¿De dónde nace esta incapacidad? De que quiere hablar de cosas que no conoce. Si quiere gobernar a los demás, tiene que comenzar por instruirse él mismo, y el medio de instruirse es perfeccionarse, es atender primero a su persona. Ésta es la conclusión de la primera parte.
La segunda comienza por esta pregunta: ¿cómo se atiende primero a su persona? Sócrates multiplica las pruebas y las más ingeniosas analogías, para demostrar a Alcibíades que el arte de atender a su persona tiene por principio el conocimiento de sí mismo. El hombre no puede perfeccionarse, es decir, hacerse mejor de lo que es, si ignora lo que es; ni desarrollar su naturaleza antes de saber cuál es su naturaleza. De aquí este precepto célebre, que resume en cierta manera toda la enseñanza filosófica de Sócrates: Conócete a ti mismo.
¿Pero qué es lo que constituye el yo, lo que constituye la persona humana? ¿Es la reunión material de los miembros y de los órganos de su cuerpo, que son cosas que le pertenecen, pero que son distintas de ella, como lo son todas las cosas de que ella se sirve? Si el hombre no es el cuerpo, debe ser aquello que se sirve del cuerpo, y esto debe ser el alma que le manda. ¿Y no puede ser el hombre el compuesto del alma y del cuerpo? No, porque en tal caso deberían el uno y el otro mandar a la par, cosa que no sucede, puesto que el cuerpo no se manda a sí mismo, ni manda al alma. Por consiguiente solo queda esta alternativa: o el hombre no es nada, o es el alma sola. Sócrates de esta manera establece a la vez la distinción profunda del alma y del cuerpo, y lo que es propio del alma, la libertad, como la esencia del hombre. Éste es el verdadero objeto del conocimiento de sí mismo.
Estudiar su alma, tal es el fin que debe proponerse todo hombre que quiera conocerse a sí mismo. ¿Pero cómo se la estudia? Aplicando la reflexión a esta parte excelente del alma, donde reside toda su virtud, como el ojo se ve en esta parte del ojo, donde reside la vista. Este santuario de la ciencia y de la sabiduría es lo que hay de divino en el alma, y allí es preciso penetrar para conocerse en su fondo. Allí está la ciencia de los verdaderos bienes y de los verdaderos males, no solo de aquel que se estudia, sino también de sus semejantes, organizados como él; allí está el arte de evitar las faltas y ahorrarlas a los demás, es decir, de ser él mismo dichoso y hacer dichosos a los otros, porque, efecto de la satisfacción moral y del remordimiento, el vicio y la desgracia, la virtud y la felicidad, marchan respectivamente juntos.
Por consiguiente, la virtud es moral y políticamente la primera necesidad de un pueblo y la causa misma de su prosperidad. He aquí lo que debe tener en cuenta el que quiera conducir y manejar los negocios públicos. ¿Y enseñará al pueblo a ser virtuoso, si no lo es él mismo? Le conviene más que a nadie tener el espíritu fijo en esta parte de sí mismo, reflejo de la sabiduría y de la justicia divinas, donde aprenderá, que el esfuerzo supremo de su naturaleza libre, el secreto de su fuerza, consiste en aproximarse, por medio de la virtud que perfecciona, a la esencia del Dios que se refleja en él. Lejos de esta luz, no puede menos de caminar a ciegas y perder a los que sigan sus pasos. Vicioso y servil, solo es capaz de obedecer, como sirve el cuerpo al alma. La virtud, libre como el alma misma, de la que es su perfección útil y justa, como Dios de donde ella emana, es la única capaz de crear los verdaderos hombres de Estado y de labrar la felicidad del pueblo.
