justo y más avanzado; esta era una creencia compartida y suscrita por la mayor parte de la población alfabetizada. La presión filosófica, cultural y política impedía que la mayor parte de los individuos fuera capaz de distanciarse de la tiranía de una creencia compartida por la mayoría, se trata de la tiranía del consenso sobre las ideas, algo que no muchas personas pueden superar, un fenómeno que impide pensar libremente.
Yo utilizo el termino antes mencionado —Zeitgeist familiar— para hacer referencia no solo al espíritu de la época en la que nos ha tocado vivir sino también a los condicionantes sobre la realidad, el bien, el mal, lo posible y lo imposible que han sido inculcados en un individuo determinado a un nivel más modesto, a un nivel familiar.
Siempre, o casi siempre que llego a este punto, me encuentro con las mismas objeciones por parte de muchas personas. “Si nos quitas el patrón de comportamiento enseñado por nuestros padres —reflejo del Zeitgeist en el que se han criado—, ¿qué nos queda? Nos quitas el referente social, el del grupo de conocidos y amigos, el familiar. ¿Por qué? ¿Qué se gana?”.
Empecemos con lo que se pierde: se pierde apego, pertenencia a un grupo, apoyo, coherencia. De algún modo parece terrible y en cierta manera así es, pero con matices.
Si quieres ganar un mundo tuyo tendrás que separarte del que te han inculcado desde antes aún de que pudieras cuestionarte nada y, como escribió el poeta Antonio Porchia: “te dirán que vas por el camino equivocado si vas por tu propio camino”.
Si quieres ser, no ya libre —ya hablaremos más adelante del engaño que encierra esta palabra— sino consciente, real, individuado debes, como diría H. Hesse, “romper un mundo”, y eso siempre duele.
Una vez conseguido esto podrás volver al punto de partida, al seno de tu familia, de tu sociedad, de tu religión —porque la tienes, lo sepas o no, y profeses o no algún credo—. Pero todo habrá cambiado, aunque nada lo haya hecho en realidad. Habrás sido tú el que cambió y eso hace que todo sea distinto.
Aquí viene, entonces, el peligro del que avisé. Corres un riesgo, como todo pionero, y es el de caer —al quedarte sin las creencias que te inculcaron desde niño— en el más absoluto de los nihilismos, algo parecido a lo que reflejó Milan Kundera en el título de su libro La insoportable levedad del ser.
Efectivamente, has sido valiente, has cuestionado la realidad y la inmutabilidad de tus creencias, te has liberado de su tiranía, y entonces caes en una especie de horror vacui, un término que en pintura hace referencia al pánico de dejar un espacio del lienzo libre, el cual se rellena en toda su superficie, sin dejar nada sin ilustrar, sin “llenar”; este fenómeno también podemos verlo en la ciencia y en la literatura, como refleja el libro de igual título del escritor holandés Jacques Hamelink.
Desde un punto de vista más amplio que el de las artes y las ciencias —o si se prefiere complementario—, es decir, desde una perspectiva psicológica, vemos que también ese horror vacui se apodera de nosotros y entonces queremos, necesitamos llenar nuestro pensamiento con intereses, sueños, conductas, deberes, derechos, afectos. Queremos llenarlo de todo para huir de ese sentimiento de indefensión y desamparo, del pavor ante el vacío. Escapar de lo que “no es ni está”, de la ausencia de leyes y normas en busca de seguridad.
En el arte japonés, por ejemplo y, sin embargo, se resalta el vacío, todos conocemos esas típicas pinturas japonesas en las que las ramas de un árbol, una formación rocosa u otro componente natural enmarca los márgenes de la obra dejando en la mayor parte del cuadro, su parte central, un gran espacio vacío; aquí el vacío es lo importante. Como menciona el Tao Te King: “lo importante de un jarrón no es el jarrón, sino el vacío que el jarrón enmarca o envuelve”. Eso es lo que hace un recipiente, manipular y delimitar el vacío para fines útiles.
