Remartini

La puta gastronomía


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      De nuevo, decenas de moléculas de Alprazolam fallecieron arrolladas en mis principales arterias. Reiteré que la gastronomía no podía reducirse a un negocio obligado a inventar cada día la pólvora, y en que la sidra era una bebida vieja, en efecto, pero a la vez divertida. Que hablar de comer nos obliga a hablar también del simple, pero mayúsculo, placer de comer —algo que él no había hecho en todo el viaje, por cierto—. Pero le hablaba a una pared. Cada opinión que conseguía farfullar le encabezonaba más en la certeza de que yo no tenía ni puñetera idea, mereciendo por tanto un severo correctivo intelectual. Con el resto de la mesa asistiendo a una final de Wimbledon entre Pajares y Esteso, y con su verborrea machacando mi —de por sí escasa— capacidad de razonamiento, Gastromonguer me fue arrinconando a golpe de datos y extranjerismos hasta que, como garrotada final, zanjó: «Con gente como tú, los vinos españoles seguirían siendo esos vinos de pueblo que se hacían cuando yo era un crío».

      Supongo que la cara se me puso de color burdeos. Porque uno de los responsables de la organización, sentado a mi otra vera, me propuso, aprovechando el histérico silencio que guardé durante unos segundos, que nos tomásemos juntos el café en la terraza «para tomar el aire». Consciente de mi derrota, acepté. Salimos los dos, yo cabizbajo, quemándome los zapatos de rabia cual Rocky con su entrenador tras tirar la toalla y haber tropezado con el cubo de los escupitajos.

      Nos sentamos en la terraza a esperar los cafés. Para mi sorpresa, apareció el cocinero con ellos. Nos dejó las tazas en la mesa sin mediar palabra y se sentó también. Sacó un paquete de Marlboro, me miró, me ofreció un cigarro que acepté y, encendiéndomelo, me dijo:

      —La puta gastronomía, ¿eh?

      Rompimos los tres a reír.

      —La puta gastronomía, en efecto —contesté.

      Y así nació este libro.

      (Lo firmo con mi pseudónimo para ponerme al nivel del enemigo).

      UNA ORACIÓN

      Creo en el Pan todopoderoso nacido de la tierra y del arrullo del cielo. Creo también en el Vino, su mejor amigo, concebido por obra del hombre y por gracia del azar, sometido por la barrica, y enterrado en la botella para resucitar de entre los muertos cuando le descorchas el reposo y, como Lázaro, su alma perfumada echa a andar. Ante todo, pues, creo en la Levadura, capaz de ascendernos de cualquier sepultura y de sentarnos a la derecha de los nuestros para comulgar con un mendrugo y un trago, olvidándonos del infierno, que menudo invento. Creo que el trabajo es un suplicio, que el amor no merece reflexión, que el sexo es el deporte del Olimpo y que cada vez que te extraño, todo, todo, me sabe amargo, querida mía, querida Virgen de la Nuca Desnuda. Perdona mis pecados, Señora. Lávame las manos, tírame del caballo, déjame acogerme a sagrado y dame con tu carne la única resurrección posible para mi pobre espíritu de Poncio Pilatos. Porque bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito tu vientre y más allá. Déjame servirte vino, hornearte hogazas, lavarte los pies, rendirte Roma y edificar sobre esta piedra que es mi cabeza una Santa Iglesia de migas, risas y días de paz. Prometo ser arquitecto, ingeniero, artesano, carpintero, albañil y armador. Prometo rondarte y tentarte siempre. Prometo no recordarte, porque nunca te podré olvidar. Y prometo ser tu apóstol desde la barra de cualquier bar.

      Amén.

      2

       La comida es un cuento

      Un mes después de aquel viaje propagandístico donde conocí a Gastromonguer necesité otra baja laboral. Esta vez más larga e impertinente, pues el estrés se había convertido en depresión, lo cual me ocupó más tiempo de recuperación. He de aclarar, no obstante, que mi recaída definitiva no fue culpa de mi compañero de viaje. El trastorno ya me veía de atrás. O al menos, eso asegura mi psiquiatra.

