Antonio García Rubio

Perlas en el desierto


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yo qué:

      Desesperadamente busco

      un algo, qué sé yo qué, misterioso

      capaz de comprender esta agonía

      que me hiela, no sé con qué, los ojos.

      Desesperadamente, despertando

      sombras que yacen, muertos que conozco

      simas de sueños, busco y busco un algo,

      qué sé yo dónde, si supierais cómo.

      A veces me figuro que ya siento,

      qué sé yo qué, que lo alzo y lo toco,

      que tiene corazón y que está vivo,

      no sé en qué sangre o red, como un pez rojo.

      Desesperadamente lo retengo,

      cierro el puño, apretando el aire solo...

      Desesperadamente sigo y sigo

      buscando sin saber por qué, en lo hondo.

      Desesperadamente, esa es la cosa.

      Cada vez más sin causa y más absorto,

      qué sé yo qué, sin que, oh Dios, buscando

      lo mismo, igual, oh hombres, que vosotros 4.

      Y, curiosamente, solo un aventurero que renuncia a sus aventuras juveniles, centradas en su ego, será capaz de emprender una aventura aún mayor: la que responderá a esa búsqueda desesperada y narrada por el poeta. Foucauld lo aprenderá pronto, aprenderá dónde está la fuente de su nueva aventura: «Es necesario orar mucho para mantenernos fieles en cualquier situación». A esta experiencia de Foucauld se asemeja cualquier vida que se sienta atraída por el fuego del Evangelio. La de muchos cristianos que, alejados de la fe durante unos años, sin dejar de estar en ella, buscan aventuras en esos frentes nocturnos que les hacían sentirse «cansados de buscar la vida», como cantaban los de Mi Pequeño Mundo 5.

      RODILLAS CLAVADAS EN EL BARRO

      Esa naciente aventura desconocida para Foucauld comienza, gracias al padre Huvelin, con un extraño acto –para muchos hombres de hoy– de acatamiento que doblega su ser y le provoca una profunda conversión. Es en ese instante de su vuelta a casa en el que, incompresiblemente, el hermano Carlos cae de rodillas. Ahí y así emprende un tiempo nuevo unido al tiempo de Dios, al kairós de Dios, para el que ya estaba predispuesto. Este concepto de la filosofía griega representa un lapso indeterminado en el que algo importante sucede. Su significado literal es «momento adecuado u oportuno». En nuestra teología cristiana se asocia al «tiempo de Dios». Es el tiempo de la conciencia en el que se hace presente la luz, renace la esperanza y comienza, aquí y ahora, la libertad, la liberación, el presente Reino de Dios.

      Todo se convierte, a partir de este kairós, en una nueva andadura. Foucauld se hunde definitivamente de rodillas en el barro de su propia miseria, de su árido y conmovedor desierto; y así, con el gesto de doblegarse hace posible que del barro y las arenas del desierto nazca, por obra de la gracia que provoca el padre Huvelin, un nuevo espíritu indómito, libre, increíble y triplemente aventurero. Esta es una conversión progresiva en Carlos de Foucauld. Esa gracia de la conversión va a purificar poco a poco su temperamento. Y de no ser por ella, y por la influencia indecible del padre Huvelin, habría sido conducido al fanatismo y al fundamentalismo, tentación tan actual en muchos ambientes juveniles de hoy y de siempre.

      A partir de ese instante de luz, la vida entera de Carlos de Foucauld se convierte en una anónima, sigilosa y verdadera aventura, y su persona, en un guía espiritual para todo aquel que desee adentrarse en el secreto y en el itinerario del cómo y del dónde se fragua un hombre de Dios. Y de cómo Dios habla y ablanda a cada cual su corazón de piedra: «Y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos» (Ez 36,26-27). «Cada cristiano tiene que ser apóstol: no es un consejo, sino un mandamiento, el mandamiento de la caridad», dice Foucauld. Y así hasta hacer renacer la semilla de un hombre nuevo, de una nueva creatura: «El que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Cor 5,17).

