a esto, podríamos decir que los que son ya sabios, sean dioses u hombres, no pueden amar la sabiduría, así como no pueden amarla los que, a fuerza de ignorar el bien, se han hecho malos, porque ni los ignorantes ni los malos aman la sabiduría. Restan aquellos que, no estando absolutamente exentos, ni de mal, ni de ignorancia, no están, sin embargo, pervertidos hasta el punto de no tener conciencia de su estado, y que son aún capaces de dar razón de lo que no saben. Éstos, que no son ni buenos ni malos, aman la sabiduría, mientras que los que son del todo buenos o del todo malos no pueden amarla. En efecto, hemos demostrado antes que lo contrario no es amigo de su contrario, ni lo semejante de lo semejante, ¿lo recordaréis?
—Perfectamente.
—Creo que ahora, Lisis y Menéxeno, hemos descubierto más claro que nunca lo que es el amigo y lo que no lo es. Diremos, pues, que con relación al alma, con relación al cuerpo, por todas partes, en fin, lo que no es ni bueno ni malo, es el amigo de lo que es bueno, a causa de la presencia del mal.
Ambos lo confesaron, y convinieron en que así era absolutamente. Yo mismo me consideré dichoso y me di por satisfecho, como el cazador que asegura su presa; más después, yo no sé cómo, concebí una terrible sospecha de que no habíamos descubierto la verdad. Y como de repente y turbado, dije:
—¡Ah!, Lisis y Menéxeno, gran riesgo corremos de que lo dicho no sea más que un precioso sueño.
—¿Por qué? —me preguntó Menéxeno.
—Me temo —le respondí— que nos hemos llevado chasco en nuestros discursos sobre la amistad, como sucede a los charlatanes.
—¿Cómo?
—Lo vamos a ver bien pronto; el que ama, ¿ama alguna cosa o no?
—Necesariamente alguna cosa.
—¿Lo ama por nada y en vista de nada, o lo ama por algo y en vista de alguna cosa?
—Por alguna causa ciertamente y en vista de alguna cosa.
—Y esta cosa, en vista de la que él ama, ¿la ama, o bien no es amiga ni enemiga suya?
—No puedo seguirte —me dijo.
—Tienes razón; quizá comprenderás más fácilmente de otra manera, y yo mismo sabré también mejor lo que quiero decir. El enfermo, como ya dijimos antes, es amigo del médico, ¿no es así?
—Sí.
—Si ama al médico, es a causa de la enfermedad y en vista de la salud.
—Sí.
—Pero la enfermedad es un mal.
—¿Cómo no?
—Y la salud ¿es un bien o un mal, o no es ni lo uno ni lo otro?
—Un bien —dijo.
—Ya hemos dicho, me parece, que el cuerpo que no es ni bueno ni malo en sí, ama la medicina a causa de la enfermedad, es decir, a causa de un mal; mientras que la medicina es un bien, y además se ama la medicina en vista de la salud. Y la salud es un bien, ¿no es así?
—Sí.
—¿La salud es amiga o enemiga?
—Amiga.
—¿Y la enfermedad es enemiga?
—De hecho lo es.
—Luego lo que en sí no es ni malo ni bueno, ama lo que le es bueno, a causa de lo que le es malo, y en vista de lo que es bueno.
—Me parece bien.
—El que ama, por consiguiente, ¿ama lo que le es amigo a causa de lo que le es enemigo?
—Así parece.
—Bien; pero ahora, queridos míos, tengamos cuidado de no dejarnos engañar. No insisto sobre este punto de que el amigo se ha hecho el amigo del amigo y lo semejante amigo de su semejante, por más que lo creyéramos imposible; examinemos más bien si hay algún error en lo que acabamos de sentar. La medicina, hemos dicho, se la ama en vista de la salud.
—Sí.
—Luego se ama la salud.
—Ciertamente.
—Y si se la ama ¿es en vista de alguna cosa?
—Sí.
—De alguna cosa que también se ama, para ser fieles a nuestras premisas.
—Sin duda.
—Y se amará esta cosa a su vez en vista de alguna otra que también se ame.
—Sí.
—Prosiguiendo así indefinidamente, es necesario que lleguemos a un principio que no suponga ninguna otra cosa amada, a un primer principio de amistad, el mismo en cuya virtud decimos que amamos todas las demás cosas.
—Necesariamente.
—Digo ahora, que es preciso tener presente que todas las demás cosas que nosotros amamos, en vista de esta primera, no nos causen ilusión, porque no son más que imágenes, mientras que ese primer principio es el único y primer bien, a decir verdad, que nosotros amamos. He aquí cómo es preciso entenderlo. Cuando se da un gran valor a una cosa, como un padre que prefiere un hijo, por ejemplo, a todos los demás bienes, ¿no habrá otro objeto al que este padre dé también un gran valor como resultado de su amor al hijo? Si le dicen que su hijo bebió la cicuta, ¿no dará un gran valor al vino, si cree que el vino puede salvarle?
—Ciertamente.
—¿No se lo dará también a la vasija que contenga el vino?
—Ciertamente.
—¿No hará entonces más caso de una copa de barro o de tres medidas de vino que de su hijo? Y así es preciso decir, que lo que amamos no son estas cosas que buscamos en vista de otra, sino que amamos esta cosa misma, en cuya vista ansiamos las otras cosas; y aunque se diga que amamos el oro y el dinero, nada hay menos verdadero, porque lo que amamos es aquello en cuya vista damos valor al oro y al dinero y a otros bienes igualmente. ¿No es cierto esto?
—Muy cierto.
—Apliquemos este razonamiento a la amistad, y digamos que todas las cosas que llamamos amigas, amándolas en vista de otra cosa, no merecen este nombre; no hay más amigo que ese principio a que se refieren todas nuestras pretendidas amistades.
—Bien puede suceder que así sea.
—Por consiguiente, el amigo verdadero jamás es amado en vista de otro amigo.
—Eso es cierto.
—He aquí lo que resulta probado: el amigo no es amado en vista de otro amigo. ¿Pero no amamos lo bueno?
—Me parece que sí.
—¿Lo bueno es amado a causa de lo malo? Si, por ejemplo, de nuestros tres géneros: lo bueno, lo malo y lo que no es malo ni bueno, no quedasen más que dos, y el tercero, el mal, llegase a desaparecer, y no atacase ni al cuerpo ni al alma, ni a ninguna de estas cosas que hemos llamado, ni buenas, ni malas ¿no es cierto que lo bueno no nos serviría de nada, y que se nos haría inútil? No existiendo nada que nos perjudicase, ninguna necesidad tendríamos del socorro de lo bueno. En este concepto sería del todo evidente que a causa del mal únicamente es como nosotros buscaríamos el bien, y que no le amaríamos sino como remedio del mal, siendo el mal nuestra enfermedad, porque, cuando no existe el mal, no hay necesidad de remedios. Digo, pues, que lo bueno es de tal naturaleza, que nosotros que estamos entre el bien y el mal, no podemos amarlo sino a causa del mal, y que en sí mismo no es de ninguna utilidad.
—Me parece bien que sea así.
—Por lo tanto, este amigo, al que se refieren todas nuestras pretendidas amistades por las cosas que amamos en vista de otra, en nada se parece a estas cosas. A estas las llamaremos amigas en vista de otra cosa amiga. Pero el amigo verdadero es de una naturaleza del todo opuesta. No existe en efecto, como ya dijimos, sino