      La depresión es una enfermedad engorrosa: te deja libre todo el tiempo del mundo pero sin tus habilidades naturales para aprovecharlo. Las herramientas que hasta entonces has utilizado para satisfacerte la vida dejan de repente de servir. No te apetece comer, tumbarte en el sofá, copular, escuchar música o charlar. Los días transcurren sin que te importen un bledo, sin ganas para congeniar con otros seres humanos y sometiéndote, violentamente, durante cada minuto, a lo peor de ti: a tus remordimientos y frustraciones, al trastero de tu memoria. Al infierno. Tu cabeza asume el mando, cortando los circuitos que de normal te permiten manejarla, y empieza a navegar sola en círculo, rebozándose en sus miserias, atrapándote en un pozo inexplicablemente confortable e inexplicablemente inteligente. Porque la depresión es muy inteligente, mucho más que tú, y por eso te subyuga. Es capaz de convencerte cada mañana de que no merece la pena salir de la cama. Es capaz de convencerte cada noche de que no merece la pena compartirla.

      Hay que estar muy loco para hacerle caso a una depresión.

      Para escapar de su gobierno tirano, precisamente has de reconocer primero esa supremacía y adiestrarte después en cualquier hábito que te permita sortearla. Debes aprender a ignorarte, lo cual implica una cura de humildad absoluta. Cuando te plantas en la consulta del psiquiatra sorbiéndote los mocos sin saber por qué, su primera recomendación es que te esfuerces en una actividad o pensamiento alejado de tu paranoia particular, de tu infierno, para, de esa forma, empezar a independizarte de ti mismo. El doctor te insiste en que ignores como sea al puñetero Mr. Hyde.

      En mi caso, como no conseguía la suficiente concentración para leer o ver la televisión, probé a encerrarme en la cocina, intentando aislarme allí del golem. Desde mis años adolescentes, guisar constituye una de mis aficiones más placenteras y relajantes, así que al acogerme a aquella baja laboral, como primer esfuerzo matinal me arrastraba en pijama y zapatillas desde la cama hasta la cocina y me ponía a mezclar harina con agua y levadura de forma mecánica para hacer pan. Si cogía carrerilla, hasta me animaba a sofreír algunos ajos melancólicos con cebollas mustias y zanahorias chuchurrías para componer un estofado. O a escabechar un conejo, ahumándome la cara pasmada con el perfume del vapor. En aquellos días era un zombi de cerebro congelado, pero con una cuchara de palo en la mano. Me agarré a ella bien fuerte y funcionó.

      La cocina me salvó. Me ayudó a entenderme mejor, una de las muchas virtudes que comparte con los tebeos, los discos, la gente, el cine o los libros, las otras aficiones que desde crío han entretejido mis peripecias dándoles algún sentido inteligible. Inteligible para mí, claro, pues cada uno construimos nuestro propio relato (excepto Gastromonguer, que es un cronista de la sabiduría universal). Las cosas que nos gustan a menudo son las que nos explican.

      Una de las primeras novelas que me enseñó ese camino fue Sinuhé el egipcio, de Mika Waltari. Nunca olvidaré quién la escribió porque mi memoria se aprendió de carrerilla el título y el autor. Me sucedió también con Pedro Páramo, de Juan Rulfo, hasta tal punto que a veces me equivoco durante una conversación y observo a mi contertulio que hace poco he releído Juan Rulfo de Pedro Páramo o que una de las novelas que más me han impresionado en mi vida es Mika Waltari, de Sinuhé el egipcio. Supongo que hay escritores que se confunden con su imaginación. Supongo, también, que mi cerebro es disléxico por algún lado. También estaba así antes de la depresión, según sostiene mi doctor.

      El pasaje de Sinhué que de joven me trasvoló el entendimiento transcurre en un taller institucional donde al protagonista le enseñan a embellecer los edificios sagrados con murales y relieves alegóricos de la familia real. Al cabo de bastantes días pintando y tallando gente bajo la misma perspectiva, alguien, no recuerdo si el propio Sinuhé o un amigo que trabaja con él, le pregunta al maestro artesano por qué al faraón se le representa siempre de perfil. A lo que el maestro responde:

      —Porque siempre ha sido así.

      Los aprendices, desconcertados, cuestionan de inmediato la hierática explicación de su superior. Contraponen, con esa lógica aplastante de los adolescentes y con ese amor por la belleza tan propio de su edad, que el faraón quedaría más agraciado esculpido de frente,