para mi uso. Por lo tanto, adivino la falta que he cometido. Hay en el alma humana, mi querido amigo, un poder adivinatorio. En el acto de hablarte, sentía por algunos instantes una gran turbación y un vago terror, y me parecía, como dice el poeta Íbico, que los dioses iban a convertir en crimen un hecho que me hacía honor a los ojos de los hombres. Sí, ahora sé cuál es mi falta.
FEDRO. —¿Qué quieres decir?
SÓCRATES. —Tú eres doblemente culpable, mi querido Fedro, por el discurso que leíste, y por el que me has obligado a pronunciar.
FEDRO. —¿Cómo así?
SÓCRATES. —El uno y el otro no son más que un cúmulo de absurdos e impiedades. ¿Puede darse un atentado más grave?
FEDRO. —No, sin duda, si dices verdad.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿no crees que el Amor es hijo de Afrodita, y que es un dios?
FEDRO. —Así se dice.
SÓCRATES. —Pues bien, Lisias no ha hablado de él, ni tú mismo, en este discurso que has pronunciado por mi boca, mientras estaba yo encantado con tus sortilegios. Sin embargo, si el amor es un dios o alguna cosa divina, como así es, no puede ser malo, pero nuestros discursos le han representado como tal, y por lo tanto son culpables de impiedad para con el Amor. Además, yo los encuentro impertinentes y burlones, porque por más que no se encuentre en ellos razón, ni verdad, toman el aire de aspirar a algo con lo que podrán seducir a espíritus frívolos y sorprender su admiración. Ya ves que debo someterme a una expiación, y para los que se engañan en teología hay una antigua expiación que Homero no ha imaginado, pero que Estesícoro ha practicado. Porque privado de la vista por haber maldecido a Helena, no ignoró, como Homero, el sacrilegio que había cometido; pero, como hombre verdaderamente inspirado por las musas, comprendió la causa de su desgracia, y publicó estos versos: No, esta historia no es verdadera; no, jamás entrarás en las soberbias naves de Troya, jamás entrarás en Pérgamo.
Y después de haber compuesto todo su poema, conocido con el nombre de Palinodia, recobró la vista sobre la marcha. Instruido por este ejemplo, yo seré más cauto que los dos poetas, porque antes que el Amor haya castigado mis ofensivos discursos, quiero presentarle mi Palinodia. Pero esta vez hablaré con cara descubierta,[16] y la vergüenza no me obligará a tapar mi cabeza como antes.
FEDRO. —No puedes, mi querido Sócrates, anunciarme una cosa que más me satisfaga.
SÓCRATES. —Debes conocer, como yo, toda la impudencia del discurso que he pronunciado, y del que tú has leído; si los hubiera oído alguno, tenido por persona decente y bien nacida, que estuviese cautivo de amor o que hubiese sido amado en su juventud, al oírnos sostener que los amantes conciben odios violentos por motivos frívolos, que atormentan a los que aman con sus sospechosos celos, y no hacen más que perjudicarles, ¿no crees que nos hubieran calificado de gentes criadas entre marineros que jamás oyeron hablar del amor a personas cultas? ¡Tan distante estaría de reconocer la verdad de los cargos que hemos formulado contra el amor!
FEDRO. —¡Por Zeus!, Sócrates, bien podría suceder.
SÓCRATES. —Así, pues, por respeto a este hombre, y por temor a la venganza del Amor, quiero que un discurso más suave venga a templar la amargura del primero. Y aconsejo a Lisias que componga lo más pronto posible un segundo discurso, para probar que es preciso preferir el amante apasionado que al amigo sin amor.
FEDRO. —Persuádete de que así sucederá; si tú pronuncias el elogio del amante apasionado, habrá necesidad de que Lisias se deje vencer por mí, para que escriba sobre el mismo objeto.
SÓCRATES. —Cuento con que le obligarás, a no ser que dejes de ser Fedro.
FEDRO. —Habla, pues, con confianza.
SÓCRATES. —Pero ¿dónde está el joven a quien yo me dirigía? Es preciso que oiga también este nuevo discurso, y que, escuchándome, aprenda a no apurarse a conceder sus favores al hombre sin amor.
FEDRO. —Este joven está cerca de ti, y estará siempre a tu lado por el tiempo que quieras.
