genio incomprendido.
Cuando se habla de Amado Nervo y el Greco no podemos dejar de lado el asombroso parecido entre el poeta y los personajes que habitan los cuadros del pintor, como señalaron más de una vez los contemporáneos del escritor modernista, entre ellos José Juan Tablada, quien llegó a escribir de su cofrade:
Nervo, indulgente y atemperado, pasaba como un melancólico caballero del Greco por aquella incesante kermesse flamenca... Un melancólico caballero del Greco, de los mismos que decoran con mística elación El entierro del conde de Orgaz... Lo parecía por su figura cenceña y nerviosa, por su palidez ascética; por el largo óvalo de su rostro, de noble nariz prócer, de finos labios, de singulares ojos [...]
O la observación que hizo Eugenio de Castro cuando conoció a Nervo en España sobre “su perfil señorial de caballero del Greco, nervioso y pálido”.
La ciudad de Toledo, modelo de algunos autores de la literatura del fin del siglo XIX y principios del XX que gustaron llevarla a sus obras como símbolo de la ciudad muerta, de la ciudad decadente, cobra un significado distinto en la novela de Nervo o, mejor dicho, reivindica su grandeza primordial. Es la Toledo viva, alegre, de 1580, escenario de la reflexión y del espíritu artístico que vive “los últimos años de su apogeo”. Con la misma admiración que se halla en los cuadros del Greco hacia este lugar, Nervo eterniza una Toledo vital que, en vez de rememorar decadente, prefiere evocar alegre, ruidosa, habitada por hombres y mujeres, niños y ancianos de las más diversas clases, vestidos de terciopelo, de caperuzas, de mantos, en constante movimiento, siempre pendientes de sus tareas, personajes que, a diferencia de los jóvenes que Maurice Barrés encuentra “cargados de siglos” en su libro de 1912, Greco ou le secret de Toléde, Nervo identifica con los de “una novela de Cervantes puesta en movimiento”.
El homenaje que rinde Mencía (Un sueño) a esos dos símbolos españoles no se limita a la evocación de sucesos más o menos reales; el relato semeja en muchos momentos un cuadro del Greco con sus alargados personajes, lánguidos, de finas facciones y espíritus ascéticos como la misma Mencía, “alta, esbelta, armoniosa”, de “ojos oscuros y radiantes, [que] iluminaban el óvalo ideal de un rostro de virgen”. O aquel “teólogo largo y anguloso, de cara ojival” que aparece brevemente en la obra. Incluso, hay un momento en la novela que el lector disfrutará por la sensación de libertad espiritual que emana, donde la pareja Lope-Mencía se halla una tarde a punto de fenecer, en lo alto de una colina, XIII la del castillo de San Servando, contemplando la ciudad que se extiende ante ellos, como en esos cuadros de Domenikos donde las figuras humanas aparecen en primer plano y la ciudad de Toledo a lo lejos, siempre presente, como elemento imprescindible de un éxtasis.
En ese sentido, no podemos soslayar que las abundantes descripciones con que Amado Nervo pinta objetos y lugares en su novela, sin dejar un espacio vacío, parecen imitar también desde la literatura el llamado horror vacui de los maderistas. Todo está descrito con parsimonia, desde los interiores, como la casa-taller de Lope de Figueroa, hasta los objetos, monumentos y edificios.
He venido refiriéndome a esta obra con el término de novela, a pesar de que su autor la denomina “cuento” en la nota “Al lector”. Los límites entre uno y otro género nunca son del todo precisos en los relatos de Nervo, quizás el mejor término para designarla sea el de nouvelle, como él mismo sostiene en el diálogo ficticio entre “Zoilo y El” con que finaliza El donador de almas, donde aboga por la brevedad del relato en medio del agitado espíritu de la modernidad:
Zoilo.- Su libro de usted pudo desarrollarse más.
Él.- Usted dice: desarrollar; Flaubert dijo: condensar. Prefiero a Flaubert. Nuestra época es la de la nouvelle. El tren vuela... y el viento hojea los libros. El cuento es la forma literaria del porvenir.