      Carlos de Foucauld lo tiene claro: Dios no es ajeno a sus hijos. Se adapta a ellos con rigor y entusiasmo. Dios aprovecha los resortes de cada personalidad para lanzarle el reto del seguimiento de Jesús. Toda historia acaba siendo historia de amor y de relación apasionada con Jesús en la oración: «Cuando se ama, se desea hablar constantemente con el amado, o al menos contemplarlo incesantemente. En eso consiste la oración».

      En el momento de mi segunda conversión, la seria, la más potente, la que me colocó en el camino en el que ahora me encuentro, yo mismo me quedé atónito y, como Foucauld, caí de rodillas y acudí de nuevo al camino de una fe adulta. Allí también comenzó mi verdadera aventura, y así la narré entonces:

      Comprendí que el hombre que se entrega a Dios para realizar su obra se sabe conducido por él. Que Dios no le despersonaliza ni le priva de lo que le es más propio. Al contrario, Dios asume su pecado, vivido desde su realidad de hijo pródigo que se aleja de él y se corre sus peculiares aventuras. Sin embargo, Dios afina sus cualidades y hace de sus miserias y singularidades el motor decisivo para su madurez. Es Dios quien provoca en él el anhelo de la gran aventura que le conduce hasta el centro del misterio trinitario. Ese centro que en su día rechazó por desconocimiento e ignorancia. Y se le desvela que ahí está el fin del trayecto de la gracia para él, como para cada enamorado del Evangelio.

      Y el aventurero Carlos se vio lanzado a la aventura más increíble, la que encontró en el silencio confiado; la que le llevó a la entrega radical, al olvido de sí mismo; la que le hizo experimentar la soledad sonora y la música callada. Hasta que la aventura se acabó centrando en «la cena que recrea y enamora» 6. Y así se fue transparentando en él la luz, el sonido, el aliento y el alimento de Dios. Todo sucedió por pura voluntad divina, sin protagonismo alguno por su parte. Este se disolvió como el azúcar en su misericordia.

      El aventurero y explorador Carlos se vio conducido a la más sublime de las aventuras. La aventura que viviría su propio corazón en la intimidad más íntima de su propio ser. «Que nuestra vida sea una continua oración», decía. Y la aventura interior le hará adentrarse en increíbles aventuras humanas de soledad y de servicio a la fe. Sin olvidar jamás su servicio incondicional a los más olvidados de los hombres. Y lo hará desde las entrañas de Dios y en las entrañas calientes del desierto.

      El camino espiritual y místico de muchos hombres y mujeres considerados santos nos enseña que la loca búsqueda de la aventura humana puede ser una condición previa indispensable para que se acabe fraguando un aventurero de Dios. Llegar a la gran aventura de Dios es lo que necesita alcanzar el cristiano adulto, configurado con Cristo, que hoy busca la Iglesia para la evangelización. Solo con hombres y mujeres así podrá renacer un nuevo camino desde el que dar a conocer con humildad la fe de la Iglesia en una sociedad plural. Así fueron los apóstoles. Así los grandes locos de Dios. Así los que comenzaron aventuras colectivas al servicio de la credibilidad de la fe cristiana: Pablo de Tarso, Antonio abad, Francisco de Asís, Domingo de Guzmán, José de Calasanz, Camilo de Lelis, Juan de Dios, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Teresa de Calcuta...

      VIVIDORES CONVENCIDOS Y DANZANTES

      Siempre he tenido la certeza, desde que tomé conciencia de mi fe activa y viva, de que los discípulos humildes que dedicarán su vida a la vivencia y la transmisión del Evangelio han de ser unos vividores convencidos de su fe. Y han de fraguarse en medio de un mundo desnortado, implicándose en él sin miedo. Después de los escarceos vividos por ahí, cansados y al margen de Dios, no quedan fuerzas, ni conciencia, ni alegría para hacer con la vida la loca entrega que él requiere del hombre. Pero yo no escuchaba. No quería