o alegrías ocultas nos libera el encuentro con Dios y el encuentro con el otro. Preguntémonos qué realidades grandiosas emergen para cada uno de nosotros si nos ponemos de parte de la esperanza y de parte del Reino.
SIMEÓN
FRAGMENTO EVANGÉLICO: LUCAS 2,25-35
En Jerusalén había un hombre llamado Simeón, y este hombre, justo y piadoso, esperaba la consolación de Israel; y el Espíritu Santo, que estaba sobre él, le había revelado que no vería la muerte antes de que viese al Ungido del Señor. Y movido por el Espíritu se fue al templo. Y cuando los padres del niño Jesús lo trajeron al templo, para hacer por él conforme al rito de la ley, él le tomó en sus brazos, y bendijo a Dios diciendo:
–Ahora, Señor, según tu promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en paz,
porque mis ojos han visto tu salvación,
que has presentado ante todos los pueblos;
luz para alumbrar a las naciones
y gloria de tu pueblo, Israel.
Y José y su madre estaban maravillados de todo lo que se decía de él. Y Simeón los bendijo, y dijo a su madre María:
–Él está aquí para la caída y para la resurrección de muchos en Israel, signo de contradicción para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones. Y una espada traspasará tu alma.
La oración de Simeón empieza con la palabra con que nosotros hemos empezado esta reflexión: «Ahora [...] puedes dejar a tu siervo irse en paz». Ahora, en este momento. Lo que ahora vivimos es el punto de partida de toda nuestra oración. La breve palabra con que comienza el himno de Simeón en la Biblia expresa que el momento que se está viviendo es aquel en el que Dios se manifiesta. Ahora, en este momento, Dios quiere manifestarse en nuestra vida, a pesar de todo y precisamente a través de las oscuridades que surcan nuestra experiencia.
UN VIEJO Y UN NIÑO
Simeón parte de una experiencia del presente, de lo que vive; lo que nosotros debemos entender es, ante todo, la humanidad de este encuentro. Se trata de una escena en la que un viejo abraza a un niño: dos generaciones que, de alguna manera, se pasan la antorcha. El viejo abraza al niño y, al abrazarlo, sabe que está abrazando su propio futuro. Está contento con esta vista porque para él representa la continuidad de su vida. Ha esperado, ha creído: ahora su esperanza está aquí, pequeña como un niño, pero llena de vitalidad y de futuro.
El episodio tiene en sí mismo algo intensamente humano: el hombre que se alegra por el hecho de que haya otros que continúen su propia obra; el hombre que se alegra de que, incluso en la decadencia, haya un despertar, una renovación, algo que siga adelante.
Aunque el fragmento nos enseñara solamente esto, ya sería muy válido. Porque no es fácil que lo viejo que hay en nosotros acoja a lo nuevo. En nosotros existe más bien el temor a que el niño no podrá continuarlo, que no querrá seguir con el mismo ideal, que dejará de lado lo antiguo y que incluso lo traicionará.
El viejo Simeón que abraza a un niño es una realidad muy importante porque nos representa a cada uno de nosotros frente a la novedad de Dios. La novedad de Dios se presenta como un niño, y nosotros –con todos nuestros hábitos, miedos, temores, envidias y preocupaciones– nos hallamos frente a ese niño. ¿Le abrazaremos, le acogeremos, le haremos espacio? ¿Entrará esta novedad de veras en nuestra vida o más bien intentaremos casar lo viejo y lo nuevo, tratando que la presencia de la novedad de Dios nos moleste lo menos posible?
He aquí un primer momento posible de oración: «Señor, haz que te acoja como lo nuevo en mi vida, que no tenga miedo de ti, que no te mida con mis esquemas, que no te quiera encasillar en mis hábitos mentales. Haz que me deje transformar por la novedad de tu presencia. Haz, Señor, que, como Simeón, te acoja en tu novedad, en cada cosa que haya de verdadero, nuevo y bueno a mi alrededor. Haz que te acoja en todos los niños de este mundo, en cada vida, en cada fermento de novedad que tú pones junto a nosotros, en nuestra sociedad, en mi corazón».