El público de hoy podrá constatar que en el caso de Mencía, la recriminación de Zoilo no tiene valor alguno. Esta pequeña novela es un cuadro literario que condensa en deliciosa armonía la agilidad y sencillez de una prosa capaz de introducir a su lector en la fantasía de un breve sueño, haciéndolo olvidarse por un momento de la realidad a la que, como descubrirá, tendrá que volver.
Claudia Cabeza de Vaca Villavicencio
MENCÍA
(UN SUEÑO)
Amado Nervo
AL LECTOR
ESTE CUENTO DEBIÓ LLEVAR POR TÍTULO SEGISMUNDO O LA VIDA ES SUEÑO, PERO LUEGO ELEGÍ UNO MÁS SIMPLE, COMO con miedo de evocar la gigantesca sombra de Calderón. Mencía llamóse, pues, a secas, y con tan simple designación llega a ti, amigo mío, a hablarte de cosas pretéritas que suelen tener un vago encanto...
Claro que no es un cuento histórico. Mi buena estrella me libre de presumir tal cosa, ahora que tanto abundan los eruditos y los sabios, a mí, que por gracia de Dios no seré erudito jamás, y que, sabio... no he acertado a serlo nunca.
Es, sí, un “cuento de ambiente histórico”, como diría un italiano. Lo que pasa en él, “pudo haber sido”.
Si hay contradicciones, si hay inexactitudes y errores, si esto no se compadece con aquello, si lo de acá no concierta con lo de allá, perdónamelo, amigo, pensado que Lope de Figueroa no ha existido nunca; que todo fue una ilusión, a ratos lógica, desmadejada y absurda a ratos, y que, como dijo el gran ingenio a quien fui a pedir un nombre para bautizar estas páginas, “los sueños... sueños son”.
Amado Nervo
I. LOPE DE FIGUEROA, PLATERO
CUANDO SU MAJESTAD ABRIÓ LOS OJOS, TODAVÍA PRESA DE CIERTA INDECISIÓN CREPUSCULAR QUE AL DESPERTARSE HABÍA experimentado otras veces, y que era como la ilusión de que flotaba entre dos vidas, entre dos mundos, advirtió que la vertical hebra de luz, que escapaba de las maderas de una ventana, era más pálida y más fina que de ordinario.
Su Majestad estaba de tal suerte familiarizado con aquella hebra de luz, que bien podía notar cosa tal. Por ella adivinaba a diario, sin necesidad de extender negligentemente la mano hacia la repetición que latía sobre la jaspeada malaquita de su mesa de noche, la hora exacta de la mañana, y aun el tiempo que hacía.
Todos los matices del tenue hilo de oro tenían para Su Majestad un lenguaje. Pero el de aquella mañana jamás lo había visto; se hubiera dicho que ni venía de la misma ventana, ni del mismo cielo, ni del mismo sol...
Mirando con más detenimiento, Su Majestad acabó por advertir que, en efecto, aquélla no era la gran ventana de su alcoba.
¡Vaya si había diferencia!
Su humildad y tosco material saltaban a la vista. Su Majestad se incorporó a medias en el lecho y, apoyando la cabeza en la diestra, púsose a examinar en el aposento, estrecho y lúcido de blanco, en la media luz, a la cual iban acostumbrándose ya sus ojos, lo que le rodeaba.
Al pie del lecho, pequeño y bajo, había un taburete de pino, y sobre él, en desorden, algunas prendas de vestir. Una ropilla y un ropón de modesta tela, harto usada, unas calzas, una capa. Más allá, pegado al muro, un bargueño, cuyos cerrojos relucían. En las paredes, algunas estampas de santos y un retrato; en un rincón, una espada.
Su Majestad se frotó los párpados con vigor, y, cada vez más confuso, buscó maquinalmente la pera del timbre eléctrico, que caía casi sobre la almohada, aquella pera de ágata con botón de lapislázuli, que tantas veces oprimió entre sus dedos, y a cuya trémula vibración respondía siempre el discreto rumor de una puerta, que, al entreabrirse, dejaba ver, bajo las colgaduras, la cabeza empolvada