Carla Pravisani

Mierda


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me aburrí de tanta palabrería inútil así que la doné a la escuelita del barrio. Que lean los niños…. ¿Los viejos para qué? Ya no aprendimos. Ahora vivo el día y punto. Me da más placer salir a ver los pájaros que perder tiempo leyendo lo que alguien pensó y no hizo. A estas alturas a Marx, a Kant, a Spinoza, me los paso a todos por la hendija.

      Semejante respuesta parece salir de la boca de su padre, Eduardo siente de nuevo ese sentimiento que lo humilla y lo desplaza a los viajes en auto sentado en el asiento del acompañante, esos momentos en los que su padre se sentía ¿inspirado? y comenzaba sus largas habladas de cómo había que hacer para acabar con la desigualdad, con la oligarquía, con la injusticia, y Eduardo veía por la ventana el paisaje y el caldo de la incomprensión se cocía para siempre adentro suyo. Eduardo era el recipiente donde su padre vertía todas esas estrategias listas para darle una lección al mundo, santas teorías de las que él, a partir de un punto, empezó a sospechar. Quizás de niño sentía el impulso de imitarlo, de tener ideas propias y elaborar un plan de implementación a escala global. La desconfianza lo embargó a partir de su cumpleaños número trece cuando lo vio llegar sin bañarse y con aliento a guaro a pedirle plata prestada, a quitarle lo colones que le había regalado su abuela para comprarse una compu.

      —¿Y vos hasta cuándo te quedás en Nicaragua?

      —Hasta que termine la campaña.

      —¿Con el Frente era que estabas?

      —No, se dividieron, estamos con el otro candidato.

      —Tu tata colaboró mucho con los sandinistas durante la revolución… siempre fue un hombre muy solidario, arriesgó su vida para llevar medicinas y meterlas por la frontera.

      Esa faceta de su padre lo conmueve y lo confunde por partes iguales. Pero a pesar de los años la rabia aún persiste; a veces quisiera disolverla y reconstruir la imagen de su padre nuevamente, volverlo de nuevo un idealista, un Che Guevara, pero no, ya ahora lo tiene un poco más claro o más oscuro: su amor al prójimo siempre tuvo algo de máscara.

      —¿Y ahora cómo está tu tata?

      —Bien, se regresó a vivir a su provincia –dice Eduardo indiferente–. Nunca se adaptó acá.

      —¿Hace cuánto?

      —Hace muchos años. Siempre dijo que quería morir en su tierra y desde que falleció mi mamá levantó campamento y se regresó a la Argentina.

      En la esquina se topan con unos muñecos de barro. Eduardo tantea la nariz de águila y el cuerno del Diablo. Para llegar al taller suben unas gradas hasta un segundo piso donde don Tencio construye las escenografías y los personajes que le encargan para las mascaradas. En un rincón del cuarto, sobre una mesa, hay varias manos talladas en madera que parecieran esculpidas por Rodin.

      —¿Y eso don Tencio?

      —Mi hobby.

      —¿Y no las piensa exponer en algún lado?

      —¿Para qué? El arte es para uno, para vivir el proceso, no me interesa la exposición.

      —No sé, a veces es lindo compartir con los demás lo que uno hace. Esas esculturas de madera están espectaculares.

      —Es cierto, quizás me haya vuelto un poco egoísta, a mí me gusta tallar para mí. Es mi pequeño refugio antiaéreo, la forma en la que vuelvo a saber quién soy, si lo comparto me pierdo, la mirada del otro me confunde.

      Eduardo descubre que se quedaría horas hablando con don Tencio, si no hubiera dejado el alcohol lo invitaría a tomarse unos tragos a la cantina. Le gusta esa sencillez, ese despojo. Seguramente don Tencio se equivocó de siglo: debería haber nacido en el Renacimiento. Sus múltiples capacidades y sensibilidades lo terminan anulando, aburriendo o descolocando en una época demasiada acostumbrada a la velocidad y el pragmatismo.

      —Bueno, así va tu mosca… –le dice don Tencio.

      Eduardo ve las alas y se alegra. Son dos piezas grandes de acrílico atravesadas de venitas grisáceas, mientras que del otro lado se alza una montaña de estereofón descartado de la que sobresale una cabeza y unos ojos redondeados que empiezan a develar la anatomía del insecto.

      7

      A Victoria le toca acompañar al MRS en su gira por la isla de Ometepe; por una idea del equipo de campaña se irá con un periodista que ha prometido página y media dedicada al candidato en el suplemento dominical. Un Toyota Tercel entra reptando al condominio, el sonido del escape podría tranquilamente salir de un cohete de la Nasa. Gregorio se quedará el fin de semana al cuidado de Giselle. Victoria le da dinero a la niñera y dos mil indicaciones: qué hacer si se aburre, si le pican los mosquitos y le da alergia, si le da hambre o sueño, todo el abanico de posibilidades y paranoias maternas están contempladas. Luego se despide de Gregorio con caricias y palabras cariñosas. Apenas se sube al auto la asfixia el olor a encierro.

      —Aristóteles, mucho gusto –se presenta un hombre de rasgos árabes.

      —Hola, buenas, Victoria, mucho gusto –responde un poco ausente.

      —Si quiere acomodamos la maleta atrás, así viaja más cómoda.

      —Sí, claro.

      Aristóteles se baja del auto a meter el bolso en la cajuela, ella observa cómo su hijo se mueve inquieto en las faldas de Giselle intentando zafarse. Cierra los ojos y respira hondo, quisiera bajarse ahí mismo, pero inhala y se controla, se obliga a pensar que todo saldrá bien, que solo serán dos días los que Eduardo no esté y le toque a ella hacerse cargo, porque ella además de madre es una profesional, porque ella también necesita unos días de descanso. Para distraerse mira el asiento de atrás donde descubre un machete, una camiseta sucia y una muñeca Barbie descabezada.

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