Plato

Obras Completas de Platón


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contrario, representaos la obra de algún otro gran genio, y pasando de la pintura a la poesía, escoged a Molière. Figuraos una edición de sus obras, que comenzase por las Mujeres sabias y concluyese por los Preciosos ridículos, en la que un editor extravagante tuviese el necio capricho de unir, formando una trilogía, el Anfitrión, el Avaro y el Siqueo, con el pretexto de ser los dos primeros imitaciones de Plauto y todos tres de autores antiguos; ¿qué diríais de tal colocación, y de la aplicación que pudiera hacerse en igual forma a las obras de Racine o a las de Shakespeare? Por consiguiente, si hay alguna cosa clara en el mundo es que el único orden que presenta interés y verdad en el curso de las obras de un poeta, de un filósofo o de un artista, es el orden histórico. Resta averiguar, si es posible dar con este orden histórico en los Diálogos de Platón. A esta pregunta pueden darse dos respuestas. Si se habla rigurosamente, no; si no se entiende de este modo, sí. Expliquémonos.

      ¿Queréis clasificar los diálogos de Platón, como pueden clasificarse las tragedias de Racine o las comedias de Molière? ¿Queréis saber, respecto de cada diálogo, en qué época precisa ha sido compuesto, si antes o después de tal otro, y todo esto de una manera cierta e irrefragable? Sentado el problema de esta manera es insoluble, porque excede las fuerzas de la crítica, y aun cuando se hicieran los mayores progresos en el conocimiento de la antigüedad, y aun cuando se descubrieran nuevos orígenes de informaciones, lo que no es probable, jamás podría llegarse a un resultado tan completo, tan preciso y tan cierto.

      Pero si sólo se quiere saber de una manera probable, y dejando a un lado los vacíos que puedan encontrarse, cuáles son los diálogos que se refieren a la juventud de Platón, cuáles datan de su edad madura, y cuáles son, en fin, los que corresponden a su ancianidad, nos atrevemos a decir entonces, que la crítica está en posición de dar a este problema una solución satisfactoria; solución que será siempre provisional e incompleta, pero que con el progreso de la crítica y de la erudición podrá aproximarse más y más a una gran probabilidad.

      Por lo pronto, sabemos con toda certeza por dónde comenzó Platón. No diremos que fue por el Lisis y menos aún que fue por el Fedro, porque esta obra parece indicar un arte ya muy ejercitado, y por otra parte aparecen ya en él sensiblemente las influencias pitagóricas, mezcladas con el espíritu socrático; pero sí diremos resueltamente, que el Lisis y el Fedro son diálogos de la juventud de Platón, son dos tipos de su primera manera de escribir. Si se exigen pruebas, daremos como prueba extrínseca la tradición tan probable y tan interesante, transmitida en estos términos por Diógenes de Laercio:

      «Dícese, que habiendo oído Sócrates a Platón la lectura del Lisis, exclamó:

      —¡Oh Dios!, cuántos préstamos me ha hecho este joven».[31]

      He aquí otra tradición que confirma la precedente y que es de forma más agradable o ingeniosa:

      «Vio Sócrates en sueños un cisne joven, acostado en sus rodillas, que, soltando sus alas, voló al momento, haciendo oír armoniosos cantos. Al día siguiente, Platón se presentó a Sócrates y dijo éste:

      —He aquí el cisne que yo he visto».[32]

      Diógenes de Laercio nos dice también, que se aseguraba haber sido el Fedro el primer diálogo compuesto por Platón, y a ser verdadera esta tradición de escuela, se explicaría perfectamente la exclamación de Sócrates y la narración simbólica de su visión. Pero sea de esto lo que quiera, es un hecho cierto, plenamente confirmado por el examen intrínseco de los Diálogos, que durante los años de su juventud, pasados bajo la disciplina de Sócrates, Platón compuso cierto número de diálogos, en los que, queriendo quizá limitarse a reproducir la doctrina de su maestro, su genio naciente se marchaba hacia regiones superiores. El Lisis y el Fedro pertenecen a este grupo, y una vez adquirido este resultado, ¿cómo no ha de colocarse en la misma categoría toda la serie de diálogos en que el arte es menos delicado y mucho menos profundo, y cuya doctrina, sobre todo, está mucho más severamente contenida en los límites de la enseñanza socrática, tales como el Eutifrón, el Critón, el Cármides, el Laques, el Protágoras, y el Primer Alcibíades y el gran Hipias, suponiendo que estos dos sean verdaderamente obra de Platón? He aquí por lo tanto un primer grupo de diálogos, a los que no se puede fijar seguramente con precisión su fecha respectiva, pero que tomados en masa, puede ponérseles perfectamente aparte bajo el nombre de diálogos socráticos, en concepto de ser obras de la juventud y de la primera manera de Platón.

