajas de comida rápida, bolsas de plástico... toda clase de basura. Había una botella de agua en la guantera llena de colillas de cigarrillos. No se podían ver los asientos: el lado del conductor estaba cubierto de papel, lo que debían ser envoltorios de comida viejos.
—Vaya animal —dijo John. Dio marcha atrás y echó sus bolsas en el maletero del BMW.
—¿Quién permite que las cosas lleguen a este punto? —preguntó Khaled. Parecía horrorizado. No estoy segura de que haya crecido presenciando este nivel de pobreza.
Ruby, Max y yo rodeamos el coche.
—Oh, no —nos dijo Ruby. Seguí su mirada hasta el asiento trasero del coche—. Es tan triste. ¿Te imaginas cómo debe ser la casa si éste es el coche?
—La gente toma sus propias decisiones, Rubs —dijo John. Cerró el maletero y se dirigió al lado del conductor de su auto.
En voz baja, Max susurró para que sólo nosotras pudiéramos escucharlo:
—Menos mal que tomaste la decisión correcta de nacer adinerado.
Ruby y yo lo miramos y, cuando él se dio cuenta, su expresión pareció casi avergonzada. Ruby se aclaró la garganta. Yo sabía que ella odiaba los momentos incómodos, sentía como si tuviera que llenar los huecos de silencio. Oí pasos detrás de nosotros y encontré a un hombre mirándonos.
—¿Puedo ayudarles? —preguntó.
Tenía alrededor de treinta y cinco años, y su largo y grasiento pelo recogido en una cola de caballo. Parecía tan exhausto. Miré la bolsa de la compra en sus manos y ramen en su interior, del mismo sabor que Ruby había elegido. En la otra mano llevaba un fajo de billetes de lotería.
Todos lo miramos sin saber qué decir, pero John lo ignoró y se subió al coche. Oí cuando le dijo a Khaled:
—Oh, vaya, basura pueblerina comportándose como tal.
Miré los billetes de lotería y la expresión del hombre, que no había cambiado. Me sentí aliviada de que no hubiera escuchado a John. No oí la respuesta de Khaled, y me pregunté cómo estaría digiriendo el comentario. Me imaginé que estaba pasando por algún tipo de dilema interno acerca de aplacar a John, pero sin querer ser un idiota.
—Oh —Ruby se sobresaltó—. Lo siento, ya nos íbamos. Sabía que intentaba insinuar que no habíamos estado mirando su coche, y que sólo queríamos entrar en el nuestro. Pero era obvio lo que habíamos estado haciendo. Max mantuvo la puerta abierta mientras ella subía al asiento trasero, y yo subí por el otro lado.
El hombre nos observó, caminando lentamente, vacilante, hacia la puerta de su coche. El BMW arrancó con un fuerte rugido del motor. Antes de alejarnos, John soltó una carcajada.
—Mierda, que alguien lleve ese perro al peluquero.
Giré la cabeza, sabiendo que la ventana estaba abierta. Tenía la esperanza de que el hombre no hubiera escuchado a John, pero por la expresión de su rostro mientras nos alejábamos, supe que no era imposible que no hubiera sido así. Nadie encontró graciosa la “broma” de John. Si Gemma hubiera estado allí, tal vez lo habría hecho. Ruby evitó el contacto visual conmigo y miró por la ventana hasta que regresamos al campus. Su mente estaba dando vueltas, ¿alrededor de qué?, no estaba segura.
Ya había oscurecido cuando llegamos al campus y caminamos desde el aparcamiento para estudiantes de primer año. Nunca había sido un problema para nosotros introducir cerveza y varios licores de alta concentración alcohólica.
Un guardia del campus nos detuvo a unos metros de la entrada de la residencia. La charla que habíamos continuado desde el coche de John llegó a un abrupto final mientras nos internábamos en la oscuridad.
—¡Eh! ¡Chicos! —gritó el oficial.
Ni siquiera lo vimos acercarse. No hubo advertencia alguna, nada de destellos azules y blancos de su vehículo, o una tos vacilante para anunciar su presencia. Apreté mi agarre en las dos bolsas que llevaba en mis manos. Una contenía un paquete de seis cervezas; la otra, dos botellas de ginebra. Llevé el destilado detrás de mi muslo, esperando ocultarlo de la vista. Las pesadas botas del oficial se arrastraron por el camino de asfalto, mientras se dirigía hacia nosotros.
—Mierda —dijo Khaled en voz baja.
John y Max se detuvieron e intercambiaron una mirada. Sabía que les preocupaba registrar una falta: si los descubrían, pasarían el resto de la temporada en el banquillo. Y también Ruby. Vi que Max daba un paso frente a ella, como si así la protegiera del oficial.
Nos pusimos rígidos cuando el oficial de seguridad se acercó.
—¿Estudiantes de primer año? —nos preguntó, con las manos en sus gruesas caderas, un pliegue de piel que parecía la cobertura de un panecillo sobre su ajustado uniforme.
—Sí, señor —respondió John. Nuestro portavoz no oficial.
El guardia se aclaró la garganta y gruñó un poco. Pude distinguir su garrote en la oscuridad, no es que fuera a necesitar usarlo o que tuviera una razón para hacerlo. Señaló la bolsa de plástico.
—Ábrela —le dijo a John, con el grueso y pesado acento de Maine.
John le ofreció su sonrisa más cálida, rebosante de encanto, manteniendo la bolsa cerrada. La cerveza era legal en el campus. Tenía un paquete de doce latas. Incluso si el oficial lo veía, no tendríamos problemas. Ruby, Max y yo éramos los únicos con bebidas prohibidas en las manos.
—Sólo un poco de cerveza. ¿Quiere una? —dijo. Su encanto se fundió en el aire frío de la noche.
—Muy gracioso, ¿eh? —dijo el oficial. Infló su pecho, validando su importancia como guardia del campus.
Mientras rebuscaba en la bolsa, John le lanzó a Max otra mirada de advertencia. El oficial le devolvió la bolsa, gruñendo en aprobación. Miró a Ruby, que estaba detrás de Max.
—Señorita —la llamó, y ella caminó al frente, con ojos seguros y alertas.
John miró a Ruby, con los ojos entrecerrados con escepticismo. Supe lo que estaba pensando: ella era incapaz de mentir. Todos lo sabíamos. Era demasiado buena.
—Lo siento si estamos haciendo algo malo —dijo ella, en un tono elegante y respetuoso—. Mi padre estaba en la ciudad y se ofreció para llevarnos al