SÓCRATES. —Figúrate, mi querido joven, que el primer discurso era de Fedro, hijo de Pítocles de Mirriúnte, y que el que voy a pronunciar es de Estesícoro de Hímera, hijo de Eufemo. He aquí, cómo es preciso hablar. No, no hay nada de verdadero en el primer discurso; no, no hay que desdeñar a un amante apasionado y abandonarse al hombre sin amor, por la sola razón de estar el uno delirante y el otro en su sano juicio. Esto sería muy bueno, si fuese evidente que el delirio es un mal; pero es todo lo contrario; al delirio inspirado por los dioses es al que somos deudores de los más grandes bienes. Al delirio se debe que la profetisa de Delfos y las sacerdotisas de Dodona hayan hecho numerosos y señalados servicios a las repúblicas de la Grecia y a los particulares. Cuando han estado a sangre fría, poco o nada se les debe. No quiero hablar de la Sibila, ni de todos aquellos, que habiendo recibido de los dioses el don de profecía, han inspirado a los hombres sabios pensamientos, anunciándoles el porvenir, porque sería extenderme inútilmente sobre una cosa que nadie ignora. Por otra parte, puedo invocar el testimonio de los antiguos, que han creado el lenguaje; no han mirado el delirio (μανία, manía) como indigno y deshonroso; porque no hubieran aplicado este nombre a la más noble de todas las artes, la que nos da a conocer el porvenir, y no la hubiera llamado μανική (maniké), y si le dieron este nombre fue porque pensaron que el delirio es un don magnífico cuando nos viene de los dioses. La actual generación, introduciendo indebidamente una t en esta palabra, han creado la de μαντική (mantiké). Por el contrario, la indagación del porvenir hecha por hombres sin inspiración, que observaban el vuelo de los pájaros y otros signos, se la llamó οἰονοϊστική, (oionoistiké), porque estos adivinos buscaban, con el auxilio del razonamiento, dar al pensamiento humano la inteligencia y el conocimiento; y los modernos, mudando la antigua ο en su enfática ω han llamado este arte οἰωνιστικὴ (oionistiké). Por lo tanto, todo lo que la profecía tiene de perfección y de dignidad sobre el arte augural, tanto respecto del nombre como respecto de la cosa, otro tanto el delirio, que viene de los dioses, es más noble que la sabiduría que viene de los hombres; y los antiguos nos lo atestiguan.
Cuando los pueblos han sido víctimas de epidemias y de otros terribles azotes en castigo de un antiguo crimen, el delirio, apoderándose de algunos mortales y llenándoles de espíritu profético, los obligaban a buscar un remedio a estos males, y un refugio contra la cólera divina con súplicas y ceremonias expiatorias. Al delirio se han debido las purificaciones y los ritos misteriosos que preservaron de los males presentes y futuros al hombre verdaderamente inspirado y animado de espíritu profético, descubriéndole los medios de salvarse.
Hay una tercera clase de delirio y de posesión, que es la inspirada por las musas; cuando se apodera de un alma inocente y virgen aún, la trasporta y le inspira odas y otros poemas que sirven para la enseñanza de las generaciones nuevas, celebrando las proezas de los antiguos héroes. Pero todo el que intente aproximarse al santuario de la poesía, sin estar agitado por este delirio que viene de las musas, o que crea que el arte solo basta para hacerle poeta, estará muy distante de la perfección; y la poesía de los sabios se verá siempre eclipsada por los cantos que respiran un éxtasis divino.
Tales son las ventajas maravillosas que procura a los mortales el delirio inspirado por los dioses, y podría citar otras muchas. Por lo que guardémonos de temerle, y no nos dejemos alucinar por ese tímido discurso, que pretende que se prefiera un amigo frío al amante agitado por la pasión. Para que nos diéramos por vencidos por sus razones, sería preciso que nos demostrara, que los dioses que inspiran el amor no quieren el mayor bien, ni para el amante, ni para el amado. Nosotros probaremos, por el contrario, que los dioses nos envían esta especie de delirio para nuestra mayor felicidad. Nuestras pruebas excitarán el desden de los falsos sabios, pero habrán de convencer a los sabios verdaderos.
Por lo pronto es preciso determinar exactamente la naturaleza del alma divina y humana por medio de la observación de sus facultades y propiedades.
Partiremos de este principio: toda alma