      Acabamos de decir por dónde ha comenzado Platón; pues se sabe de una manera más cierta aún y más precisa por dónde ha concluido. Por lo pronto no puede dudarse que la República es una obra de su ancianidad. Existe una tradición auténtica, reproducida por Cicerón en un pasaje célebre de su tratado De senectute, por el que se ve que Platón, en el momento de morir, se ocupaba aún en rever y retocar el preámbulo de su República, uno de los últimos frutos de sus largas meditaciones. Por otra parte, el Timeo, al empezar, recuerda expresamente la República, y el Timeo mismo es materialmente inseparable del Critias, obra que Platón dejó por concluir. Si se añade a esto que hay muy excelentes razones, y razones de todas clases, para colocar las Leyes después de la República, sin poderlas separar por un largo intervalo, llegaréis a este resultado, cierto o casi cierto: que las últimas obras de Platón son la República, el Timeo, las Leyes, y, en fin, el Critias, que es probablemente su último escrito.

      Considerad ahora el carácter dominante de estas grandes composiciones de la lozana ancianidad de Platón. Son dogmáticas a diferencia de todas las demás, en las que Platón busca la verdad, pero sin llegar a descubrirla, disertando mucho, refutando sin cesar y no concluyendo nunca. ¿Y cuáles son estos raros diálogos que participan del carácter dogmático del Timeo, de la República y de las Leyes? Justamente son aquellos que por la grandeza y armonía de las proporciones, por la firmeza de la mano, por la sobriedad de los ornamentos, por la delicadeza de los matices, por la tranquila luz que ilumina y embellece las partes, muestran al autor, hecho dueño y poseedor de todos los secretos de su arte; son el Fedón, el Gorgias, el Banquete.

      En esta forma nos vemos conducidos naturalmente a formar una serie de diálogos, que pueden llamarse Diálogos dogmáticos, y que nos representan la última manera de Platón y los resultados definitivos de sus vastas especulaciones.

      Estos dos grupos, una vez aceptados, el tercero se forma por sí mismo, porque comprende todos los diálogos colocados entre la juventud y la ancianidad. Observad que las obras de este tercer grupo intermedio presentan caracteres sensiblemente análogos. Todos son polémicos y refutatorios; como el Teeteto en que aparecen discutidas y sucesivamente destruidas todas las definiciones de la ciencia; el Parménides, que nos patentiza las diferentes tesis que se pueden sentar sobre el ser y sobre la unidad, para mostrarlas sucesivamente como insuficientes y erróneas; el Sofista, cuyo objeto principal es batir en brecha las doctrinas de las escuelas de Elea y de Megara. En ninguno de estos diálogos veréis que la discusión conduzca a ninguna conclusión dogmática. Por este carácter, esencialmente negativo, los diálogos de que hablamos se separan completamente de las grandes composiciones dogmáticas por donde Platón ha terminado su carrera filosófica. Y por otra parte, ¿qué línea profunda de demarcación no se nota entre los diálogos, tales como el Sofista, el Teeteto, el Parménides, el Filebo, en los que se desenvuelven los más grandes problemas de la metafísica en todas sus profundidades, y estas composiciones encantadoras, pero evidentemente más modestas, en que el joven discípulo de Sócrates se esfuerza ante todo, como en el Eutifrón, el Protágoras, el Critón, en hacer revivir la persona, el método y la enseñanza de su maestro? El Fedro, que colocamos en la primera serie, ofrece, lo confieso, un cuadro singularmente vasto, y un vuelo especulativo lleno de brillantez y atrevimiento; pero predominan en él la poesía y la imaginación, y se nota que la edad de las meditaciones viriles aún no ha llegado.

      Esto