Primer Alcibíades o de la naturaleza humana
SÓCRATES — ALCIBÍADES
SÓCRATES. —Hijo de Clinias, estarás sorprendido de ver que, habiendo sido yo el primero en amarte, sea ahora el último en dejarte; que después de haberte abandonado mis rivales, permanezca yo fiel; y en fin, que teniéndote los demás como sitiado con sus amorosos obsequios, solo yo haya estado sin hablarte por espacio de tantos años. No ha sido ningún miramiento humano el que me ha sugerido esta conducta, sino una consideración por entero divina, que te explicaré más adelante. Ahora que el Dios no me lo impide, me apresuro a comunicarme contigo, y espero que nuestra relación no te ha de ser desagradable para lo sucesivo. En todo el tiempo que ha durado mi silencio, no he cesado de mirar y juzgar la conducta que has observado con mis rivales; entre el gran número de hombres orgullosos que se han mostrado adictos a ti, no hay uno que no hayas rechazado con tus desdenes, y quiero explicarte la causa de este desprecio tuyo para con ellos. Tú crees no necesitar de nadie, tan generosa y liberal ha sido contigo la naturaleza, comenzando por el cuerpo y concluyendo con el alma. En primer lugar te crees el más hermoso y más bien formado de todos los hombres, y en este punto basta verte para decir que no te engañas. En segundo lugar, tú crees que perteneces a una de las más ilustres familias de Atenas, que es la ciudad de mayor consideración entre las demás ciudades griegas. Por tu padre cuentas con numerosos y poderosos amigos, que te apoyarán en cualquier lance, y no los tienes menos poderosos por tu madre.[1] Pero a tus ojos el principal apoyo es Pericles, hijo de Jantipo, que tu padre dio por tutor a tu hermano y a ti, y cuya autoridad es tan grande, que hace todo lo que quiere, no solo en esta ciudad, sino en toda la Grecia y en las demás naciones extranjeras. Podría hablar también de tus riquezas, si no supiera que en este punto no eres orgulloso. Todas estas grandes ventajas te han inspirado tanta vanidad, que has despreciado a todos tus amantes, como hombres demasiado inferiores a ti, y así ha resultado que todos se han retirado; tú lo has llegado a conocer, y estoy muy seguro de que te sorprende verme persistir en mi pasión, y que quieres averiguar qué esperanza he podido conservar para seguirte solo después que todos mis rivales te han abandonado.
ALCIBÍADES. —Lo que tú no sabes, Sócrates, es que me has llevado de ventaja un solo momento, porque tenía intención de preguntarte yo el primero qué es lo que justifica tu perseverancia. ¿Qué quieres y qué esperas, cuando te veo, importuno, aparecer siempre y con empeño en todos los parajes adonde yo voy? Porque, en fin, yo no puedo menos de sorprenderme de esta conducta tuya, y será para mí un placer el que me digas cuáles son tus miras.
SÓCRATES. —Es decir, que me oirás con gusto, puesto que tienes deseo de saber cómo pienso; voy, pues, a hablarte como a un hombre que tendrá la paciencia de escucharme, y que no tratará de librarse de mí.
ALCIBÍADES. —Sí, Sócrates, habla pues.
SÓCRATES. —Mira bien a lo que te comprometes, para que no te sorprendas si encuentras en mí tanta dificultad en concluir como he tenido para comenzar.
ALCIBÍADES. —Habla, mi querido Sócrates, y por mí te doy todo el tiempo que necesites.
SÓCRATES. —Es preciso obedecerte, y aunque es difícil hablar como amante a un hombre que no ha dado oídos a ninguno, tengo, sin embargo, valor para decirte mi pensamiento. Tengo para mí, Alcibíades, que si yo te hubiese visto contento con todas tus perfecciones y con ánimo de vivir sin otra ambición, hace largo tiempo que hubiera renunciado a mi pasión, o, por lo menos, me lisonjeo de ello. Pero ahora te voy a descubrir otros pensamientos bien diferentes sobre ti mismo, y por esto conocerás que mi terquedad en no perderte de vista no ha tenido otro objeto que estudiarte. Me padece que si algún dios te dijese de repente:
—Alcibíades, ¿qué querrías más, morir en el acto, o, contento con las perfecciones que posees, renunciar para siempre a otras mayores ventajas?, se me figura que querrías más morir. He aquí la esperanza que te hace amar la vida. Estás persuadido de que apenas hayas arengado a los atenienses, cosa que va a suceder bien pronto, los harás sentir que mereces ser honrado más que Pericles y más que ninguno de los ciudadanos que hayan ilustrado la república; que te harás dueño de la ciudad, que tu poder se extenderá a todas las ciudades griegas y hasta a las naciones bárbaras que habitan nuestro continente.
Pero si ese mismo dios te dijera:
—Alcibíades, serás dueño de toda la Europa, pero no extenderás tu dominación sobre el Asia, creo que tú no querrías vivir para alcanzar una dominación tan miserable, ni para nada que no sea llenar el mundo entero con el ruido de tu nombre y de tu poder; y creo también que, excepto Ciro y Jerjes, no hay un hombre a quien quieras conceder la superioridad.
Aquí tienes tus miras; yo lo sé y no por conjeturas; bien adviertes que digo verdad, y quizá por esto mismo no dejarás de preguntarme:
—Sócrates, ¿qué tiene que ver este preámbulo