UN MENSAJE DE SALVACIÓN PERSONAL
Si repetimos las palabras de Simeón dejando que resuenen dentro de nosotros, nos percataremos de que son las palabras clave de la experiencia de salvación: la paz, la palabra de Dios, la salvación, la luz, la gloria, Israel, las gentes... En tres líneas tenemos un compendio de toda la teología bíblica.
No son pocos los fragmentos de la Escritura en que se encuentra semejante riqueza de palabras clave. Por ejemplo, en el capítulo 10 de los Hechos de los Apóstoles, Pedro está en casa de Cornelio, toma la palabra y dice: «Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas, y que en cualquier nación, todo el que lo teme y practica la justicia, le resulta agradable. Él envió su Palabra a los israelitas, anunciándoles la Buena Noticia de la paz por medio de Jesucristo, que es el Señor de todos» (Hch 10,34-36). La palabra de Dios, la paz, la buena noticia de la salvación, la universalidad de los pueblos y, en ese marco, Israel.
En la oración podemos reflexionar sobre cada uno de estos elementos. Yo me quedo con el último: la oposición, que es complementariedad, entre el pueblo de Israel y todas las gentes. La salvación de Dios, que viene de su palabra y que conduce a la paz, pasa por el pueblo, del que es gloria, y se convierte en luz de todas las naciones. Según el misterioso designio de Dios, su palabra, que trae paz y salvación, pasa a través de algunos para llegar a muchos. Pasa por el misterio de la elección, por el que algunos son llamados «para otros», algunos son consagrados para que sean luz «para otros».
Ese es el misterio que nosotros vivimos juntos como comunidad cristiana. Estamos llamados a profundizar una experiencia de oración no para nosotros mismos, sino para todas las gentes. La experiencia que Dios nos ofrece es una experiencia que debe iluminar a todos. Partiendo de lo que ahora vivimos y de la superación de las dificultades, estamos al servicio de muchos.
«Gloria de tu pueblo, Israel, luz para iluminar a las naciones». Esta es la palabra de Dios, la palabra de la salvación que está en Jesús y que se nos comunica para que sea patrimonio de todos.
LOS OJOS QUE SABEN LEER
La estructura de la oración de Simeón es muy sencilla. Hay una solicitud: «Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz»; y luego la motivación: «Porque mis ojos han visto tu salvación, que has presentado ente todos los pueblos, luz para alumbrar a las gentes y gloria de tu pueblo, Israel». Se trata de una oración que supone una gran tensión interior, un sufrimiento experimentado durante toda una vida. Supone que este hombre de fe ha llevado adelante su existencia caminando como justo y con temor de Dios según la Ley, pero sin poder ver nunca el objeto de su esperanza.
Ahora puede rogar así porque durante muchos años ha deseado la gloria de su pueblo. Lo ha visto desanimado, afligido, oprimido, y ha mantenido la esperanza. Ha esperado ver la luz que ilumina a todas las naciones, prometida por Isaías, y lo ha esperado mientras las naciones pisoteaban a Israel. Ha visto la crueldad, el horror de las naciones, y su espíritu se ha fraguado en el dolor y el deseo.
¡Pero ahora ve! He aquí la gran experiencia de la que nace su cántico. Ahora ve un niño y habla de la salvación. Ahora tiene una experiencia que a ojos ajenos no significa nada, pero que para él, iluminado por la fe y por el Espíritu Santo, significa nada menos que ver la salvación.
Simeón ha tenido aquella gracia que en la Escritura se llama «apertura de los ojos» o «apertura del corazón». En un acontecimiento sencillo como el del Niño Jesús llevado por María y José al templo, Simeón ha sabido captar la presencia de la salvación de Dios, que se estaba manifestando. Sus esperas se han resuelto en la paz. La gloria de Israel no está presente en aquel momento, la luz de las gentes no se ha manifestado todavía a las naciones, pero en aquel signo misterioso Simeón ve la salvación.
Irrumpe así su oración de alabanza y agradecimiento, y es casi como si dijera: «¡Señor, basta ya! ¡Esto