A efectos humanos cabe decir que hay que saber enmarcar el vacío —la inconmensurabilidad de la realidad que se ofrece ante nosotros—, para ello hemos roto primero el marco impuesto por ese Zeitgeist del que hablamos, ahora, superando el vértigo de vernos con los pies en el aire, enmarcaremos —nosotros mismos— la existencia. ¿Cómo? A partir de un punto que elijamos, cualquiera vale con tal de haber sido elegido por uno mismo, pues es lo que dotará de sentido propio y único a una existencia que ha de ser propia y única —aunque no aislada.
Trazo la cruz que sitúa,
en la nada la casa que habito.
Es lo que se agarra del tiempo,
lo que fragmenta el espacio en teselas,
y nada más.
Solo eso crea,
tranquilo y familiar,
el universo.
Coordenadas —Vuelo Esférico—.
Ángel Alcalá, 2012
Cabe decir, o si se prefiere objetar, que por mucho que se pretenda ser independiente en la creación de un marco de referencia, de una manera personal de entender, valorar y vivir la historia propia, siempre estaremos condicionados en alguna medida por fuerzas transpersonales, sociales e históricas de las que no podemos sustraernos por completo; así es, no hay nada que objetar, por una parte esta modulación de lo que no es exclusivamente “uno mismo” no solo es inevitable sino también necesaria, ser consciente de uno mismo no significa estar aislado del entorno, se trata de integrar y no, aunque pueda parecerlo, de negar. Por otra parte, recordemos ese margen de intervención en la realidad. No podemos elegir los sucesos exactos que nos traerá un determinado camino, pero sí podemos elegir dicho camino.
No obstante, todo este proceso lleva a un fin, que tiene sentido no necesariamente siendo alcanzado, sino viviendo inmerso en el proceso mismo de individuación (tomando el término prestado de la psicología analítica) de convertirse, cada vez más, en uno mismo.
La ceguera por el horror
En el año 2013, hace seis años a la fecha de escritura de este libro, tuve un accidente terrible, una intoxicación no buscada que me llevó al borde de la muerte y que me hizo experimentar la disolución de mi conciencia, que me arrojó a algún sitio que está más allá del infierno, al que yo pude denominar, con el tiempo y tras más de dos años de tratamiento psiquiátrico y psicofármacos, “aquello que ningún ser humano debería ver”.
Solamente cuento esto porque creo que puede resultar interesante al hablar, en este apartado, de lo “necesario” de pasar un infierno, una prueba de fuego, para tomar sentido de la propia existencia.
Cuando tuve mi bad trip, como se denomina en psicología a una experiencia de este tipo (para una descripción literariamente interesante de este fenómeno recomiendo Cielo e infierno, de Aldous Huxley), experimenté, dejando de lado detalles escabrosos que no aportan nada, la disolución de mi conciencia, el vacío, la nada.
Esto, como podrá imaginarse, aunque sea solo superficialmente, es más espantoso que cualquier tragedia familiar o personal por terrible que sea, podría decirse que está a otro nivel. Es la nada, la inexistencia, pero, y es un pero muy importante, después de años de ocurrida la experiencia, me di cuenta de que si experimenté la disolución de todo es porque aún quedaba algo para experimentar esa disolución. Ese algo eres tú, más allá de tu conciencia habitual y personal, más allá de lo que creíste ser.
No quiero ser malinterpretado, no aconsejo buscar experiencias de este tipo, yo tuve suerte, tenía todas las papeletas, según los médicos, para haber muerto en este trance.
Lo que sí quiero resaltar es que, por mucho que te aterre la vida y las desgracias, por más que no encuentres sentido a tu vida, hay algo en ti, esa chispa de conciencia, que no te abandonará mientras estés aquí.
Y no solo eso, vivir experiencias fuera de lo habitual, profundas y aterradoras —todo lo profundo lo es—, numinosas, tomando prestado el término de Rudolf Otto, no solo no te destruirá, sino que pondrá en marcha una serie de mecanismos, de recursos (se me viene a la mente la reserva de Gurdjieff) que traerán como consecuencia la activación de aptitudes desconocidas y, con ellas, una relativización de los miedos cotidianos, un apego